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Quinientos ochenta y siete días desde Hobart Town a Londres, el regreso de Jasón. Fui un dios para volver a traer el Alexandera Londres, después de haber fundado Hobart Town. La primera vez el Cabo de Hornos nos echó para atrás, pero la segunda lo enfilé igual que el diente de un narval agujerea las olas —los golpes de mar se abaten enormes, el cielo se estremece y se desploma como el techo de la Sala de los Caballeros en Christiansborg, pero el Alexander ha pasado ya al otro lado. Tal vez hubiera sido mejor si el Cabo de Hornos me hubiese echado para atrás una segunda vez y si me hubiese quedado en el mar. En el mar hay muchas cosas, muchas más que en tierra.
Las ballenas, por ejemplo. Con la Fanny cogimos muchas, descendiendo durante el viaje de ida hacia Cape Town —donde puse pies en polvorosa, como había hecho antes con el Surprize—, y después cogimos todavía más en Hobart Town, cuando aún no era Hobart Town. El chorro de sangre para bautizar Hobart Town lo echamos en el mar, de todas formas pronto se encargarían los galeotes de empapar la tierra con la suya. Yo no. Yo vertí la de las ballenas. La primera ballena arponeada en aquellos mares, sacrificada por Jorgen Jorgensen a los dioses de la ciudad infernal.
La caza de la ballena es un hermoso cuadro en movimiento, una lucha entre colores. La ballena emerge del mar, dorso azul negruzco, vientre blanco azulado, el chorro de agua zumba cándido y garzo hacia el cielo y se rompe en crestas de espuma, el espinazo se vuelve a zambullir, pero el arpón le acierta, flores escarlatas se abren en el mar, el agua borbollonea en un regurgitar purpúreo, el pintamonas del universo enjuaga el pincel ensangrentado en el mar y todo vuelve a estar tranquilo y azul, la ballenera regresa al puerto con el animal enganchado al flanco.
La sangre sin embargo cansa, a veces ya no puedo más. La del francés que, en la cubierta de la Preneuse, me salpicó era tanta que creía que era mía. La Preneuse la abordamos en la bahía de Algoa, durante el viaje hacia los Mares del Sur; yo estaba en el Surprize registrado con el nombre de Jan Jansen, treinta y cuatro años, en realidad tenía diecinueve. Me encontré a aquel francés frente a frente en la cubierta, de golpe, como una ballena que emerge de repente del agua. Dos ojos oscuros dilatados, el brazo que se extiende y la mano que apunta su pistola hacia mi cara, un tercer ojo negro fijo en mí —todo es muy lento, el balanceo del barco, el humo que se estanca en el aire, rostros, muecas. Mi mano enarbola el sable, el arpón ensarta la ballena. El francés mira estupefacto cómo cae su pistola a la cubierta, rueda detrás de él como un tronco de árbol y acaba contra una borda. Yo consigo saltar a tiempo al Surprize porque el capitán L’Eremite, que sabe lo que hay que hacer y no pierde la cabeza, a pesar de todos los hombres a sus órdenes que caen en torno a él, desengancha de golpe la Preneuse de nuestro flanco y se aleja a favor del viento, después de habernos impedido que le siguiéramos partiéndonos el trinquete. Más tarde, en nuestro barco, entre los hurra de los marineros que celebraban la victoria de Su Majestad, miro el ojo negro de la pistola del francés, que he recogido, escruto en aquella oscuridad. A veces, con tantos arpones y fisgas hincados encima, no es fácil conseguir volver a zambullirse.
Dejé enseguida el Surprize, igual que hice poco después con la Fanny. Algo me empujaba Abajo a la Bahía, a la Terra Australis incógnita. Fue la Lady Nelson —sesenta toneladas, seis cañones, quince hombres y una novedad del arte de navegar, las tres barcazas con quillas que se deslizan en aguas poco profundas con solo cuatro pies de calado, hechas a propósito para las barreras coralinas y los mares de bajíos no señalados todavía— la que me llevó a la desembocadura del Derwent, a aquella enorme boca del Aqueronte.
Antes sin embargo fue el Harbinger. Michael Hogan, mercader de barcos, de ballenas y hombres, me cogió como oficial de segunda sin paga, registrándome como John Johnson, Ciudad del Cabo-Port Jackson, sin pasar al sur de la Tierra de Van Diemen, sino siguiendo la ruta de Bass y Flinders, que descubrieron que ésa no era una península sino una isla y que se ganaban quinientas millas si se llegaba a Nueva Gales del Sur atravesando el estrecho al que el doctor Bass, que amaba las velas más que a sus bártulos de cirujano, dio su propio nombre. Lo vi, más tarde, desembarcar completamente satisfecho en Port Jackson, con el mapa de su estrecho impreso en Londres por Arrowsmith; lo tenía en la mano y lo arrugaba, palpando complacido el mundo que había sacado de las tinieblas.
Pasamos también nosotros por aquel estrecho. Alguien, por lo que veo, lo ha metido también en mi página web. «Los golpes de mar avanzan inmensos y negros hacia el horizonte, incluso la espuma parece negra. Una caballería pesada al ataque, gigantescos estandartes de nubes se desgarran sobre las cabezas de los caballeros, las olas enemigas se cierran en torno a la presa pero el Harbinger se cuela entre una cresta y otra, un pájaro blanco en la malla de una oscura red, haría falta bien poco, una ola tumba la vela y el petrel herido se desploma en el abismo, pero yo tenso y lasco justo lo necesario.» Ni punto de comparación con el surfing que sin ton ni son hacéis vosotros cómodamente sentados; ya quisiera yo veros entre esas olas, queridos surfístas de sillón que lo único que hacéis es mover los dedos, yo no puedo permitirme fallar una sola vez y no lo hago. «Yo tenso y lasco justo lo necesario, y el petrel atraviesa la muralla de agua que se derrumba con fragor, levanta el vuelo entre las olas esquivando al inmenso tiburón que ya tiene la boca negra abierta de par en par para atraparlo.» El barco está sobre las olas, en vilo sobre unas crestas tan afiladas como hojas de cuchillo, inclinado como un ala que roza el agua, a veces las rocas puntiagudas están tan cerca que rozan el casco para desgarrarlo. ¿Cómo regresa Argo de las aguas de la muerte, a través de las rocas fatales? «Pues no tienen escapatoria de su penoso trabajo; al contrario, impulsadas por blancas tempestades de vientos, chocan entre sí y caen, en su impulso, unas contra otras. El estruendo y la mar gruesa, que conjuntamente se producían al romper el oleaje y al embravecerse el mar, llegaban al ancho cielo...» «La garza aletea inquieta y, suspendida por sus alas, daba vueltas entre las profundas rocas», «las peñas se cierran como cortantes navajas para romper sus alas», «se despeña el ave en el abismo hirviente...». El Leviatán podría engullir el mundo pero la ola refluye de sus fauces abiertas y el barco se escabulle entre las barbas de ballena sin herirse, huye con un viraje al remolino de las aguas que vuelven a precipitarse en la garganta híspida y negra.
El capitán Black me tiene tanta admiración que me deja llevar el barco como si fuese yo el comandante. Él sí que sabe. Tres años antes, cuando los amotinados de la Lady Shore, que iba también a Nuevo Gales del Sur, lo abandonaron en el mar junto a los marineros que le fueron fieles, él llevó la chalupa hasta las Indias Occidentales. O quizá eso le sucedió al mayor Semple. Amotinarse, en el mar, parece tan inevitable como navegar. «Y tú, viejo, ¿te has amotinado alguna vez?» Podría muy bien no responder, como se hace con las cartas anónimas y con quien, en cualquier caso, se esconde, como ese pepito grillo que se divierte poniéndose una máscara mía y diciendo que es John Johnson. Digamos que he entendido..., eso es, que rebelándose se sale perdiendo y se acarrean luego desastres para todos.
Como los amotinados que vimos ahorcados en el yard arm de la Anne, cuando entramos con el Harbinger en Sidney. No, no me dejé dominar por los curas como aquellos galeotes irlandeses en Castle Hill, en la Tierra de Van Diemen, que acabaron como aves de caza para los cincuenta fusiles que mandaron en su busca.
Aquí dentro también aprendí a no fanfarronear y al cabo de poco tiempo incluso los enfermeros abandonaron los malos modos conmigo, a diferencia de lo que hacían con los demás. Incluso el electroshock es para mí algo que conozco sólo de oídas. A lo mejor ya ha pasado de moda, ocurre también con las torturas. ¿A qué viene esa música, ahora?, ¿quién es el que ha puesto ese casete?... Pero basta darle a un mando y ya no oigo la Internacional.
Es demasiado difícil ser un rebelde. Cada uno hace lo que le sale de la cabeza, Tiene razón Tito, No, tiene razón Stalin; y venga a descuartizarnos entre nosotros, mientras los otros, en cambio, compactos y unidos en buena disciplina, siempre listos para echársenos encima. El movimiento obrero va de una parte a otra como una manada desorientada, los toros no embisten a los toreros sino que se cornean entre ellos. Los rebeldes irlandeses, delante de los fusileros, vacilan, alguno avanza y ataca, otros retroceden; los soldados en cambio avanzan y disparan con orden, al cabo de un rato ya es la desbandada general y una caza al hombre, los soldados rompen filas y se lanzan a la persecución de los fugitivos, animados por sus oficiales. Es un premio justo a su comportamiento, tras la disciplina hace falta soltar un poco el freno y conceder alguna que otra satisfacción; se divierten más disparando y matando a un animal acorralado y herido que emborrachándose en la taberna y tocando a las chicas que sirven las cervezas.
Matar a los fugitivos, a los canguros, a las ballenas —a todas las ballenas, desearía el gobernador Collins, porque estorban las obras de la desembocadura del Derwent—, a las focas. En la inmensa bahía de North Cape cientos de carcasas de focas desolladas yacen en la playa; las barcas cargadas con sus pieles se van alejando de la orilla hacia el barco, los pájaros ya están royendo los animales machacados a bastonazos, incluidos los cachorrillos, cándidos algodones sucios de sangre. La oleada llega con un resuello profundo, las ballenas vienen preñadas a la desembocadura del Derwent, han viajado miles de kilómetros para ir a parir allí, como desde hace milenios; los ballenatos salen del vientre de las madres arponeadas, sangre viscosa del parto y sangre límpida de la muerte. Yo también las arponeé, era el Chief Officer de la ballenera Alexander, con el nombre de capitán Johnson; hace falta aceite, ¿no?, es más, el gobernador Collins escribió en su relación semestral a Londres que en aquellos mares fui yo quien fundó la industria ballenera.
El Leviatán tiene a la creación entre sus dientes como si fuera un trozo de carne y si todos nos hacemos corderos seremos devorados por los lobos. Pero, cuando no era necesario y nadie me miraba, arrojaba la fisga de modo que acabase en el mar y dejaba irse a alguna que otra ballena; me gustaba ver al inmenso animalote desaparecer a lo lejos, imaginarlo libre y feliz por los océanos no surcados por barco alguno. Y sobre todo me gustaba dejar escapar a las focas, cuando podía —pasábamos delante de las manadas que se regodeaban y retozaban en las playas, una ola gigantesca que fluctúa y se confunde con el golpe de mar que revienta y se retira.
Alguna foca mira melancólica; todos conocen la historia del marinero que sorprende a una foca en la noche en que se desprenden de las pieles, una hermosísima mujer desnuda del mar que él se lleva a casa y con la que contrae matrimonio en la iglesia y ella, en lugar de mirar al sacerdote y a la cruz, se vuelve continuamente atrás hacia el mar que resuena. Es una historia que se cuenta también en cada puerto; también en Dalmacia, entre la Isla Larga y las Coronadas, adonde bajábamos alguna vez con la barca de mi padre desde Lussino y San Pietro in Nembi. Una historia triste, con un final nostálgico; la mujer vuelve a encontrar años después su antigua piel, se la pone y desaparece en el mar. Sus dos niños se quedan solos, pero cuando van a jugar a la playa una foca les trae conchas maravillosas.
Una hermosa historia melancólica, pero la verdad es que los hombres, con las focas, se abandonan a actos bestiales y luego se encarnizan con los cachorrillos con la excusa de las pieles, pero el verdadero motivo es la lujuria, carne y sangre van juntas a menudo. En Port King les regalamos un par de camisas a aquellos negros que salieron del boscaje y los marineros cogieron dos mujeres y no acababan nunca, pero los negros se quedaron mirando como si no les importara nada. Luego no sé cómo sucedió, alguien tiró una lanza, otro disparó, por nada, como siempre, pero no es posible dejar de hacerlo, nosotros nos alejamos con la barca y los negros se retiraron bosque adentro. En la orilla quedó una camisa blanca ensangrentada, la huella de nuestro paso y de nuestro viaje de exploración, que confirmó el descubrimiento del doctor Bass y suministró muchos datos al conocimiento y la cartografía del estrecho que lleva su nombre.
Cuando entramos con el Harbinger en Sidney, los amotinados colgados en el mástil de la Anne que se mecía sobre las olas nos saludaron como si fueran un gran pavés izado en nuestro honor. En Sidney hay muchas cosas, carne salada de cerdo, ron y montones de noticias. Un año antes, la flota inglesa, mandada por el almirante Parker y, como segundo de a bordo, por Nelson, bombardeó Copenhague para obligar a Dinamarca a retirarse de la liga de países neutrales, manipulada por Napoleón. Mil doscientos cañones ingleses contra seiscientos veinte daneses. Los daneses, agotados, se rinden, pero Nelson se acerca el catalejo al ojo vendado, I’m damned if I see it, no ve ninguna bandera blanca. La carnicería continúa hasta las dos y luego se hace solemne y felizmente la paz. Inglaterra y Dinamarca se hermanan; no por nada yo, Jorgen Jorgensen, crecido en el Palacio Real de Copenhague, navego, después de haber desembarcado en Sidney del Harbinger, como John Johnson, no, Jan Jansen, en un barco de Su Majestad británica que se llama Lady Nelson y transporta cereal remontando el Hawkesbay River entre rocas, eucaliptos y manglares, por la prosperidad de Nueva Gales del Sur y la expansión de la potencia inglesa hasta los más remotos rincones de la tierra.
La historia es un catalejo que se ha acercado a un ojo vendado. De vez en cuando, igual que después del combate contra la Preneuse, miro en el cañón de la pistola. A lo mejor allí abajo en el fondo hay algo, la franja que en Oriule, delante de San Pietro in Nembi, separa el mar verde del azul, el umbral sutilísimo de la verdadera vida, pero I’m damned if I see it, en aquella negrura no hay nada ni a un lado ni al otro, podría incluso apretar el gatillo, a ciegas, de todas formas no hay nadie.
Llega asimismo la noticia de que en Amiens se ha firmado la paz, pero aquí abajo se continúa muriendo. Cuarenta y siete prisioneros mueren de fiebre a bordo del Royal Admirad catorce perecen ahorcados en el Hércules, pero siempre llegan otros más, Caronte le lleva bocados de carne a Cerbero. El agua borra los nombres, como el del barco que había naufragado y que encontramos en King Island; los escollos habían hundido uno de los lados, justamente en el punto en el que estaba escrito el nombre, y las olas habían desmigajado desde hacía tiempo los trozos de madera en los que estaban las letras. El barco está casi partido en dos pedazos, inclinado sobre un costado; el agua entra y sale por la escotilla según la marea; un hacha rueda arriba y abajo, choca contra una mesa volcada.
A bordo no hay más que un gato; quizás se alimenta de pájaros y huevos y por la noche vuelve a dormir al barco. Cuando nos acercamos, desapareció en la oscuridad de la bodega, durante un rato se vieron sus dos ojos, dos lumbres en la sombra, luego los carbones se apagaron. Miro en la noche como en el enorme cañón de una pistola. Oscura como esas placas que hay sobre su mesa, doctor, bajo las cuales usted ha escrito mi nombre equivocado, pero no tiene importancia, ese vacío oscuro soy yo, un cielo negro sin nada. En los ojos de aquel gato, en cambio... Cuando nos marchamos y la marea empezaba a fluir por la escotilla, lo vimos salir de un brinco, trepar a un palo torcido y ovillarse en una gavia.
Antes de llegar a Hobart Town, fuimos con la Lady Nelson por un lado y por otro, volviendo cada vez a Sidney. Cuando echamos el ancla en la desembocadura del Fitzroy River, en el margen meridional de la Gran Barrera Coralina que se extiende a lo largo del Trópico de Capricornio, Westall, el pintor, pintó los corales. Allí los corales son negros, en unas aguas increíblemente azules. Descendí bajo el agua, entre aquellas pétreas flores de tiniebla que brotan cuando ya no hay vida. El coral es un esqueleto. Nadaba entre aquellas espirales estratificadas, circunvoluciones de un gigantesco cerebro de otra especie.
No es trivial mi sugerencia al gobernador King de que nos prevengamos frente a los designios de los franceses, que aducen derechos sobre el estuario del Derwent, en la Tierra de Van Diemen, con el pretexto de que fue D’Entrecasteaux quien lo descubrió en 1792. El Géographey el Naturaliste, al mando del comodoro Baudin, merodean por estos mares con la excusa de unas exploraciones científicas, pero en realidad con la intención de preparar un asentamiento militar. Yo le sugerí al gobernador que escribiera si quería a Lord Hobart, secretario de Estado para las Colonias, pero que no esperara meses su respuesta, sino que anunciara oficialmente que el proyecto de una colonia —penitenciaria también— en la desembocadura del Derwent había sido aprobado ya y que mandara soldados y prisioneros. Así es como nos marchamos —me marché yo, fui a fundar la ciudad de mi desgracia, de la misma forma que más tarde construí el mundo que se me desplomó encima. Océano Pacífico o Adriático, qué más da, en cualquier caso siempre en el mar, inmenso sudario que me he echado a la cabeza.
La primera vez la Lady Nelson no tuvo más remedio que volver atrás a causa de una violenta tempestad, pero a la segunda le digo al capitán lo que tiene que hacer para vencer las tempestades —he sido un extraordinario marinero, lo afirmo sin falsas modestias, y he sabido vencer a menudo la furia del mar. Así es como doblegué aquellas olas y aquellos vientos misericordiosos que querían echarme atrás y llegué donde no debiera haber llegado. El 6 de septiembre de 1803, leo en mis apuntes confirmados por documentos del Almirantazgo que vienen en mis biografías, la Lady Nelson, con su carga de galeotes, echa anclas en Ralph’s Bay y el 9, por fin, en Risdon Cove, la futura Hobart Town.