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Yo también echo mano del purgante, pero Rodmell no conoce otra cosa. Cuando, pasado el Trópico de Cáncer, estalla entre los galeotes una epidemia de fiebre cerebral, no sabe hacer nada más que redoblar la dosis, diez, veinte, treinta píldoras. Cuatro de ellos mueren igualmente y poco antes de morir les da tiempo incluso a enloquecer; uno coge una lámpara, quiere encenderla y echarse al agua oscura que ve irrumpir por todas partes, grita que quiere ver las tinieblas que están a punto de tragárselo. Rodmell en cambio tiene la suerte de quedarse seco casi de golpe por la mañana temprano; se cae de la silla, empieza a jadear un poco en el suelo y muere. Me acuerdo de las pócimas y los emplastos del doctor Rox, el médico de la cárcel de Newgate, y unos días más tarde la epidemia cesa sin causar más víctimas. Paso del comedor de los suboficiales al de los oficiales.