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Ya pueden decir lo que quieran, de mí y de mi revolución; la mentira y la denigración son la recompensa del revolucionario. ¿Pero quién es el que saca a relucir ahora, escondiéndose detrás de un seudónimo, aquel testimonio del capitán Listón, según el cual fue él quien desarmó a los guardias del conde Trampe, el gobernador danés de Reikiavik? Acabábamos de llegar de Londres por segunda vez, con el Margaret and Ann. Era un domingo de junio, un sol macilento y bajo goteaba del cielo como la sangre de la piel de un animal desollado colgada a secar. Quería insistirle al gobernador para que proclamase la libertad de comercio y permitiera por lo tanto vender a un precio razonable un poco de trigo a la población islandesa exhausta.

La residencia del gobernador era una casa blanca, algo más grande que el resto de las pocas que había alrededor. Delante de la puerta un montón de hielo se estaba derritiendo, en el aire había un olor a pescado rancio y aceite de ballena. Le di una patada al montón de hielo y barro y entré.

Tres soldados de la guardia estaban tumbados en un banco; a mi petición de hablar con el gobernador, uno de ellos respondió que me fuera y, como insistía, se levantó y quiso darme un empujón, pero, sin darle casi tiempo a levantar la mano, yo ya le había atizado, no sé muy bien cómo; un golpe en el cuello y otro en el estómago y el tipo que se derrumba. Al ver brillar el cuchillo que estaba sacando otro, le arrebato la pistola al soldado caído en el suelo y, apuntando con ella junto con un sable que había cogido de la pared, les ordeno a los tres y a otros dos que acababan de llegar en aquel momento que se metieran en un cuchitril, donde los cierro echando el cerrojo.

El alboroto ni siquiera había llegado a despertar del todo al conde Trampe, medio dormido en un sofá de su oficina. Farfullaba y tosía y eructaba sin entender lo que estaba pasando, cuando lo levanté cogiéndole de la casaca y zarandeándolo; me miraba con ojos acuosos mientras le decía, oliendo su aliento y su sudor, que se considerara prisionero y sólo entonces llegó Listón, que había permanecido en el barco, justo a tiempo para coger por las solapas a un par de soldados de la guardia que volvían de los oficios religiosos, meterlos a ellos también en el cuchitril, llevarse de allí al gobernador, entre algún que otro aplauso de la pequeña muchedumbre que se había congregado ante la casa, y embarcarlo a bordo del Margaret and Ann, que disparó un cañonazo mientras, desde la otra parte de la bahía, el barco danés que había vuelto hacía poco de Copenhague con el conde Trampe alzaba bandera blanca.

Luego Phelps, Listón y también Savignac —Hooker, más tarde, declaró que en aquellas horas no estaba a bordo, sino recogiendo manojos de Trichostanum Canescens, una hierba blanca como la nieve— estuvieron maquinando durante algunas horas, hasta que me propusieron asumir temporalmente el poder, habida cuenta de que yo era danés y por lo tanto no comprometía a Inglaterra. Descendieron a tierra para decírmelo —yo no les había acompañado de vuelta al barco, me había quedado bebiendo ron con mi gente, en la taberna de Madame Malanquist, la única de la ciudad—, y al día siguiente, el 26 de junio, día de mi toma de posesión en la residencia, emití mi primer edicto, con mi nombre y mi sello. Nosotros, Excelencia Jorgen Jorgensen, hemos asumido el gobierno de los asuntos públicos, con el título de Protector de Islandia, hasta el momento en que sea formalmente aprobada una constitución con plenos poderes de decisión sobre la paz y la guerra con las potencias extranjeras... Las fuerzas armadas nos han otorgado el título de Comandante de las tropas de tierra y mar..., como consecuencia de ello todos los documentos públicos serán firmados de mi puño y letra y con mi sello, hasta que los representantes elegidos por el pueblo no se hayan reunido en asamblea. En ese momento nosotros prometemos deponer toda nuestra autoridad en las manos del pueblo y atenernos a la constitución que sus representantes aprueben.

Lo habría hecho si me hubieran dado tiempo. Sé que las revoluciones no lo hacen casi nunca, pero es una equivocación. Si se comprende a tiempo, se ahorran muchos problemas y mucho vacío en el corazón. Ricos y pobres regirán a partes iguales el Estado... La libertad de comercio es sagrada... El precio del trigo queda establecido a nuestro incontrovertible juicio... Los oficiales y empleados daneses serán alejados de sus puestos públicos, pero serán amparados por la ley del pueblo libre de Islandia y quien les toque un solo pelo será condenado a muerte.

La revolución tiene que ser magnánima; si no ya no es una revolución. Si empieza a castigar a los enemigos vencidos, aunque sean unos sinvergüenzas, le coge gusto a la cosa y es el cuento de nunca acabar con los castigos, con las matanzas, ya no puede parar; exterminados los verdaderos enemigos tiene que eliminar a quien no quería exterminarlos, luego a quien no quería exterminarlos de inmediato, luego a otros más, a todos, tiene que destruirse a sí misma y de esa forma se quita de en medio. Ha ocurrido ya muchas veces; sus enemigos, los enemigos del pueblo, no hace falta que hagan nada, no tienen más que estarse allí mirando y esperando a que el pueblo se corte la cabeza. No hay que permitir que se ponga en marcha ese mecanismo; hay que atajarlo enseguida, antes de que tome vuelo, de que empiece. Por eso hay que condenar a muerte a todo el que quiera tocarles un pelo a esos funcionarios parásitos y explotadores, aunque se lo merecerían —de todas formas, dice el edicto, toda sentencia deberá ser firmada por nosotros antes de ser ejecutada. Es ya una garantía; de hecho no firmé nunca ninguna y nadie fue ajusticiado en aquellas tres semanas. Liberé incluso dos días después a Einersen, aquel funcionario danés que intentaba una contrarrevolución. En cambio en las colinas del Ebro, y en Barcelona... Bandera roja, vellocino ensangrentado... La bandera de Islandia, que juramos defender y honrar con nuestra vida y nuestra sangre, es azul con tres bacalaos blancos.

Abrí las viejas prisiones, secuestré treinta mosquetones, organicé el ejército —se ofrecieron ciento cincuenta voluntarios, escogí a ocho, más que suficientes para mi armada. Firmé un tratado de paz entre Islandia e Inglaterra; si la respuesta de Londres hubiera llegado a tiempo, reconociendo con ello mi calidad de plenipotenciario, aquel capitán Jones, tres semanas después, habría tenido que presentarme sus credenciales en lugar de arrestarme. Pero el viaje, con un mar tan movido, es largo y las cartas siempre llegan demasiado tarde, cuando ya no sirven para nada. Toda carta le llega a un muerto. Incluso las de Marie... Por lo demás yo soy un muerto, enterrado en alguna parte del parque de Hobart Town. Dónde, exactamente, no lo sé, no recuerdo si lo señalé en mi autobiografía.

A ciegas
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