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Querido Cogoi, me dije aquella mañana en Trieste, saliendo de la sede del Partido de la calle Madonnina, la hemos cagao. A diferencia de mi padre, que lo decía incluso ante inconvenientes triviales —una mala mano de cartas en la brisca o la llave de casa que no aparece por ningún lado, por la noche, ante la puerta cerrada—, yo procuro reservar para los verdaderos golpes del destino esa amable expresión de mi dialecto, o del que puedo considerar como mío (y suyo, doctor Ulcigrai, aunque entienda que aquí, en las antípodas, usted pueda haberlo olvidado, aun haciendo ver que se encuentra todavía allí arriba, tal vez para estar seguro de no estar cabeza abajo). En resumidas cuentas, que la trato con respeto. Me parece una forma digna y afable de reconocer las catástrofes y también la señal de una buena educación —de una Kinderstube, decía mi padre. Cuando uno se encuentra a un conocido, aunque sea molesto, es de buena crianza saludarle y quitarse el sombrero, y si ese patán es la muerte o una desgracia, es natural intentar esquivarlo y doblar la esquina antes de que consiga pegar la hebra con uno, pero no por ello hay que olvidar las buenas maneras, descendiendo a su nivel.
El tal señor Cogoi tiene que ser un compañero ideal para las situaciones desastrosas; apacible, comedido, tal vez ya haya visto la mano que traza las letras de fuego en la pared y entendido que ya no hay nada que hacer pero no se descompone, es más, ni siquiera habla, sólo escucha y hace una señal de asentimiento con la cabeza. ¿No estará aquí, por casualidad? ¿Lo habéis visto? ¡Quién pudiera tener siempre cerca, en el rifirrafe de las cosas, a alguien así, a alguien que se desvive para que no te pongas nunca nervioso! Recuerdo perfectamente que me dirigí a él de la forma acostumbrada al salir de la sede del Partido, aquel día, cuando me dijeron que tenía que ir yo también, junto a los dos mil de Monfalcone, uno más o uno menos, que habían decidido dejarlo todo, casa trabajo patria, para ir a Yugoslavia a construir el socialismo.
Estaba ya bien entrada la mañana, pero la lluvia y el aire eran oscuros, del color del hierro. Torrentes de agua sucia descendían calle Madonnina abajo, obscenos regueros tiznaban las herrumbrosas paredes; la lluvia caía intensa y a plomo, encerraba el mundo tras las rejas de una prisión. Al caminar intentando guarecerme bajo los aleros de las casas, me di de bruces con una vieja acurrucada contra la pared, vestida de negro; se había cubierto la cabeza con una especie de chal cuyos flecos, empapados de agua, se retorcían sobre la cabeza como serpientes. En aquel sitio la lluvia había hecho que se desbordara una alcantarilla; en medio de la calle el caudal de líquido pútrido y marrón, agrandado por los riachuelos que descendían, se ensanchaba igual que un río. La mujer se agarró a mi brazo; sus ojos negros me escrutaban la cara, al lado mismo de la suya y de su ancha boca, mientras me pedía que la ayudase a cruzar la calle inundada, ya que se lo impedía el paquete que llevaba bajo el brazo, un bulto con una alfombra o una manta o algo parecido cuyo pelo tupido, muy mal empaquetado, estaba mojado y resplandecía con la lluvia. Los faros de un automóvil que pasaba, llenándonos de barro a los dos, lo iluminaron por un momento con un brillo dorado.
Ella se apretaba contra mí; yo la sostenía pero manteniendo la cara hacia atrás para no percibir, a pesar del agua y las rachas de aire, su olor a vieja. A mitad de la calle la mujer tropezó, precisamente en el riachuelo de fango más profundo; la levanté y salté al otro lado de aquella especie de remolino pero resbalé y, con la intención de que ella no se cayese, al echar todo mi peso sobre el tobillo, me lo torcí violentamente —una punzada, el pie se me dobla y se escurre del zapato que el riachuelo se lleva por delante hacia un desagüe que había un poco más abajo. Me vi sobre la acera, al otro lado de la calle, con un pie dolorido, sólo cubierto por el calcetín chorreando. La vieja se soltó con agilidad, me pasó una mano por la cara y se alejó rauda torciendo por la primera calle transversal. Antes de doblar la esquina se dio la vuelta. Sus ojos ardían, un fuego negro, dulce y vulgar; musitó una bendición y desapareció, de nuevo los faros de un automóvil hicieron que brillara como si fuera oro, en la negrura de la calle y el aire, la piel que llevaba bajo el brazo en su paquete deshecho.
Poco después, el compañero Blasich se mofó de mí al verme entrar con un solo zapato, pero luego se interrumpió, me miraba el pie casi con disgusto. La sede del Partido era grande y destartalada; habitacioncillas aquí y allí, pasillos, distribuidores, una sala grande para las conferencias, una escalera interna que, como un plano inclinado, subía hasta las dependencias de los pisos superiores que daban a la calle de la Catedral y desde cuya altura de divisaba la colina de San Giusto. Ahora me parece que aquella escalera era un atajo entre dos universos, se entra por donde se prepara la revolución y se sale a otro mundo; la ciudad está a nuestros pies, indiferente, más allá del mar se ven montañas azulencas y puntiagudas, una brecha en un muro, las cimas son esquirlas de cristal que rayan el cielo. Revolución es una palabra sin sentido, como las que inventan y repiten los niños hasta que también las cosas que hay alrededor pierden el sentido igual que esa palabra. Yo por ejemplo decía pirellicinzano, debía de haberlo leído en algún anuncio. Creo que eran dos anuncios distintos, pero no importa, pirellicinzano cinzanopirelli, al cabo de un rato todo el mundo era un balbuceo sin sentido, las cosas licuadas fluctuaban, un chocolate espeso e informe. Y ahora revoluciónrevoluciónrevolución. «Bueno, amigo, vamos por buen camino. Revoluciónrevoluciónpirellicinzano, si esto se entiende la curación está cerca. Matrix revolutions, el gran cataclismo que no le acontece a nadie, los esclavos encadenados que te has deslomado para liberar no existen, avatar de avatares de nadie en un videojuego. Se acabaron los proletarios, un teclado sustituye a la clase obrera, trabajadores del mundo unios en un chip y salid de ahí a la voz de ya cuando se pulse una tecla. Aprende a ir al ritmo de los tiempos. Es fácil, porque no llevan ningún ritmo; basta no emperrarse con las marchas del progreso. Schluss con los delirios de grandeza, redimir el mundo, hacer la revolución, coger una insolación bajo el sol del porvenir. ¿Para qué salir en busca de desgracias? Ese llanto y ese rechinar de dientes, ahí fuera, es un programa como cualquier otro, no vale la pena...»
¿Para qué me pregunta nada si luego me interrumpe? Así que Blasich estaba sentado en las dependencias de la secretaría, a sus espaldas el retrato del Jefe con sus ojillos crueles sobre los bigotes bonachones. «Eetes de mirada terrible, hijo del sol que da luz a los mortales.»3 Claro, esas citas clásicas eran una de sus manías, una costumbre vanidosa. Miraba el vaho que salía de la taza de café y se limpiaba el cristal izquierdo de las gafas —sólo ése, como siempre— con el pañuelo. En el cuello, el pelo rubicundo y deslucido, casi albino, estaba empapado de sudor; las cejas, más claras, le avejentaban la cara de piel lisa, infantil. «Creo que el mejor sitio para ti son los astilleros de Fiume», decía con su voz sosegada y persuasiva de profesor; sobre su mesa había unos cuadernos, tareas de clase que se había traído del instituto para corregirlas, y El viaje de los Argonautas de Apolonio de Rodas abierto, tal vez por la página del fragmento asignado para la traducción. Era conocido por la severidad con que les exigía a sus alumnos: sin el griego, decía, no se puede entender a la humanidad que tenemos que liberar y crear. «Allí es donde van los mejores, los más cualificados, que son también los más preparados políticamente; compañeros como hay pocos, estos monfalconeses, que han visto todo lo que hay que ver en este mundo, muchos han pasado por las cárceles fascistas y por los campos de concentración de Alemania, como tú por lo demás, sin haber cedido nunca..., algunos también por España, por el Quinto Regimiento. Sí, ya lo sé, también en este caso como tú. Gente de una sola pieza, verdaderos revolucionarios...; pero no es ningún juego de niños, ni tampoco una competición noble. Al Partido no le gustan las cabezas locas, para los Oberdank aquí no hay sitio y el extremismo infantil de ciertos revolucionarios ha hecho más daño que toda la policía de los poderosos..., incluso en España, si hubiese sido por los trotskistas y los anarquistas...» Me miraba de vez en cuando involuntariamente el pie sin zapato, bajo la mesa.
«Pero es inútil repetir el abecé de nada. Todos admiramos a esa gente, a esos compañeros de Monfalcone y a todos aquellos que, junto a ellos, lo dejan todo para ir a construir el socialismo en el país más cercano, es decir, en el de nuestros vecinos.
Yugoslavia ha sido destruida por la guerra; se trata de edificar un mundo, un mundo nuevo, y los monfalconeses se emplearán a fondo para ello...; claro que la situación es compleja, el partido yugoslavo tiene sus problemas, viejos residuos ideológicos, nacionalistas... Por lo demás aquí en Trieste lo sabemos muy bien. Y el compañero Tito, ciertamente genial, a veces incluso demasiado..., y esos compañeros extraordinarios, dispuestos a sacrificarlo todo, entusiastas, y el entusiasmo es valiosísimo, pero... también está la cuestión nacional, que allí es delicada, en especial después de que Yugoslavia se ha anexionado Istria. Claro, la cuestión nacional para nosotros no existe, es un residuo burgués, pero mientras tanto, políticamente, mientras un pueblo y su clase dirigente no estén maduros, tenemos que enfrentarnos con esas posiciones, sin creer que las hemos superado cuando las tenemos aún ahí delante de nosotros, muros todavía fuertes..., sería el típico error extremista, y esos compañeros...
En resumidas cuentas, estaría bien que alguien con la cabeza en su sitio estuviera allí para ver, para referir, para cooperar y ayudar, ya se entiende, para impedir también si se da el caso y es posible, en cualquier caso para controlar... y sobre todo para informarnos, para darnos a conocer la composición interna, los grupos, las tendencias... Estaría bien que el Partido estuviera al corriente de todo. Con delicadeza, se entiende, más que nada para no ofender a esos extraordinarios compañeros..., porque si se dieran cuenta... podría no ser agradable», me había mirado con aire de satisfacción, complacido, «por lo demás a nadie se le escapa que una misión del Partido no es lo que se dice un paseo...
»Y tú eres más útil allí que aquí. Quizá el Partido haya pensado que para hacer de secretario de una federación local —importante, de acuerdo, autónoma, pero de todos modos local— basta un funcionario como yo, mientras que para una misión delicada, arriesgada..., dentro de ciertos límites, se entiende... Y así, para hablar con franqueza, como se debe hacer entre compañeros, se cierra aquel pequeño equívoco entre nosotros dos a propósito de la secretaría. ¡Oh!, ya sé que tú no aspirabas a ella, eran sólo rumores, pero también los rumores pueden ser peligrosos para el Partido; te conozco, te interesan otras cosas, más arriesgadas, como a ellos», sonrió radiante, «en el fondo eres ya uno de ellos, es lógico que vayas con ellos. Mientras yo, sentado en la oficina, me quedo esperando las disposiciones del Comité Central y corrigiendo los ejercicios de griego entre una llamada y otra..., pero si el Partido quiere... Ya te diremos cómo comunicarnos las noticias, con quién ponerte en contacto», se había levantado tendiéndome la mano. «El compañero Tavani te explicará todos los detalles. Adiós compañero.»
Así, querido Cogoi, me marché. Aquel adiós del compañero Blasich fue solemne, casi noble de improviso, afectuoso, la despedida a quien sale de escena y a quien se le pueden abrir entonces sinceramente los brazos, conmoviéndose por su marcha. Blasich ya no tendría que temer por su puesto de secretario y lo que éste podría ofrecerle. Bajé por la calle Madonnina, junto a los riachuelos de agua embarrada, llevando torpemente en la mano la edición de El viaje de los Argonautas que en el último instante me había regalado, con un insólito arranque de generosidad. «Como recuerdo...», dijo. «Aunque no sé si vas a tener tiempo..., te gustan las buenas lecturas, ¿no? Y con la traducción al lado...» Sentí que desaparecía en aquella grisura, bajo la lluvia y entre la gente; en un determinado momento me imaginé a Blasich que, desde la ventana, me veía empequeñecer y desaparecer —me parece que me estoy viendo, la espalda empapada, los hombros un poco encorvados, el paso rápido de quien sale del horizonte.