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Creo que fue Sir Joseph Banks, el ilustre científico y explorador, Presidente de la Royal Society, quien me envió —poco después de nuestra llegada a Londres— a Copenhague, para aquella misión de la que nacieron luego todas esas acusaciones de traición que me llovieron encima, espía inglés para los daneses, desertor pasado al enemigo para los ingleses. Son cosas que ocurren, cuando te envían a una misión; a lo mejor es hasta verdad, ya que... ¿Quién es, ahora? «Hasta los que el Partido enviaba a Rusia, por ejemplo, se convertían fácilmente en desviacionistas, acaso hasta en espías fascistas, como Gianni Vatta, Vattovaz, que mantenía contacto con el partido yugoslavo y había bregado tanto para poner de acuerdo a los compañeros serbios con los compañeros croatas y luego, cuando fue a Moscú a contarlo e insistió para que no se subestimase el problema nacional de algunos partidos hermanos, salió a relucir que hacía el doble juego y desapareció para siempre en Siberia.» En cualquier caso, puede ocurrir que uno se equivoque, como cuando en el Jarama disparamos a un grupo de los nuestros, porque no sabíamos que habíamos ocupado ya aquella colina y creimos que allí estaban todavía los franquistas. También el Partido, alguna vez...
En Copenhague, de todas formas, no traicioné a nadie. Sí, me recibió el primer ministro, el conde Schimmelmann, presenté un grandioso proyecto mercantil danés en los Mares del Sur y pedí que pusieran a mi disposición una flota para ir a Otaheiti. Pero pensaba en una Dinamarca aliada de Inglaterra, por el bien de ambas y por lo tanto sin el menor incumplimiento respecto a Sir Joseph y su encargo, hasta el punto de que, como consta en por lo menos dos biografías —señores de la Corte, hago entrega de ellas como pruebas de la defensa—, le mandé, a través del capitán Durban que iba con el Atrea a Londres, un memorial reservado. Llegué incluso a defender abiertamente, discutiendo con Harbo, el chambelán, la necesidad, en aquel momento, de un bloqueo naval inglés contra Dinamarca. «¡Ah!, hay ocasiones en que hace falta defender necesidades desagradables, como no tuvimos más remedio que hacer con el pacto Molotov-Ribbentrop, por ejemplo, ¿no es así? Triste, o peor, una cerdada, pero inevitable.» Todo, mi querido amigo, después, es inevitable. Incluso el duelo con el chambelán Harbo, cuando me acusó de traidor. A pistola, a diez pasos. Tengo una curiosa euforia, me siento ligero, como cuando se ha bebido mucho pero no realmente demasiado; la muerte y su posibilidad aletean, pero como un leve zumbido. Me dejo ir con las cosas, que saben cómo ir, y con el cuerpo, que sabe lo que hacer. Veo la cara grande y encendida del chambelán, la tensión en los morros, la mirada al acecho. Quién sabe cómo será el gesto de mi boca, pienso, mientras apunto; trato de entenderlo moviendo los labios y poniéndolos uno sobre el otro un par de veces, disparo. El chambelán, herido en un brazo, deja caer la pistola; al cabo de un rato todo ha terminado, me impresiona mucho más la noticia de que el capitán Durban, en lugar de ir a Londres, ha huido a Góteborg con mi manuscrito reservado. Decidme dónde está mi traición.
¿Por qué he tenido que defenderme continuamente de la acusación de traición? Por qué ese legado inmutable, yo traidor, enemigo del pueblo, espía danés, inglés, del Cominform, de Occidente... Cuando, poco más tarde —Dinamarca, aliada de Napoleón, había declarado la guerra a Inglaterra—, acepté mandar el Admiral JuhL, un bergantín de 170 toneladas y 28 cañones, para realizar acciones de acoso contra la flota inglesa, lo hice, como declaré en Londres después de haber sido hecho prisionero, con la intención de entregar el barco a la Marina de Su Majestad.
¿Cómo? Claro que capturamos en el Kattegat barcos ingleses y que nos defendimos cuando la Sappho nos puso en dificultades, pero tuve que hacerlo, por mis marineros y también por mi familia, para que no tuviera problemas en Copenhague. Por eso, durante el interrogatorio en Londres, tras haber sido hecho prisionero, rogué que enviaran a Copenhague la London Gazette —del 5 de marzo de 1808, exacto— en la que venía la noticia del combate, nuestra empedernida resistencia, y se describía el orgullo con el que, en el puente de la Sappho, enfundado en mi elegante uniforme azul, me despojé de mi sable y lo entregué al capitán George Langford.
Una hermosa ceremonia, de todas formas. Volviendo a pensar en todas esas cosas, mientras las releo, incluso las más tremendas se vuelven ligeras como pompas de jabón, luego en cambio debe de haber ocurrido algo, la Historia me ha marcado con su cuchillo y me encuentro lleno de cicatrices que escuecen. Soy el lío que queda después, el dinosaurio de cartón piedra, la memoria vuelta a conectar pero deteriorada —ya se entiende, estamos todavía en una fase artesanal imperfecta, a un precursor chapucero le cuesta poco concebir a alguien nacido demasiado tarde...