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Bueno, vale, para el Colonist escribía también los sobres, sólo los sobres, aquí abajo cada uno se las apaña como puede. Por suerte el doctor Ross se fijó en mí y me encargó que escribiera mi autobiografía para el Hobart Town Almanack, de forma que pudiera corregir aquella biografía mía apócrifa publicada en una edición fraudulenta de la Religión of Christ, que me trajo aparejados un sinfín de problemas y de acusaciones de impiedad, restableciendo de ese modo la verdad. Me puse enseguida manos a la obra. Se está tan bien con la pluma en la mano, incluso sin escribir ni nada. El Waterloo Inn está mal iluminado, lo justo para ver el papel y leer las palabras. En torno el mundo se desenfoca, Norah bebe y chapurrea alguna ordinariez, entra y sale de la taberna, de las otras mesas llega alguna palabra vulgar que se pierde en el tufo estancado, yo también bebo, bebo y escribo, ya no sé muy bien quién es el que está borracho y quién no, si Norah está volviendo de su enésimo arresto o preparándose para la prevención; una vez estuvo fuera un par de meses, me parece, es agradable ignorar las cosas, dejarlas deslizarse como gotas de lluvia sobre el chaquetón. Y todo gracias a una pluma y a un poco de papel, en el que se reordena la vida. Os agradezco que me deis aquí también papel y lápiz. Esa pantalla no me basta. He aprendido a manejarla un poco, ya que insistíais, pero... Me va mejor la grabadora, ésa va por su cuenta, ni siquiera me percato de si está o no enchufada. Pero lo mejor de todo es el papel.
Cuántas cosas que decir, cuántas que omitir, aunque no sea más que porque el número de páginas que tengo a disposición es limitado. Enumero muchos errores —como el vicio del juego— porque el objeto es exponer los grandes errores de mi vida de forma que se pueda sacar luego de ellos una lección moral. Para que esa lección sea clara, hace falta poner un poco de orden en la maraña de los acontecimientos... Así que desplazo y cambio los datos y las fechas de algunos hechos, para que resulten más coherentes; también digo que me marché de Islandia por mi voluntad y que estuve entre quienes atravesaron por primera vez el estrecho de Brass, con la Lady Nelson. Salen perdiendo todos aquellos que me han denigrado, traicionado, denunciado. Sale perdiendo el Partido o sea yo mismo y transcribo la frase que oí en algún sitio: la vida de ese hombre constituiría una novela perfecta, si se escribiera con la más atenta fidelidad a la verdad. Me han llamado jugador, ladrón, espía, miserable, presidiario y cosas peores, incluso pirata. Nada grave.
Con la pluma en la mano, soy la Historia, el Partido; no puedo quejarme de mis desgracias y hacerme la víctima, sino que tengo que ser lealmente partidario de la realidad que, sin papel ni pluma, no consigo en cambio ver. Me parece apropiado, es más, un verdadero deber, celebrar los méritos de Sir George Arthur, que deja la colonia al final de su mandato, y defender el establecimiento penitenciario que lleva su nombre de las calumnias escritas en Inglaterra y de los libros tendenciosos y mal informados de los filántropos. Los calabozos, las docenas de azotes con el látigo de nueve tiras, el electroshock... De todo este asunto, compañero, no se sabrá nunca nada. Norah entra, borracha perdida, se burla de mí llamándome Su Majestad entre las carcajadas de los demás borrachos, me levanto, ella me arrebata los folios, yo se los vuelvo a coger y escapo, ella me persigue blandiendo una estaca. La autobiografía sale en 1838, pero algún folio se ha extraviado por el camino, y quién sabe dónde ha ido a parar, mientras ella corría detrás de mí hecha una furia...