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¿Si me gusta pasear por esta isla? Cómo no me va a gustar y, es más, estoy agradecido por esta libertad de la que disfruto. No todos, aquí, tienen el mismo privilegio. En aquella habitación, por ejemplo, al fondo del pasillo de esa otra sección, una vez abrí la puerta y eché un vistazo, luego enseguida llegó alguien —esas camas con correas, entiendo, es gente que está mal, es normal no dejarles ir de paseo por la isla, hay matojos, piedras, uno puede caerse y hacerse una herida. Claro que me he dado cuenta de que estamos en una isla. Tranquilos, no se lo diré a los demás para no ponerles nerviosos, me he dado cuenta de que se les tiene a oscuras sobre ello porque si no se impresionan —les produce siempre impresión estar en una isla, se sienten fuera del mundo, aunque el brazo de mar sea tan pequeño. A mí en cambio me gusta estar en esta parte, más allá del mar, es como en la escuela cuando nos llevaban de colonias durante el verano. Aquí al menos puedo jugar a mi modo, con mis viejos papeles, como si no hubieran caducado; el viejo estudio del teatro todavía no ha sido desmontado y al menos no se me compadece como a un viejo nostálgico, se me toma en serio. En aquella otra parte, en cambio, allí fuera, ahora ya les importa un rábano...

La reconocí enseguida, a mi Isla de los Muertos, aunque hubiera pasado tanto tiempo. Habéis cambiado un poco el interior de los barracones y también la iglesia, y habéis borrado las inscripciones de las lápidas con el cincel para que no les entre melancolía a vuestros huéspedes; reconozco esas piedras, las habéis arrancado de la tierra y amontonado allí al fondo, pero me acuerdo de cuando se erguían modestas pero austeras sobre las tumbas. Muchas las había mandado poner yo; dictaba también las inscripciones y los epitafios para aquellos compañeros de desventura más desventurados que yo, ellos allí abajo y yo paseando encima de ellos, aunque fuera meditando sobre su destino y sobre las palabras con las que recordarles breve y dignamente. Me daban también dos chelines por cada lápida y presidiarios, en Port Arthur, morían cada vez más, habida cuenta de que también llegaban cada vez más.

Cuando llegué por primera vez a esta Isla de los Muertos ya había tumbas, pero no todavía piedras funerarias para los presidiarios. El reverendo John Alien Mantón había sepultado al primer galeote, John Hanck, y a otros tras él, sólo bajo un túmulo de tierra.

Vale con que las horas y la intemperie borren las huellas de los hombres, pero un poco de decoro es necesario. Incluso un presidiario tiene derecho a una piedra funeraria —de todas formas, tampoco ésta durará mucho, pero las buenas maneras hay que mantenerlas, incluso con los muertos. También aquí dentro, doctor, se mantienen las buenas maneras, fuerza es admitirlo. A todos estos reclusos nuestros, a nosotros en resumidas cuentas, se tiene la delicadeza de no decirles nunca cara a cara la verdad, que estamos muertos; es más, se hace lo posible para que ni siquiera nos demos cuenta de que estamos ya en el cementerio, de que estamos paseando —cuando nos está permitido pasear— sobre nuestras propias tumbas. Precisamente como cuando, al salir de aquella librería de viejo, donde había comprado mi autobiografía y un par de biografías mías, fui a estirar las piernas sobre mi tumba del parque público de St. David, que dista poco de la ría. Sí, está por algún sitio allí debajo, donde en tiempos se hallaba el antiguo cementerio de la ciudad. Al menos eso es lo que creo...; qué es lo que pasó luego, dónde me volvieron a encontrar, qué es lo que hicieron con aquel diploide, con aquel núcleo, con todos esos cromosomas, cuarenta y cinco, me parece, no cuarenta y seis, no lo sé, pero... Una hermosa tumba, el parque público. Niños que juegan, ancianos en los bancos. La tierra, inmenso cementerio. Tendrían que dejarnos en paz, un poco de respeto por los muertos, y en cambio...

Me siento en un banco, contemplo la ría; tal vez estoy aquí abajo, o un poco más allá, no importa, me pongo a leer mi autobiografía. Escribí la lápida también para mí —un poco más larga, pero ya se comprenderá, un mínimo de amor propio es inevitable. Había dispuesto asimismo —de acuerdo con el reverendo Mantón y con la cooperativa de picapedreros que había montado, todos ellos presidiarios en semilibertad como yo— que las tumbas y las lápidas estuvieran situadas de forma no alineada, en fila, sino más bien cada una por su lado, a voleo, como el boscaje. Los de ahí abajo han marchado en fila ya demasiado, en su vida. Jack Mulligan, la gloria de los cielos aguarda a quien ha conocido las tinieblas en la tierra. Timothy Bones, he pecado más de lo que sabe el mismísimo juez de Su Majestad que me ha mandado aquí abajo, pero otro juez ve que en mi vida no todo han sido bajezas, † 18 junio 1838. Sarah Eliza Smith, muerta a los cuatro años, dulce pimpollo que florecerá en el cielo.

En el reverso de la estela funeraria se podría escribir, con concisión pero diciendo todo lo esencial, la historia del difunto. Las lápidas son novelas concentradas. O mejor, las novelas son lápidas dilatadas; un verbo —navegó— que se convierte en una crónica minuciosa de tempestades, bonanzas, abordajes, motines. Mi autobiografía es una de esas lápidas dilatadas. Por eso se le perdonará si contiene alguna que otra indulgente exageración de mis hazañas y si pasa por encima alguna debilidad. De mortuis nihil nisi bene. También de los condenados a vida.

¿O bien a la vida? Pero esta condena fue proclamada mucho antes y de nada sirve llevar la contraria a los tribunales de Su Majestad, como hacen los filántropos, porque allí acaba su jurisdicción. Podrían, en teoría, cesar de emitir condenas a muerte —no sé si sería para bien, con tanto canalla suelto—, pero no pueden suspender las condenas a la vida. A mí, por ejemplo, ¿quién es el que me sacó de ahí abajo?, ¿quién robó aquel núcleo?, ¿quién me ha hecho volver a esta isla austral incógnita que es el mundo, a este Lager?

Durante algún tiempo dejé de pensar en ello, lo había olvidado. Me pasaba los ratos tranquilo trabajando en mi puestecito de la Tasmanian Hydro Electric Commission, a veces me parecía sentir sobre mí la mirada de Maria, pero como la de la bruja sobre Hánsel y Gretel cuando los engorda para su pringosa comida, y entonces, con una punzada en el corazón, me acordaba un momento de Fiume y de cuando Maria era en cambio Gretel que me daba la mano y yo cogiendo aquella mano ya no tenía miedo de ninguna bruja, pero era sólo un momento, luego se me pasaba. Y bajaba la cabeza, trabajaba, bebía un poco más de lo necesario, esperaba que llegara la hora de irme a dormir. No me hubierais echado nunca el guante ni traído aquí dentro si no hubiese sido por aquella vez que vino Luttmann...

A ciegas
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