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Salí con seis hombres, pero son demasiados, casi todo el ejército, y ya en Bessastadir, después de haber rendido homenaje a aquella vieja escuela y al obispo Videlinus, mandé a cinco de vuelta a casa. Uno es más que suficiente. Es más, prescindiría con gusto hasta de él, pero un jefe necesita a un subalterno, al menos a uno. La revolución todavía no se ha terminado y hasta que llegue ese momento no somos aún todos iguales. Incluso en el Quinto Regimiento yo era yo y el comandante Carlos era el comandante Carlos.
Antes de adentrarme en el interior del país, hice que trasladaran de Bessastadir seis viejos cañones que tenían ciento cincuenta años y los emplacé en una destartalada fortaleza, Fort Phelps. Los viejos cañones miran hacia el mar desierto; las olas rompen contra las negras rocas, chorreantes y fragorosas, los pájaros alzan el vuelo con estrépito, la polvareda de las salpicaduras se levanta igual que el humo en la batalla. El flanco de las rocas es más sólido que el de los barcos de guerra; los proyectiles de los cañones se estrellarían en balde contra él y también las bombas de agua chocan vanas y despedazadas, pero el mar insiste, ataca, percute, desgasta y consume las rocas que lentamente, lentísimamente ceden, se agrietan. Cada ola que vuelve al mar se lleva consigo una onza de piedra desmenuzada; la batalla es larga, pero ciertamente perdida, antes o después la tierra se hundirá y el mar será el único señor del mundo, una inmensa extensión vacía e igual, el triunfo del Diluvio. Me sentía alegre; me habría gustado mandar que dispararan los cañones contra los golpes de mar, un sombrío y alegre retumbo que se responde a sí mismo por todas partes, pero si esos herrumbrosos cañones la hubieran pifiado habría sido un duro golpe para mi autoridad.