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Perdone usted, doctor Ulcigrai, esta vez la culpa es mía, me he dejado llevar por los recuerdos más apasionados y me he hecho un lío. Esa historia de Marie viene después, como quizá usted ya haya comprendido. Pero espero que sepa ser indulgente si me he dejado dominar por los recuerdos amorosos y he hablado de ellos antes del momento adecuado, el corazón no obedece órdenes. Así es como —para reanudar el relato— el 14 de noviembre de 1804 el Alexander zarpó de Hobart Town. En Sidney oímos las últimas noticias que llegaban de Europa. Napoleón se proclamó emperador y mandó fusilar al duque de Enghien. La indignación me hizo olvidar la matanza de negros de Hobart Town. Aquella infamia me impresionó tanto que, años después, en la bodega del Bahama, el barco-prisión del Támesis en el que me habían encerrado durante un par de semanas tras la cuestión islandesa, escribí una tragedia, Enghien y Adelaida, de la que habla más de uno de mis biógrafos. Lea un poco aquí..., dese cuenta qué final. La purísima Adelaida, al exhalar el último suspiro, dice solamente: «¿Puedo?» Se entiende que no, que nadie puede nada. «Por fin empezamos a razonar. Me agrada ese odio hacia el usurpador corso, hacia quien cree que puede rehacer la realidad y la historia a su antojo, cambiar a los hombres. Se cree poder enderezar las patas a los perros y se termina por cortar cabezas...» Tal vez también la mía, por eso refunfuño y hablo por los codos —dicen que las cabezas guillotinadas farfullan aún durante algún instante, ¡ah, ese instante dilatado!, alguien ha detenido en el cine el proyector y sólo se ve una boca abierta, sangre saliva ahogo palabras, lava coagulada... Vaya, se ha desbloqueado. Pero qué tipo de bromas...
En North Island, Nueva Zelanda, donde nos detuvimos con el Alexander, algunos maoríes suben a bordo, se bambolean como si estuvieran mareados, tal vez sea su forma de hacer reverencias. Dos de ellos, Marquis y Teinah, quieren ir a Inglaterra y yo estoy de acuerdo enseguida; me rondaba por la cabeza un plan de expansión comercial por los Mares del Sur y pensé que los dos podrían serme bastante útiles.
Decidí volver a Inglaterra, poniendo rumbo directamente hacia el Cabo de Hornos, para evitar a los españoles, y después volver a subir hacia Río de Janeiro. Navegamos con los Rugientes Cuarenta, luego con los Cincuenta, luego cuatro días de vientos tremebundos y tempestades nos desviaron mil millas de nuestra ruta. Sí, mil, no sé a qué viene esa cara. ¿Por qué esa conjura de no querer creerme nunca, de acusarme de embustero, de desviacionista, de traidor? Sé que me han sucedido demasiadas cosas para que parezcan verdad, pero la culpa no es mía, yo habría sido el primero en alegrarme si la carga hubiera sido más ligera. Con aquellas mil millas de más las provisiones no eran suficientes para el viaje previsto y decidí hacer una parada en Otaheiti, para reparar el barco y aprovisionarme de vituallas y de agua. Cuando entramos en Matavai Bay, lo primero que vi fue el armazón de la Harbinger encallado en la playa. En el costado inclinado hacia arriba todavía se podía leer, bajo el nuevo nombre con el que había emprendido su último viaje, Norfolk, el original. Cambiar de nombre a un barco, dicen los marineros, trae mala suerte.