60
Ese último libro lo escribí en la cárcel. Sienta bien, en el calabozo, escribir acerca de Dios. Una palabra grande, vacua, que llena el espacio de bullicios familiares. ¿Por qué no se me ocurriría en el Lager? Sin Dios somos niños extraviados —un buen principio. ¿Pero dónde habrá ido a parar ese volumen? Una obra sobre la religión, más exactamente sobre El cristianismo como religión natural Un desafío a los ateos, a quienes no creen. Hace falta creer, para ser compañero. El mundo no puede ser autosuficiente, una materia eterna, una generación tras otra cae en la tumba lo mismo que las gotas en un mar siempre igual, los barcos se hunden y las tripulaciones desaparecen pero no pasa nada...
Pero también esos otros, deístas, teístas, enfermeros, encargados de sala, médicos jefes de sección, son de la misma ralea, porque no basta que Dios haya creado el mundo, como ellos seguramente admiten pero pretendiendo que luego lo deja ir a su aire, sin intervenir ya en nada. El mundo es grande, hermoso, islas de coral y flores al viento, pero también está el miedo, y el llanto que se te agolpa en la garganta cuando se siente uno solo, y el odio y el rencor que anidan dentro y sofocan el alma... Dios mío, no basta que Él esté allí arriba, como si no existiera —que responda al grito, que separe el Mar Rojo, que calme las tempestades y lleve los barcos a puerto, que castigue también, si quiere, que mande el diluvio, pero que dé señales de vida...
Aunque por diluvios no será, porque vaya si manda. Refutar punto por punto a los orgullosos teístas, librepensadores que elevan al hombre sobre un pedestal de arcilla y lo entregan a su miseria. Todo imperio es una vana grandeza, una Atlántida engullida por el mar. Los libros me los traen los cuáqueros que visitan a los prisioneros y se entretienen un buen rato conmigo, sobre todo Mrs. Elizabeth Fry, con sus piadosas damas encargadas también de reclutar a mujeres que luego mandan a Nueva Gales de Sur y a la Tierra de Van Diemen, como esposas para los de aquí abajo.
Mrs. Fry me regala una Biblia. La Biblia es la verdadera ciencia y cada piedra lo confirma. La tierra muestra las huellas del diluvio, con las conchas y los peces fósiles que se han encontrado en las montañas, los esqueletos de animales desconocidos y los huesos de hienas gigantes. También en Dachau podrían encontrarse muchas huellas del apocalipsis, esqueletos humanos, dibujos en las paredes, rastros de sangre, pero nadie tiene ganas de ponerse a excavar, todos se hacen los remolones. Pero también es bonito pensar en el diluvio, lluvias torrenciales que caen incesantemente sobre los golpes de mar y los helechos de las islas, aguas del cielo que se vierten sobre la tierra como para juntarse con las del mar lo mismo que en los orígenes...
El diluvio destructor es también bueno. El agua sumerge, purifica. En el hemisferio austral las aguas no se han retirado del todo, cubren aún gran parte del orbe e incluso el continente austral quizás sea sólo agua, agua helada. Según Sir Richard Phillips, el eminente geólogo, el sitio en el que me encuentro —sí, ese trozo de Inglaterra donde han construido el penal de Newgate— estuvo cubierto tres veces, en tiempos inmemoriales, por el océano y otras tres veces volvió a emerger. Tal vez no estaría mal encontrarse allí abajo, en el fondo, bajo la gran bóveda de las aguas, más alta que la del cielo, allí donde se desliza la serpiente del mar —la serpiente primigenia que se refugió allí abajo porque ya no había necesidad de ella, los hombres creados a imagen y semejanza de Dios ya están corrompidos y persuadidos por el mal. Las aguas son negras; también el calabozo, cuando se apaga la vela, es negro, un agua oscura que asciende.
Cuando consigo que se imprima un cartel que anuncia la publicación del libro, solicitando a las damas, a los señores y caballeros que suscriban su adquisición por no más de media guinea, las murmuraciones, que ya serpenteaban por el penal debido a los platos especiales que me dan en el comedor, explotan y la banda de Carlile, un grupo de cagatintas condenados por haber publicado porquerías blasfemas e irreverentes, levanta la voz, me acusa de haber escrito, tras un barniz piadoso, un libelo lleno de sutiles venenos contra la religión. Qué manía la de emprenderla con los libros, la de ponerlos en el índice, quemarlos. La de leerlo todo, los libros, incluso las cartas, como infames mensajes en código para uso de los enemigos del pueblo. Escritores y lectores del mundo entero, unios. Sois, somos los verdaderos proletarios, los proscritos, toda palabra que sale de nuestra boca es un delito. Hay que aprender a callar. Sí, es verdad, las escribí yo, esas cartas de Newgate que uno de ellos, uno de los de la banda, consiguió robarme y se las enseñó al capellán. Pero era uno de esos textos que escribo adrede para que sean refutados, que estaba destinado a hacer resaltar por contraste, en el libro que habría escrito inmediatamente después, si me hubieran dado tiempo, la verdad de la fe.