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No sé cómo consiguieron cogerme, los alemanes, en el monte Nevoso, en Leskova Dolina, adonde me había llevado un compañero de la Brigada Tomsic después de la batalla de Masun, cuando me caí y me quedé rezagado, herido levemente. Yo era Strijéla entonces, el comandante Strijéla de un grupo de ex soldados italianos de la División Bérgamo que tras el 8 de septiembre yo había ayudado a organizarse en una formación partisana que en Istria, adonde nos habíamos trasladado, operaba en contacto con el batallón Budicin de Rovigno. Ya no me llamaba Nevera, sino Strijéla —me había parecido adecuado, en aquellos días de guerra fraterna contra nazis y fascistas, llevar un nombre eslavo. Por lo demás me venía bien, me llamo más Cipiko que Cippico. Trst je nas, escribían en las paredes, Zivot damo Trst ne damo, No es Tito el que quiere Istria, es Istria la que quiere a Tito. Bobadas, les decía a los compañeros, no es verdad pero tampoco tiene importancia, si los proletarios del mundo se unen ya no hay fronteras que valgan e Istria no es ni italiana ni yugoslava sino internacional, futura humanidad internacional.
Claro que es raro que los alemanes y los domobrancos, esos eslovenos aliados de los ocupantes nazis, y los camisas negras que estaban con ellos —torturadores que venían de Arbe, de ese Lager que el general Roatta había levantado cerca de la bahía, donde mataron a tantos judíos y a tantos eslavos, niños incluidos— hubieran podido llegar a saber dónde estaba aquel escondite de Leskova Dolina, casi invisible en el bosque. Alguien tiene que haberles señalado aquel sitio, pero no puedo creer que haya sido un compañero que tal vez algunos días antes había izado junto a mí la bandera roja en alguna aldea eslovena apenas liberada. ¿Ha ido usted alguna vez a una de esas aldeas? Si se le presenta la ocasión de volver a Europa, por nuestra tierra, vaya a esos pueblos. No hay uno solo sin su estela con la estrella roja y los nombres de los exterminados por los nazifascistas; muchos nombres, decenas de nombres en pueblos de doscientos o trescientos habitantes, es como si en Roma hubieran matado a cientos de miles.