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El cielo, si se mira hacia arriba, es cárdeno, pero se difumina en un azul celeste a medida que se acerca al horizonte. ¿Hacia arriba desde dónde? Bueno, no se puede pretender que el tal Brarnsen fuera un científico, ya es mucho que supiera describir bien los colores de aquel viaje suyo en globo. Pero también en Berlín el globo aerostático, al que el príncipe Pückler-Muskau me invitó amablemente a subir, se alza raudo en el añil, la gente y los tilos se hacen cada vez más pequeños, el río Sprea enseguida es sólo una leve cinta y los ruidos y los gritos que nos despiden se amortiguan en un zumbido que es ya el murmullo del viento.
Aquel azul cegador te engullía como un remolino. Las nubes, encima de nosotros —durante un rato todavía hay un arriba y un abajo, pero luego...—, casi se habían cerrado por completo; quedaba un pequeño boquete del que irrumpía con violencia la luz, disco luminoso que parecía negro a una mirada deslumbrada —la boca de un cañón, un ojo vendado. Luego ese ojo desaparecía, las nubes se desgarraban en un mar herrumbroso y movido.
El príncipe había sido muy amable al invitarme a aquel viaje en su globo cautivo, junto al señor Reichhard, insigne científico de Berlín. Así veía desde lo alto la ciudad adonde me había trasladado después de Waterloo para recabar informaciones que el Foreign Office, tan desconfiado como siempre, no utilizó luego por torpeza. El globo atravesaba las nubes, se zambullía de vez en cuando en una espuma de aire negro, estratos de nácar se deshilachaban, filamentos verdes y rosas desaparecían en el aire.
La aurora boreal en Islandia..., blancura de nieve, tenue seno de la noche. De pronto ya no había ni niebla ni nubes, sólo una leve fluctuación lechosa y luego el cielo vacío —el globo se mecía en aquel azul deslumbrante y purpúreo, el horizonte se alzaba y retrocedía, huían las nubes que teníamos a nuestros pies—, placas de hielo, blancas lápidas, fugaces ángeles funerarios sobre un ilimitado cementerio.
Con aquellos tumbos que daba el globo el champán que había descorchado el príncipe salpicaba fuera por la borda, un aguanieve de burbujas doradas se evaporaba en el polvillo del aire enrarecido y helado —lea aquí, doctor, mire lo bien que lo dice el príncipe, era tal como lo describe, lo puedo confirmar yo que estaba allí arriba, usted ha sido muy amable al prestarme este viejo libro escrito en hermosos caracteres góticos que parecen haber salido de alguna biblioteca familiar triestina, a lo mejor piensa usted que así acabaré por creer que estoy en Trieste, como usted quiere. De todas formas aquel champán lo tiramos al vacío más que beberlo. El fluido ígneo, explicaba entretanto el señor Reichhard tomando sus medidas con un eudiòmetro, se opone a la atracción que se produce entre las partículas últimas de la materia y, cuando prevalece, los sólidos se volatilizan como pompas de jabón, como gotas de champán, el universo es un gas hilarante. Una risa continua, aquí arriba, los elementos se divierten liberándose de sus vínculos recíprocos, se separan y divorcian en una boba alegría; el espacio cósmico es un festín de esnifadas.
¿No se cree que yo haya estado allí arriba? Nosotros sabemos a la perfección cómo han ido las cosas, una continua caída, un continuo precipitarse, quizá ni siquiera eso, tan sólo permanecer en tierra y romperse igualmente la crisma.
Con la Mir no se podía acabar peor, aquel naufragio en el descenso... Más abajo que aquello es imposible, ni siquiera Abajo en la Bahía... Trescientos días de oscuridad en el espacio, con todos esos cohetes y esos..., cómo se llaman, misiles vectores, gracias, que ponen la nave en órbita... Muy amable, doctor o quienquiera que usted o tú seas, que te preocupas tanto por mí y haces que me encuentre tantas cosas hermosas, como regalos en la cama el día de San Nicolás. Caridad un poco interesada; sin embargo quitas el envoltorio, abres la caja y te encuentras con el carbón para los niños malos... Con este cedé sobre el viaje en el espacio del compañero Krikalev a bordo de la astronave Mir, ¿quieres darme a entender lo breve que era la distancia que existía entre la Unión Soviética y la nada?
Después de muchos días la astronave aterriza sobre el sol del porvenir colapsado, el mundo se precipita en un agujero negro, pero yo antes subía, subía... «Qué aire más puro.» El príncipe se agarraba a las cuerdas con aire de despreocupación. «Si se piensa que allí abajo el gran cadáver se está pudriendo desde hace milenios, que exhala sus miasmas mefíticos... —no en vano sólo un quinto del aire es respirable y me maravillo de que se llegue a tanto—... y que aquí arriba no huele a nada, no hay ningún tufo de nada... Dentro de poco estaremos a 12.000 pies, podríamos hacer como aquel buen patriota jacobino, que para celebrar la proclamación de la Constitución subió a un globo en los Champs Elysées y allí arriba se puso a recitar en voz alta la declaración de los Derechos del Hombre, con la seguridad de que el Eterno estaba escuchándole, y luego, al descender, comenzó a echar copias de la Constitución sobre las cabezas de la gente... Eso me parece ya más interesante y el señor Reichhard podría calcular, considerando el peso de cada librito, la aceleración de su movimiento durante la caída y el espesor de la caja craneal, a qué altura hay que encontrarse para mandar al otro mundo a los Ciudadanos que reciben la Constitución en el coco.» ¿Lo ha entendido bien, compañero Serguéi? Los compañeros, entre otras cosas, han pasado ya de moda, más que los príncipes...
Señores, ¿creéis haber vencido sólo porque nosotros por ahora hemos perdido? La Mir navega en el espacio vacío, yo estoy parado, usted avanza, tal vez retrocede, salí de la patria de los trabajadores el 18 de mayo de 1991, bandera roja la hoz y el martillo la Internacional en todos los altavoces acallada al poco por el fragor del lanzamiento... Dejo atrás las constelaciones, incluso Argo procede lenta en el cielo, donde la han acogido los dioses. En la manga izquierda de mi mono de astronauta hay cosida una pequeña bandera roja, una franja del vellocino. Esas gracietas de nobletes parásitos no me impresionan. Sea como sea, acciono una palanca en mi cabina de mando de la astronave y disparo en el espacio octavillas más ligeras que el aire que no existe, tiras alargadas con una sola frase: Proletarios de todo el universo unios.
Claro que hasta en ese vacío cósmico hay proletarios. El big bang, la entropía, el movimiento de los astros y la luz de las estrellas son una inmensa tiranía, una potencia absoluta que aplasta con toda seguridad a alguien, poco importa la cara, la forma o la naturaleza que tengan los oprimidos. Tal vez los trituran en ese polvo cósmico zarandeado aquí y allí en la nada. La antimateria, la masa oscura del universo que no se ve... Proletarios de todo el universo unios. Las pancartas ondean en la oscuridad, serpentinas de carnaval, el compañero Serguéi Krikalev os saluda, el puño cerrado en la negrura de la noche, arrojo esas palabras a la noche. Un polvillo luminoso, gotas de la Vía Láctea, perlas de champán espumean y se evaporan, noche de fiesta. Mir, paz, paz y gloria en la tierra y en el cielo para los compañeros de buena voluntad, esa estrella roja en el horizonte cósmico indica el camino y...
«¡Pero mirad, allí, mirad!» El globo había vuelto a descender, se encontraba un poco más abajo de una alborotada y escarpada montaña de nubes, que se desmoronaba en el viento. El gigantesco globo que había aparecido de repente en su cima ondeaba sobre espumas que se desflecaban lentamente, las tres enormes siluetas estaban rodeadas por un arco iris. Levanto lentamente un brazo con el puño cerrado y uno de los de allí arriba levanta el suyo, apretando el puño hasta tocar el arco iris.
Medir las cosas, los juegos y los efectos de luz, estudiar las leyes de la refracción, no dejarse engañar por la arena que desde lejos, en el desierto, parece un oasis de agua, ni por una cara que esconde los procesos de su desintegración. El cielo es azul y ese azul no existe, porque quien cae dentro de él está rodeado por un vacío incoloro. Uno hace aspavientos y no para de moverse, como esa figura de allí arriba, el ángulo de los rayos se desplaza medio grado y se acaba ese movimiento, ya no hay nadie, solamente el bostezo del cielo vacío. El cielo tiene sueño, es decrépito; los vientos y las lluvias le vuelven a maquillar una y otra vez, pero las nubes retornan enseguida para marcarle las arrugas y las bolsas de los ojos y de noche se ve incluso el exantema que le produce ronchas en la piel. Me quito el sombrero y me saludo, homenajes al rey en ese trono de nubes y nieve —que Dios se ría sarcásticamente lo que quiera, cuando oiga decir que los cielos dicen su gloria.
Mientras estaba —estoy, esté— aquí arriba-aquí abajo en la Mir, la Unión Soviética dejó de existir, la bandera roja fue arriada en el Kremlin y ya sólo existe en la manga izquierda de mi mono espacial. La Mir sigue su órbita ahora verdaderamente en el vacío... Proletarios de todo el mundo rompan filas. Desde hace tres meses el Partido, medida de todas las cosas, y la patria de los trabajadores sólo existen en la Mir, en esta nave que navega en los espacios infinitos, y en el espacio finito de mi cabeza, la cabeza de Serguéi Krikalev, último y único ciudadano de la URSS. Por consiguiente soy el Todo, el Partido, el Estado, hundidos en la oscuridad de mi papilla cerebral, lodo primordial en fermento, aguas fecundadas por los genitales de la revolución que allí arriba se ha castrado con su propia hoz. Desciendo a duras penas allí abajo, al mar oscuro y denso, pero mis brazos cortan la maraña de las algas, brazos todavía fuertes y jóvenes, aquí el tiempo transcurre lento y espeso como esas algas aceitosas. La Mir desciende, regresa a la tierra, pero la tierra ya no existe, mientras daba vueltas alrededor de ella ha desaparecido. Aquí arriba se sigue siendo joven, la revolución todavía es el alba de todos esos soles del porvenir que hay a la redonda, en la tierra en cambio quién sabe la de arrugas que habrá en las caras de los compañeros, de los hermanos, junto a los que crecimos...
Pero que usted envejezca antes o después que yo, doctor, me trae sin cuidado. Yo no soy su hermano. Y mucho menos gemelo, ese opúsculo la tiene tomada con los gemelos, pero no entiendo qué tienen que ver ni por qué uno de ellos tenga que envejecer antes. Tal vez permanecer en tierra, vivir, en resumidas cuentas, consume más..., quién sabe entonces los compañeros... Los veré pronto, desciendo, estoy llegando. También la tarde declina y el globo aún más rápido, como si quisiera escapar del incendio que deflagra en el cielo; el descenso se hace demasiado rápido, hay que librarse del lastre y nos ponemos a tirar por la borda de la nave todo lo que encontramos, hasta dos faisanes asados y algunas botellas, tal vez hasta..., no, yo sigo, aquí estoy. El globo cae en la tarde en llamas, un globo de cristal se pone al rojo vivo y se desploma en la Sala de los Caballeros.
La tierra está cerca, ya las ramas de los árboles agarran como si fueran ganchos el globo que se enreda entre sus frondas, revoloteo de la hembra del urogallo. El señor Reichhard trajina con las cuerdas y las válvulas, nosotros empezamos a apartar las ramas para bajar, la pensión Zum Einsiedler tiene que estar por aquí, pero no la veo, no la encuentro, ya no hay nada. ¿Dónde están las banderas rojas, la hoz y el martillo?, ¿quién ha robado el vellocino de oro? Un trozo de periódico zarandeado aquí y allí por el viento sólo dice que la Unión Soviética, la de Stalingrado, desapareció el 31 de diciembre de 1991, fuera de un plumazo, apagado el sol del porvenir como una velita en una tarta de Nochevieja. Doy unos pasos inciertos en la base espacial abandonada, este mono con la bandera roja en el brazo me parece el traje que me ponía en aquellas representaciones teatrales de la parroquia de Hobart Town, que dirigía el padre Callaghan. De un barracón se asoman dos o tres viejos apergaminados, me parece reconocerlos, tienen que ser los encargados de la rampa de lanzamiento, pero ahora parecen dos momias... Me siento cansado, me duelen los huesos y los músculos después de dar sólo unos pocos pasos en esta explanada desierta; estoy envejeciendo de repente yo también, como es debido, ahora que ya estoy de vuelta aquí abajo. Lo único que no puede envejecer es la sonrisa de Maria, margarita al amanecer. Será porque ella se aleja cada vez más rápida de estas ruinas...