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«¡Alto! ¿Han llegado ya las bolsas?» Carne había bien poca, en aquellas bolsas de papel que nos traían en el intervalo de la comida durante el rodaje, en las gradas del Coliseo, donde algunos de nosotros, en los días que transcurrieron entre la llegada en tren desde Trieste y la salida de Roma para Bremerhaven, nos ganamos cuatro perras haciendo de comparsas en una película de época con Nerón, cristianos, gladiadores y fieras del circo. Ya era hora de que el de allí arriba, con el megáfono, diera la señal de interrumpir el rodaje. Es que teníamos hambre y aquellos bocadillos escuchimizados, en los que la producción escatimaba hasta la corteza del queso, eran mejor que nada —a fuerza de hacer de filete para los leones, en el anfiteatro, te entran todavía más ganas de comerte tú también un buen filete. A lo mejor por la noche, un día sí y un día no, en aquella semana de rodaje, ahorrando aquellas cuatro perras, llegabas incluso a comerte un filete, antes de volver del Coliseo al campo de refugiados, donde nos habían dispuesto provisionalmente, con el guión en la mano —aquí está, ¿pero cómo habéis conseguido encontrarlo?—, para repetir, bueno repetir, yo no decía ni siquiera una palabra, en suma para repasar el papel del día siguiente. «Gradas del Coliseo-Exterior-Día. Requeridos por los guardianes que se divertían entre risotadas, a los cristianos, elegidos entre los más jóvenes y fornidos...», joven no, pero fornido evidentemente yo sí que era, si no hubiera estirado ya la pata quién sabe cuánto tiempo antes, con todo lo que he llegado a pasar, «...pero en muy malas condiciones a causa de tantos padecimientos», ahí le duele, ya lo creo, «se les viste de gladiadores.»

Un papel hecho a propósito para mí, ni que fuese uno de esos grandes actores para quienes se escriben las películas. Los demás, en aquel compartimento del vagón que corría en la oscuridad, no sabían nada, habían llegado algunas semanas después, a aquel campo que estaba cerca de Roma, desde el que se volvieron a marchar luego todos juntos para Bremerhaven, en aquel tren que nos llevaba a través de la noche; llegaron cuando ya habían acabado de filmar. Hacían una película de cristianos y gladiadores y catacumbas, en Cinecittà, y nos cogieron a algunos de nosotros para hacer de comparsas. Cristianos que echaban a los leones, un papel perfecto.

Los gritos de la multitud —también a los que gritan allí arriba les pagan cuatro perras y una bolsita de papel, ¿cuánto cobraban, por cada grito, los guardianes de Dachau? «¡Que esperen los gladiadores!» «El anfiteatro está ya abarrotado de un público vociferante. Nerón, rodeado de vestales y cortesanas, toma asiento. Tiene un aire aburrido, pero parece excitado y ávido de emociones.» Guiones como éste, un amigo mío de Pola, que había tenido la suerte de colarse en Cinecittà, los hacía a montones, luego los firmaba otro, un pez un poco más gordo o menos pequeño, pero él por lo menos así iba tirando.

«Corren rumores entre la muchedumbre. Se dice que a los cristianos les harán combatir entre ellos. Hoy nos reiremos.» «¡Cámara!, ¡listos!» «Primeros planos de los cristianos con caras mansas y apesadumbradas; ataviados con las armaduras coruscantes de los gladiadores, forzados a empuñar dagas y mazas. Muchos rezan en voz baja. Murmullo de los rezos.» «¡Acción!», grita el megáfono—. «Travelling de las rendijas de los yelmos por las que se ven las miradas de los cristianos.» Mi mirada. El mundo a través de una rendija. Un ruedo. Una daga que resplandece, una coraza que refleja la luz, cegadora hoja metálica que hiere los ojos. La rendija es estrecha, sólo se ve una delgada franja del mundo, el filo de esa daga, no quien la empuña, si es amigo o enemigo. Así que, a quién le toca ahora, antes de que sea demasiado tarde y esa daga, blandida por una desconocida mano fraterna, te agujeree la barriga. «Los reflectores iluminan la arena.» Con esa luz deslumbrante no se ve nada, como si fuera de noche. «El público, enmudecido, espera a que empiece la batalla.»

Todas las miradas se concentran en el ruedo. Sí, todos disfrutan viendo cómo se descuartizan los demás, viendo cómo nos descuartizamos. Esta película dura desde siempre, es mi papel. Lo hubiera cambiado por otro, pero nadie me quería para otros papeles y así, por cuatro perras... ¿Es una mano amiga o enemiga, la que empuña la daga?, ¿para protegerte el flanco o para derramar tu sangre? No lo sé, compañeros, no lo sé. De modo que, a obedecer. «¡Acción!», la voz retumba en el megáfono. A quién le toca ahora...

«Ninguno se dio cuenta claramente de que era la misma isla. Ni tampoco los Dolíones creyeron de verdad que los héroes hubieran retornado durante la noche, sino que se imaginaron que llegaba un ataque de los Pelasgos, acaso de los guerreros Macrieos. De modo que se pusieron las armaduras, y alzaron las armas en sus manos. Se pasaban las lanzas y escudos unos a otros, semejantes al rápido avance del fuego, que prendiendo en secos arbustos levanta su cresta. Un ardor terrible y violento le entró al pueblo Dolionio.» No veía quién era el que me estaba pegando, abajo en la bodega del Punat, adonde nos habían arrojado desde la escotilla, estaba todavía deslumbrado por los focos. Los reflectores nos daban en la cara, al bajar del camión, en el barco, en el plato —tal vez en otros sitios, no lo sé..., de todas formas siempre cegados y deslumbrados; sin distinguir al compañero del enemigo. Y yo, allí también, en el plato, mientras los demás, quietos, esperaban la señal prevista, la emprendí a sablazos con mi daga de cartón, una vorágine de mil demonios, a quién le toca ahora. «¡Alto! ¿Pero qué pasa?, ¿pero qué es lo que hace ese gilipollas?», gritaba el megáfono. Veía caras sorprendidas, que ni siquiera intentaban esquivar los golpes de cartón. «¡Fuera!» «Al amanecer contemplaron unos y otros el terrible e irreparable error...»; demasiado tarde, ese color rojo del alba es el del atardecer, el de la sangre, el de la bandera caída.

«¿Pero qué tripa se te ha roto?», decía el ayudante del ayudante del director mientras me echaba del circo y me iba quitando ya el escudo y la coraza, «¿pero es que no os hemos repetido mil veces el papel, para que no sepáis hacer de cristianos ni siquiera en broma durante cinco minutos? Ni te has leído el guión, tres líneas, ni una más; claro, no te íbamos a dar el papel de Ursus o el de Nerón, y echar a perder una escena, ¿sabes lo que cuesta una gilipollez como ésta?» Entretanto a mi espalda, en la arena, «¡Acción!», gritó de nuevo el megáfono, y todo se lleva a cabo —como está escrito, es verdad, tiene razón ese botarate que se me lleva de allí. «Un hecho imprevisto: los cristianos, primero uno, luego otro, luego todos, tiran sus armas y sus escudos al suelo y se abrazan, se santiguan», como quiere el guión. Dejadme volver atrás, yo también, si lo hubiera sabido antes, yo también quiero abrazaros, compañeros, me he equivocado, fue un equívoco, muchos equívocos, cuando nos descuartizamos... «El público se rebela, protestando encolerizado.» «¡Cobardes, es una vergüenza, es un insulto al emperador, echémosles a los leones!» Ya lo sé, conozco el papel que se nos exige siempre, espada contra espada y escudo contra escudo y cuanto más nos matamos entre nosotros más aplauden ellos, más nos aumentan las dietas de vez en cuando si nos portamos bien y nos rompemos la crisma.

Otro empujón y estoy fuera del Coliseo; todavía consigo ver, al darme la vuelta, a los cristianos cuando se arrodillan en el centro de la arena. En ese momento —vaya si me he leído el guión, me lo sé de memoria, hace una vida que repito el mismo papel, antes sólo me había confundido un momento—, en ese momento llegan los leones, como dice el guión, que se lanzan al ruedo —la escena se rodará en el Circo Zavatta, después el montaje la encajará en el sitio adecuado, ya se entiende, poniendo a las fieras y a sus presas juntos, pero sólo en la pantalla, mientras yo, mientras nosotros, con esas otras fieras del Lager, menos despeluchadas que los pobres leones del circo... Siento no haber podido ver luego aquel rollo. «Los leones se lanzan a la arena, abalanzándose sobre los cristianos tumbados en el suelo», rodando entre las patas, un montón de trapos por un momento o un maniquí, desparramados entre la arena y el serrín. Lo que queda de nosotros, una carcasa mutilada. Como decía, hecha trizas. Y si es simulada, como en aquel culebrón, todavía peor, ni siquiera tenemos eso, ni siquiera carne que descuartizar, como el becerrillo —o el corderillo, el carnero, no sé— que hicimos pedazos allí, en Samotracia, como quiere el guión de los sacros misterios indecibles, otro rollazo.

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