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Viaje de lujo, un verdadero crucero. Me dan risa los que se quejan de lo viejos que son esos barcos, del tufo de las cabinas, del calor, la suciedad y el rancho insulso. Para quien venía del Lager, un trato señorial. Barcos de Lázaro, les llamaron, nos llevaban a Australia a los emigrantes triestinos, istrianos y dálmatas —eso es, barcos del regreso de los reinos de la muerte. Lázaro, sal de Dachau, sal de aquella bodega del Punat; la piedra se desliza del sepulcro, el diploide emerge de la escotilla, un niño sale de las aguas de la gruta oscura, el resucitado sube de los infiernos.
También este barco se dirige Abajo a la Bahía, al infierno de Port Arthur. Los infiernos son muchos, están por todas partes. He reconocido al capitán, al viejo Caronte de siempre bajo el nombre de Daniel O’Leary; el truco ha dado buen resultado, un estiramiento de piel que hace que parezca mucho más joven, pero se le ven las arrugas por muy bien mimetizadas que estén, el viejo pelo blanco bajo el tinte. Es fácil camelarlo; el viejo, tras siglos y siglos empieza a hacerse un lío. Para empezar, desde que zarpamos de Sheerness, en la desembocadura del Medway, el 6 de diciembre de 1825, no me he pasado ni siquiera una noche con los grilletes en los tobillos y entre mis excrementos y los del vecino, como los otros ciento cincuenta galeotes, ciento cuarenta y nueve, para ser exactos. Cuando Robert Burk, con una condena a la horca luego conmutada por trabajos forzados de por vida por haber matado, borracho, a un tabernero, rompiéndole la cabeza con un taburete, empezó a vomitar por todas partes un pútrido líquido rojizo —acababa de ver desaparecer la escollera de Dover, aquel blancor que se pierde en una láctea lejanía—, comprendí de inmediato que el cirujano Rodmell no sabía a qué atenerse y le sugerí unos vesicantes aplicados a la nuca y unas píldoras diaforéticas, ideales para hacer sudar y que así bajara la fiebre, como había aprendido del segundo asistente médico de la Lady Nelson, un chico estupendo que luego se largó con la mujer de un capitán y perdió un ojo en duelo con él. A Rodmell le importa el pellejo de los prisioneros, sobre todo desde que el gobierno estableció que se le diera al cirujano del barco media guinea por cada galeote que llegara sano —habida cuenta de que los barcos, entre fiebres, disentería, infecciones y comandantes que se enriquecían escatimándoles el rancho a los prisioneros hasta hacerles reventar, llegaban a su destino con la mitad de su carga humana, e incluso ésta maltrecha a causa del escorbuto y la desnutrición y muy poco idónea para unos trabajos forzados como es debido. Y así, después de haber sacado, con aire solemne, la Cirugía de Wieseman, que se encuentra en las bibliotecas de las enfermerías desde hace medio siglo, y haberla puesto de nuevo enseguida en su sitio, me nombra con condescendencia su ayudante y me hace comer en la mesa de los suboficiales.
Viajo, o sea vuelvo. Volver a casa, a la ciudad que fundé en un tiempo remoto. ¿Con el vellocino? Manto real, bandera roja enrollada púdicamente por sus lados y luego escondida bajo las toallas. «Y todos se abalanzaron deseosos de tocar el vellocino y de sopesarlo en sus manos. Pero Jasón los contuvo, y les echó por encima otro espléndido manto. Avanzaba la nave a impulso de los remos.» ¿Cuántos llegaremos aquí abajo? La travesía es larga —con estos barcos maltrechos, sin siquiera tajamar que hienda las olas y llevados de aquí para allí como corchos, 127 días sin escalas, dicen, 146 con una parada en Ciudad del Cabo y 156 deteniéndose en Río, como hacen los comandantes más ávidos de las posibilidades de comercio y contrabando ofrecidas por la capital brasileña.
¿Tan pocos días? Yo llevo viajando años; la llegada a puerto es incierta. Los funerales en el mar son melancólicos y rápidos; después de las primeras veces el capitán se cansa y le hace decir el oficio fúnebre al contramaestre, que lo balbucea deprisa y corriendo, Amén, pluf, remolino que se cierra, estela que se borra, tachadura en el registro. Al polizón que encontraron en los depósitos del agua potable de la Liberty, que llevaba 182 emigrantes de Bremerhaven a Australia, lo descubrieron —completamente descompuesto y putrefacto, me dijo uno de aquellos emigrantes, un prófugo de Rovigno que había conocido en el Silo de Trieste— cuando navegaban hacia Port Philip Bay, en la región de Victoria. El mar es grande, para quien muere habrá sitio todavía durante milenios.
En todo el resto del mundo no había para mí otro sitio, después de Goli Otok, donde recostar la cabeza. El compañero Blasich, cuando comparecí ante él, semanas antes, en la calle Madonnina, igual que se mete un perro en una puerta, me había mirado un instante, un largo instante —había un espejo, en el cuarto de la secretaría, él le daba la espalda, de pie, frente a mí, y yo veía nuestras dos caras, la mía en el espejo y la suya delante de mí. Tal vez fue sólo en ese momento cuando vi en mi cara la abrasión..., no, no de los años, los años pueden poco, a menudo no devastan sino que enriquecen un rostro, lo modelan de una forma más viva y más fuerte, lo mismo que el mar no sólo deshace la orilla sino que le lleva conchas y trozos de botella refulgentes como esmeraldas, piedras más cándidas que las perlas. En mi cara veía las fes perdidas, las cicatrices del desengaño y la traición, mía y de los otros, y comprendía que él también, el compañero profesor Blasich, veía en mi cara la suya, igual que yo la veía en el espejo, y en ella leía la retahila de horas y años de disimulo, de mentira y omisión.
Por un momento sus ojos se abrieron de par en par; había un grito, una pesadumbre en aquellos ojos que por primera vez divisaban en mi rostro su verdad, y sus labios delgados se entreabrieron también en un inminente grito de confesión, de ayuda o de miedo, pero enseguida bajó los párpados, hendidura de la trampa que no deja escapar la presa, y me dijo que estaba a punto de salir para ir a una reunión con los obreros de Muggia que estaban en huelga, y tenía que convencerles para que desalojaran la fábrica ocupada, y que fuera a ver al compañero Vidali y a la compañera Bernetich que me esperaban y a los que, dijo estrechándome levemente la mano, les había dicho que no hicieran mucho caso de aquel artículo mío sobre Goli Otok que había escrito con una comprensible exaltación y que naturalmente no se iba a publicar, está claro, ni yo mismo lo habría querido más adelante, de eso estaba él seguro, pero había que entenderlo y enmarcarlo en toda aquella dolorosa situación, les había dicho a ellos. Es más, para el Partido, o sea para sus dirigentes —ya había salido, estaba dirigiéndose hacia las escaleras—, era un útilísimo material de reflexión.
No, no le guardo rencor, porque, cuando le vi salir, con la espalda sólo imperceptiblemente curvada, comprendí que estaba rota y que yo había vuelto como un hombre acabado pero para acabar con él, como él había intuido vagamente aquella vez, en aquella misma habitación, cuando me mandó con los demás trabajadores de Monfalcone. Fue defenestrado poco después, aunque no fuera más que para encontrar a alguien al que echarle un poco más las culpas por aquel desastre de la ruptura con Tito, así los demás, el Partido, habrían tenido menos culpas. Además aquel coloquio, llamémoslo así, me sirvió para prepararme, para cuando entré en la otra habitación. En la pared estaba el retrato del Jefe, «Eetes, hijo del sol que ilumina a los mortales, lanzó con sus ojos una mirada terrible». ¿El compañero Gilas, antes de destinarnos al bojkot y al kroz stroj a los fieles del Jefe, no había escrito tal vez que sin el Jefe ni siquiera el sol podría resplandecer como resplandecía? «Eetes, como el Sol de rayos adornado.»
El compañero Vidali, comandante Carlos, jaguar de México, me alargó su garra viril y poderosa sin el pulgar, hasta el punto de que mi mano se le deslizó hasta el codo, cosa que por lo general le irritaba en grado sumo, pero no en aquella ocasión. No me extrañó lo que me dijo de mi artículo ni cuando la Bernetich añadió que de aquella historia no se sabría nunca nada, y en cambio ahora son ya demasiados los que la saben. Me esperaba también eso, pero lo que no me esperaba era que me dijeran que por el momento el Partido no podía encontrarme una colocación, ni siquiera en el aparato, corrían tiempos difíciles y había poco dinero, por desgracia el oro de Moscú era una invención de la derecha, ojalá hubiera sido verdad, en resumidas cuentas que ni en Trieste ni en toda la región había un sitio para mí. Por lo demás —añadió como quien no quiere la cosa, como deprisa y corriendo—, no me podía quejar ya que aquel encargo que había recibido del Partido cuando Blasich me mandó a Yugoslavia con los trabajadores de Monfalcone, o sea, relatar e informar, con la debida reserva, sobre las actitudes y las tendencias e iniciativas de los compañeros que fueron conmigo, no lo había cumplido en lo más mínimo, ni el más pequeño informe reservado, como me habían pedido, ni una sola línea siquiera. De acuerdo, aquella trágica ruptura entre Yugoslavia y el Cominform había llegado a trastornarlo todo, pero antes, hasta aquel momento, realmente habría podido, o mejor, debido ponerme manos a la obra. Así que... En cualquier caso en Roma el Partido seguramente me encontraría algo que hacer, tal vez en el sur de Italia.
De ese modo no le dije siquiera que en el Silo, en el campo de refugiados, en aquel viejo granero abarrotado de desgraciados que habían dejado Fiume e Istria perdiéndolo todo (porque para los yugoslavos, entonces, bastaba con ser italiano para ser fascista), yo también había encontrado un sitio, un jergón oscuro, lejos del tragaluz... Por Dios bendito, tenía derecho, yo también era un italiano que llegaba de más allá de la frontera y había recibido muchos más palos de los titinos que ellos. Allí encontré también a aquella prima mía de Fiume que me acogió en su casa de la calle Angheben cuando acababa de regresar de Australia con el Ausonia —antes, mucho tiempo antes, tal vez antes aún de que lanzase el ancla en la desembocadura del Derwent, en un tiempo todavía más lejano. Allí estaba, callada, lo único que sabía decir de alguien era que había muerto. Como la maestra Perich-Perini, por ejemplo. Como..., bueno, como muchos otros, qué importancia puede ya tener. Pero aquellos otros exiliados, vagabundos igual que yo, expulsados igual que yo, no me dejaban en paz desde que alguien se había puesto a cacarear que yo era un comunista, un traidor, uno que le había regalado Istria a Tito, un cómplice de su desgracia, que al cabo era la mía, y no sólo, pues mi casa se la habían dado, cuando yo me fui a Fiume, a uno de ellos y a su familia, a uno que lo había perdido todo lo mismo que yo. Ahora lo había perdido todo yo, incluso mi casa; desde luego no digo que por culpa suya, la culpa es de los fascistas que quisieron la guerra y de los italianos que creían poder tratar para siempre a los eslavos a patadas. Somos todos víctimas del Duce, dije, pero se me echaron encima y me dieron una paliza morrocotuda, algún que otro puñetazo lo aticé yo también, gracias a Dios, les habría partido la cara a aquellos idiotas, pero me la habría partido a mí también, porque ser uno de los pollos cabeza abajo que se dan picotazos entre ellos antes de que les retuerzan el pescuezo es una imbecilidad que merece un castigo.
De todas formas ellos eran tres o cuatro y yo sólo uno, pero estoy acostumbrado a esas relaciones de fuerza, el Partido en esto ha sido una buena escuela. No me sorprendió cuando la policía, que alguien había llamado durante el alboroto, me dio a mí, que estaba en el suelo, un par de porrazos, y no a los otros. Me llevaron también a la comisaría y me interrogaron, y me soltaron incluso alguna que otra buena bofetada, pero me las busqué yo, porque me hice el gracioso y les llamé compañeros; en cualquier caso me dieron a entender que mis documentos, entre una cosa y otra, Italia y Yugoslavia, ciudadanía nacionalidad residencia domicilio etcétera, estaban todo menos en regla y que podrían crearme más de un problema, de todos modos con el aire que corría ni pensar en encontrar un trabajo y, en resumidas cuentas, que haría bien en quitarme de en medio cuanto antes, si tantos buenos y desdichados italianos se iban a Australia ya podía dar gracias al cielo si yo también podía irme —siempre y cuando me aceptaran, porque la Asió, Australian Security Intelligence Organisation, no quería desde luego plagar e infectar su país de comunistas.
Por suerte luego, en cambio, en el Cime —sí, el Comité Intergubemamental para las Migraciones Europeas, que tenía su oficinucha y su púlpito en el Paseo de Sant’Andrea— encontré a un funcionario cuyo hermano murió en Dachau, en el hospital, poco después de la liberación del Lager, y al que yo había asistido y ayudado. Me había dado incluso una carta que había llevado a su familia, a su casa, y de ese modo aquel tipo del Cime se conmovió y me ayudó con los papeles para Australia y aquí estoy, he llegado. Abajo a la Bahía, como se decía desde los tiempos de las primeras colonias penales; también en Miholascica, con Maria, decíamos «Abajo a la bahía» cuando bajábamos al mar, todo entero para nosotros. Australia ha sido siempre la carta de reserva cuando la cuerda te aprieta el cuello, la alternativa infernal de aquí abajo al infierno de allí arriba. En la bodega del Woodman...