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En alta mar, cuando se encuentra al Holandés Errante y se produce el inevitable naufragio, la tradición quiere que el marinero, para salvarse, se agarre al mascarón de proa. Eurídice no se da la vuelta, flota en las aguas tempestuosas mirando fijamente atónita y burlona el vacío del cielo, del mar, no al Orfeo abrazado a sus enaguas. Cuántas Eurídices, entre los mascarones de proa. El seno aflora y desaparece en el peplo y en la oscuridad; el fondo oscuro de las aguas las aguarda. Yo, agarrándome a ella, me he salvado. Hubiera querido llevarme a casa esa figura, como muchos marineros, quizá colocarla sobre mi sepulcro, aunque refunfuñasen los sacerdotes y tratasen de impedirlo, porque no les gustan esas mujeres semidesnudas en tierra consagrada. El mar ha devuelto a la orilla muchos mascarones de proa, pero no a Maria. O bien sí, la ha devuelto también a ella, pero tras un larguísimo viaje por todos los océanos, hasta la otra punta del mundo, hasta aquí abajo, doctor, un viaje que corroe y consume día tras día, y cuando se llega se está ya para el arrastre.
También en Islandia seis meses al año es de noche y el mar está oscuro. Cuando Sir Joseph volvió a hablarme de Islandia —estaba todavía arrestado bajo juramento en el Spread Eagle Inn, tras el asunto del Admiral Juhl—, demostré estar informado. Soy danés, después de todo, aquella isla que iba a regalarle era nuestra. Poco después le escribí también un informe sobre cómo mejorar las condiciones de los islandeses, sugiriéndole la anexión de Islandia por parte de Inglaterra. Para proteger a los islandeses —que, lo afirmo con toda seguridad, no desean otra cosa que convertirse en súbditos de Inglaterra, pero no se atreven a manifestarlo por miedo a los daneses— será oportuno fingir que se impone la anexión por la fuerza. Pero se tratará en cambio, en realidad, de una libre y entusiasta elección del pueblo, como para Checoslovaquia en el 48. E Islandia, además, será una magnífica base para el tráfico marítimo, un valioso punto de apoyo contra el bloqueo napoleónico.
Me asocio enseguida con Savignac y Phelps, dos mercantes que se unen a la expedición islandesa, armando la Clarence, con una carga asegurada en mil guineas y el proyecto de vender alimentos a los hambrientos islandeses y adquirir a bajo precio ingentes cantidades de sebo, para revender luego con provecho. En la biblioteca de la Royal Society encontré algunas cosas nórdicas, lo necesario para refrescarme la memoria; hasta cuando le describí a Sir Joseph el palacio de Chistiansborg en llamas recité las palabras escritas por un poeta. Es lógico, las recordaba mejor que lo que había visto, ya sea porque las acababa de leer, ya porque por regla general recuerdo mejor las palabras que las cosas, es más, recuerdo sólo las palabras, pero éstas estupendamente, aun cuando ya no recuerde lo que quieren decir.