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En cadenas, lo que se dice en cadenas, son seis mil, pero galeotes, doctor, hay muchos más. Indultados, confiados a algún colono o asignados a alguna oficina, como yo. En total somos trece mil —y en 1804, señores, toda la Tierra de Van Diemen tenía 433 habitantes. Ahora sólo en Hobart Town viven más de quinientas personas. Calles limpias, bastantes casas de piedra y de ladrillo, dos hermosos puentes, las agujas de la iglesia de St. David, la residencia del gobernador, la cárcel, los cuarteles de los soldados, los barracones de los galeotes que tienen la suerte de no dar con sus huesos en Port Arthur, el hospital, los almacenes y los depósitos, los rediles para el ganado, los malecones, las tabernas. Mejor que en Bonegilla, el primer campo de paso para los inmigrantes de Australia, después de la Segunda Guerra Mundial, con aquellos cuchitriles sin luz, aquella suciedad —el año anterior a nuestra llegada habían muerto doce niños, oí decir, creo.

Ah, sí, las tabernas, decía. The Lamb, Jolly Sailor, The Seven Stars, Help’me thro the world y, desde que me junté con Norah, el Waterloo Inn; no había otra donde le gustara más acabar bajo una mesa. A los marineros les gusta hacer escala, bajar a tierra y meterse en una taberna. Se acostumbra uno a la cosa, hasta el punto de que, cuando en el mar de la vida arrecian las tempestades, se baja a tierra, o sea a la taberna, aunque ya no se esté embarcado en ningún barco. Me gusta beber, aunque lo único que me deis aquí sean esos jarabes y esos tés, beber allí sentado, escuchar sobre todo las voces; el murmullo que de vez en cuando sube de tono y en ocasiones culmina en un grito, lo mismo que crece la resaca con el fragor de una ola más grande que rompe contra las rocas. Me gusta ver las caras, los gestos. El mundo es variado, hace compañía. No hace falta tener amigos; basta con la multitud, con la gente, un rato de charla en la barra, un rostro encendido que dice algo y desaparece para siempre en la muchedumbre gris, qué importa, enseguida hay otro que se asoma y pide una cerveza.

La cerveza le gusta también al reverendo Knopwood, que vuelvo a ver rosáceo y rollizo, muchos años después; se la echa al coleto exhortando a los demás a no imitarle. En el Jolly Sailor había una tarde una mujer en venta por 5 esterlinas. Pechugona y deshojada, como la rosa grande que llevaba en el seno; un maestro de escuela se la lleva a casa —por una mujer se pagan de ordinario cincuenta ovejas o doce botellas de ron. También eso es un signo del bienestar de la ciudad; la gente se enriquece con la carne de cerdo, con la madera, el aceite de ballena, el fieltro de canguro y las pieles de foca, y es lógico que las costumbres se relajen un poco. El gobernador de hace algunos años, dicen, celebraba el cumpleaños del rey distribuyendo borracho grog por la calle y dejando que los presidiarios se le subieran a las barbas y se conchabaran con los negros para sus correrías y pillajes, emprendiéndola luego con aquellos mismos negros y con sus mujeres.

Ahora sin embargo, desde que el coronel William Sorell creó, para los más pendencieros, el infierno de Macquarie Harbour, un penitenciario como es debido, y desde que Sir George Arthur, el actual Lugarteniente del Gobernador, instituyó el Consejo Ejecutivo, el Consejo Legislativo y un Tribunal con plena y autónoma jurisdicción sobre todos los delitos cometidos en la Tierra de Van Diemen, hay más disciplina. Ya cinco días después de mi llegada, debo asistir —como todos, es una orden de Sir George— al ahorcamiento de Matthew Bready y de otros cuatro desgraciados, que pusieron patas arriba, con sus pillajes, a Hobart Town, echándose luego al monte.

Un ahorcamiento es siempre un espectáculo. Aquí en las antípodas, en las colonias, es una cosa muy distinta a lo que sucede en Tyburn; no tiene esa alegría de las tabernas y las peleas de gallos, con sus gritos, su empinar constantemente el codo, manos que se alargan a los senos de las mujeres, vendedores ambulantes que ofrecen desgañitándose tortas y ron. Aquí es algo solemne, un rito de iniciación a la civilización de la térra incógnita, sangre de la Naturaleza que entra en la Historia. La Iglesia católica, la de Inglaterra y la wesleyana bendicen solemnemente, el reverendo entona el canto, The hour of my departure comes, I hear the voice that calis me home; incluso los presidiarios formados en filas y la muchedumbre de los ciudadanos, apiñados por invitación y orden de Sir Arthur, se unen al coro, In the midst of life we are in death. Los cuerpos dan una sacudida en el vacío y se quedan rígidos; la muerte es una ráfaga que tensa las velas y las jarcias. Hasta el pirindolo se pone tieso, duro e inútil, el barco se desliza a la eternidad derecho como una bandera; más allá de ese paso el viento cede, un trapo se afloja entre las piernas. A decir verdad escupí en el suelo al ver a aquellos desgraciados colgando al viento; un buen gargajo, que a punto estuvo de ir a parar a los zapatos del gobernador, y ésa fue la única vez que supe lo que era el látigo de nueve tiras. Así aprendo a estar más atento.

Ahorcamientos los vi a montones en Hobart Town; ciento cinco. Sir George Arthur considera esas ejecuciones públicas lo mismo que la limpieza de los barrizales de las calles, un progreso de la comunidad. Aprovecho esas horas para recoger, como vi que hacían en Londres, las últimas palabras de los condenados y publicarlas —retocándolas un poco, como se comprenderá. Porque además en Hobart Town el mercado es escaso y entonces conviene complacer el deseo del gobernador, a quien le gusta que, en el patíbulo, los delincuentes que con sus fechorías amedrentaron a los colonos se muestren arrepentidos y aterrorizados ante la muerte, de modo que la gente aprenda que hasta esos diablos son en realidad unos cobardes y pierda por consiguiente el miedo.

Así que me olvido del valor con el que Matthew Bready sube al patíbulo aclamado por la multitud que ve en él a un justiciero, de la cancioncita truncada en seco por la cuerda en el cuello de Bryant mientras cantaba «Amor más abajo, más abajo, más abajo» y de las obscenidades de Jeffries sobre Su Majestad; me callo también lo de William Tafferton, que la víspera de su ejecución trataba de vender, por separado, una pierna y el corazón a dos cirujanos, entregándoles —con objeto de que no hubiera nadie más que metiera mano en el asunto— sus correspondientes recibos, a cambio del dinero que le faltó tiempo para gastarse en ron con el que celebrar su salida de escena, la vigilia de sus bodas con la hermosa esposa. Anoto en cambio la palidez de Perry mientras reza y, a la vista del verdugo, se pone a vomitar y a cagarse encima, hasta el punto de que el verdugo, asqueado, la emprende a bofetadas con el reo y éste intenta ponerse de rodillas, corriendo el riesgo de estrangularse por sí mismo unos momentos antes de lo debido.

Cuando las fuerzas de Coriolis tiran de ti hacia aquí abajo y te hacen dar más vueltas que un molinillo en torno al agujero del retrete del mundo, hay que saber arreglárselas. Me busco la vida con mis viejos amigos, el reverendo Knopwood o Adolaruis Humphrey, el eminente geólogo. Después de todo llegamos aquí abajo juntos con el primer barco; juntos creamos en cualquier caso este mundo —y algo de repeluzno les tiene que dar, al verme entre los presidiarios. De hecho se portan como Dios manda y le escriben a Su Excelencia el gobernador, solicitándole la gracia para mí. Humphrey es ahora un alto cargo de la policía y ya no se entretiene mucho con las rocas y la edad de la tierra —qué importancia puede tener algún que otro millar de años o de siglos más o menos, y si no míreme a mí, que no sé muy bien si tengo doscientos diecisiete, ochenta y siete o..., ni siquiera vosotros mismos lo sabéis, me fotografiáis la papilla del cerebro con esas máquinas que tenéis, pero la vida, la historia, la cara de un hombre son otra cosa, vejez y juventud se reflejan en el rostro como la luz del sol en la tierra, se ponen y regresan. Humphrey le hace presente también al gobernador lo valiosas que son algunas de mis observaciones —recogidas consiguiendo aquí y allí algunas confidencias— acerca de las cuentas de Hacienda falsificadas para sembrar el pánico y hacer polvo el sistema de crédito de la colonia. Sir George recela, desde Londres le han hecho saber que soy un sujeto peligroso —nada más cierto, pero sólo para mí.

La Compañía piensa en la adquisición y explotación de los territorios noroccidentales de la isla, de los que se conocen algunas bahías y estuarios, pero cuyo interior permanece inexplorado. Tres mil seiscientas millas cuadradas de tierra, limitadas al norte por cien millas de costa en el estrecho de Bass entre Port Sorell y el cabo Grim, y al oeste por ochenta millas de costa sobre el océano, desde el cabo Grim hasta la desembocadura del río Pieman.

Es natural que sea yo quien organice la expedición —como presidiario cuesto poco, seis peniques al día más la comida, y si me ocurriera algún accidente eso no sería un problema para nadie, nunca lo ha sido. Cincuenta millas a la semana, bajo la lluvia y con los pies que se hunden en la tierra, por montes que son barrizales de nieve fangosa, setenta libras de carga por barba, yo además una espada, ocho libras. Mis dos compañeros —Mark Logan, presidiario él también, y Black Andy, un negro— no entienden por qué la sigo acarreando, pero a mí me gusta, mientras camino por la selva, poner de vez en cuando la mano sobre su empuñadura. Las últimas avanzadillas de los blancos, la fonda de Brighton y los apriscos del capitán Wood, la tierra en la que el temerario Kemp, acusado de bancarrota, se construyó un imperio, el reino de Dunn, el bushranger que aterroriza a los pocos colonos de aquellos montes; lluvias torrenciales durante días y más días, al cabo de un rato ya uno no se da cuenta de que está empapado, tampoco una foca se siente mojada bajo el agua.

Mapas dibujados bajo la lluvia que los borra; los ríos se desbordan pero se alinean, nítidos y sinuosos, en esos planos mojados, nos sumergen en el agua hasta más arriba de la cintura, impidiéndonos seguir nuestro camino, pero sobre el mapa están ya las ordenadas carreteras de mañana —el Ouse y el Shannon desembocan en el Derwent, el Tamar remonta hasta Launceston. Hacer Historia —también la revolución— significa sobre todo poner orden en la jungla, trazar senderos y carreteras en la ciénaga indistinta.

Pienso en un libro de geografía, el primero de la Tierra de Van Diemen; podría incluso dar dinero y llamar Monte Jorgensen a esa montaña que está delante de nosotros en la que desde hace días buscamos en vano un paso, pero mientras tanto la crecida no cesa de subir, me caigo al agua, la espada y la carga que llevo a la espalda me empujan hacia el fondo; me voy abajo, el agua me entra y me sale de la boca, soy yo el río que muge y al escupir lo inunda todo, la boca de un tiburón, la oscuridad de la vorágine en mi cabeza, un estallido negro desgarrado por un fulgor insoportable. Casi ha acabado ya todo, pero un brazo me agarra y me saca y en la orilla: Black Andy desnudo, su negra mano en mi boca y en mi garganta, el agua que sale fuera de mí como de un manantial, la cabeza todavía aturdida, antro sacudido una y otra vez por los golpes de mar, Andy me separa los labios, sopla y respira en mi boca; al cabo de un rato las aguas se calman en mi cabeza, fluyen leves, ligeras, una brisa sopla por encima, abro los ojos, el mundo se recompone, las piezas encajan, los árboles, las orillas sumergidas, la cabaña, la cara negra de Andy, sus dientes.

Ese monte continúa obstaculizándonos el camino con obstinación, hasta que un canguro que huye hace que descubramos el paso. Le seguimos, los perros le dan alcance y lo matan —avanzar, pienso mientras como la carne asada en un fuego encendido a duras penas entre helechos empapados, se parece a matar, machetes y hachas cortan árboles y matorrales para abrirse camino. En un pequeño valle, restos roídos desde hace tiempo despiden todavía un olor que hace gruñir a los perros. Colmillos y picos de animales han descarnado esos huesos —sí, alguno se acuerda, tienen que ser Dickson, Rever y Stean, los tres evadidos, que llegaron aquí y aquí se quedaron para siempre, carne para las fieras. Quizá no sólo para las fieras; ese corte en los huesos es obra de algún cuchillo, los tres tienen que haberse descuartizado y comido entre ellos, primero dos contra uno, luego uno contra otro, un hombre, por muy flaco que se haya quedado, es un buen bocado, hasta que los perros salvajes, los buitres y las hormigas hicieron el resto.

En Sandy Cape encontramos a unos indígenas, acaudillados por una mujer y arribados con unos catamaranes que se deslizaban ligeros sobre las olas. Las mujeres están desnudas, los guerreros deponen sus armas en señal de paz.

En la granja de Ross, por el contrario, los negros se han rebelado después de haber sido atracados y han matado a un hombre, un escocés, pero luego los blancos, con la ayuda de Dunn, que sin embargo de ordinario les roba, se llevaron por delante a algunos, no sé a cuántos. Vivir, matar. ¿Por qué me ha sacado Andy del río? Le miro largo rato a los ojos. Creo que entiende su error, la deuda que ha contraído conmigo. Cuando llegue el momento me acordaré de ello, se lo recordaré.

A ciegas
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