PRÓLOGO
Londres, Inglaterra, 1864
El hombre conocido como Jotun atravesó con paso resuelto la niebla concentrada antes del amanecer, con el cuello de su chaquetón de marinero subido y una bufanda enrollada holgadamente alrededor de la garganta y de la boca. Su respiración formaba vaho en el aire por delante de él.
Se detuvo súbitamente y escuchó. ¿Había oído pisadas? Volvió la cabeza a la izquierda y a la derecha. Más adelante oyó un ruido apagado: una bota pisando un adoquín. Moviéndose ágilmente para un hombre de su corpulencia, Jotun retrocedió y se internó en las sombras entre las columnas de una puerta abovedada. En el bolsillo del chaquetón, apretó el puño alrededor del mango de su porra de plomo y cuero. Las calles laterales y las callejuelas de Tilbury nunca habían sido un lugar agradable, y menos aún entre la puesta de sol y el amanecer.
—Maldita ciudad —masculló Jotun—. Oscura, húmeda, fría. Que Dios me asista.
Echaba de menos a su mujer y a su país, pero allí era donde lo necesitaban, o eso decían los que mandaban. Él confiaba en su juicio, cómo no, pero había ocasiones en las que cambiaría con gusto su actual misión por un campo de batalla como era debido. Por lo menos allí sabría quién era su enemigo y qué hacer: matarlo o morir a manos de él. Muy simple. Por otra parte, a pesar de la distancia que los separaba, su mujer prefería su actual destino a los anteriores. «Mejor estar separados y vivos que juntos y muertos», le había dicho cuando él había recibido las órdenes.
Jotun aguardó varios minutos más, pero no oyó otro movimiento. Consultó su reloj: las tres y media. Las calles empezarían a llenarse de actividad al cabo de una hora. Si su presa iba a huir, tendría que ser antes de entonces.
Salió de nuevo a la calle y siguió hacia el norte hasta que llegó a Malta Road y a continuación giró hacia el sur en dirección a los muelles. A lo lejos oyó el solitario ruido metálico de una boya y olió el hedor del río Támesis. Delante, entre la niebla, vislumbró una figura solitaria en la esquina sudeste de Dock Road fumando un cigarrillo. Jotun cruzó sigilosamente la calle y avanzó dando zancadas hasta que tuvo mejor visibilidad de la esquina. Sí, el hombre estaba solo. Jotun retrocedió hasta la entrada del callejón y a continuación lanzó un tenue silbido. El hombre se volvió. Jotun encendió una cerilla con la uña del pulgar, la dejó brillar brevemente y la apagó entre el pulgar y el índice. El hombre se acercó a Jotun.
—Buenos días, señor.
—Eso es discutible, Fancy.
—Y que lo diga, señor.
Fancy miró a un lado y a otro de la manzana.
—¿Nervioso? —preguntó Jotun.
—¿Quién, yo? ¿Por qué iba a estar nervioso? Un tipo esmirriado como yo caminando por estos callejones de noche… ¿Qué podría pasar?
—Bueno, ¿qué noticias tienes?
—Está allí, señor. Atracado como los últimos cuatro días. Pero tiene las amarras sueltas. He sonsacado información a un amigo mío que hace algún que otro trabajillo en los muelles. Se dice que va a zarpar río arriba.
—¿Adónde?
—A los muelles de Millwall.
—Los muelles de Millwall todavía no están acabados, Fancy. ¿Por qué me mientes?
—No le miento, señor, es lo que he oído. Millwall. Y zarpará esta misma mañana.
—Ya tengo a un hombre en Millwall, Fancy. Dice que no empezarán a estar activos por lo menos hasta dentro de una semana más.
—Lo siento, señor.
Jotun oyó un sonido inconfundible de cuero sobre ladrillo detrás de él, en el callejón, e inmediatamente se percató de que Fancy se disculpaba por otro motivo. Jotun se consoló pensando que aquella sabandija no lo había traicionado por desprecio, sino por codicia.
—Anda, vete, Fancy… Lejos. Fuera de Londres. Si te vuelvo a ver, te abriré en canal y me comeré tus entrañas.
—No volverá a verme, señor.
—Por tu propio bien, asegúrate de ello.
—Lo siento de nuevo. Usted siempre me ha caído…
—Si pronuncias una palabra más, será la última que digas. Vete.
Fancy se marchó a toda prisa y desapareció en la niebla.
Jotun consideró rápidamente sus opciones. El hecho de que Francy le hubiera mentido sobre Millwall significaba que también le había mentido sobre el barco, lo que a su vez significaba que este iba a zarpar río abajo, no río arriba. Él no podía permitir que eso ocurriera. Ahora la pregunta era: ¿resultaba más prudente escapar de los hombres que se acercaban a él por detrás o luchar con ellos? Si escapaba, lo perseguirían, y lo que menos necesitaba era armar jaleo tan cerca del muelle. Probablemente la tripulación del barco ya estaba nerviosa, y le convenía pillarlos tranquilos y desprevenidos.
Jotun se volvió para mirar hacia el callejón.
Eran tres, uno un poco más bajo que él y otros dos mucho más bajos, pero todos tenían los hombros anchos y redondeados y la cabeza con forma de cubo. Matones callejeros. Asesinos. Si hubiera habido más luz para verles las caras, Jotun estaba seguro de que se habría encontrado con unos hombres con pocos dientes, llenos de cicatrices y con ojillos perversos.
—Buenos días, caballeros. ¿En qué puedo ayudarles?
—No nos lo pongas más difícil de lo necesario —dijo el más corpulento de los tres.
—¿Cuchillos, manos o las dos cosas? —preguntó Jotun.
—¿Qué?
—Da igual. Vosotros decidís.
—Venga, vamos.
Jotun se sacó las manos de los bolsillos.
El más corpulento se acercó precipitadamente. Jotun vio un puñal que salió de la cintura del hombre, una cuchillada bien lanzada, pensada para abrirle la arteria femoral de una pierna o para desgarrarle el bajo vientre. Jotun no solo le sacaba al hombre cinco centímetros de estatura, sino también diez centímetros como mínimo de longitud del brazo, y se aprovechó de ello lanzando un gancho. En el último segundo, balanceó hacia delante la porra oculta en la palma de su mano. El bulbo de plomo envuelto en cuero alcanzó al hombre de lleno debajo de la barbilla. Elevó la cabeza de golpe, retrocedió dando traspiés contra sus compañeros y se cayó de culo. El puñal armó un gran estruendo al ir a parar sobre los adoquines. Jotun dio una larga zancada hacia delante, levantó la rodilla a la altura de la cintura y estampó el tacón de su bota en el tobillo del hombre hasta hacerle añicos el hueso. Éste lanzó un grito agudo.
Los otros dos vacilaron por un instante. Normalmente, en esas circunstancias, una manada de lobos como aquélla se dispersaba cuando el macho dominante era abatido, pero aquellos hombres estaban acostumbrados a pelear.
El de la derecha esquivó a su compañero caído, bajó un hombro y embistió como un toro. La embestida era una treta, por supuesto. Llevaba un arma blanca escondida en una mano; tan pronto como Jotun agarrara al hombre, este sacaría el cuchillo. Jotun dio un paso rápido hacia atrás con la pierna derecha, la flexionó y saltó al frente, adelantando al mismo tiempo el pie derecho. El golpe impactó al hombre en plena cara. Jotun oyó el crujido del hueso. El hombre cayó de rodillas, se tambaleó por un instante y a continuación se desplomó de bruces en la calle.
El último individuo se resistía a abandonar, y entonces Jotun vio lo que estaba buscando: el momento decisivo en que un hombre se da cuenta de que va a morir si no toma la decisión correcta.
—Ellos están vivos —dijo Jotun—. Si no te das la vuelta ahora mismo y huyes, te mataré.
El hombre se mantuvo firme con el cuchillo delante.
—Vamos, hijo, ¿tanto te han pagado?
El hombre bajó el cuchillo. Tragó saliva, negó con la cabeza y acto seguido echó a correr.
Lo mismo hizo Jotun. Corrió calle abajo como alma que lleva el diablo hasta Dock Road, y luego atravesó una hilera de setos y cruzó Saint Andrews. Un pequeño callejón lo llevó hasta un par de almacenes. Los cruzó a toda velocidad, saltó una verja, cayó con fuerza y rodó por el suelo para luego levantarse, y siguió adelante hasta que oyó ruido de madera bajo sus botas. Los muelles. Miró a un lado y a otro, pero solo vio niebla.
¿En qué dirección?
Se volvió, leyó el número del edificio situado sobre su cabeza y a continuación dio media vuelta y corrió velozmente unos cincuenta metros hacia el sur. Oyó un sonido de chapoteo a su derecha. Torció en esa dirección. Una silueta oscura apareció ante él. Patinó y se paró, chocó contra un montón de cajas de madera, se desplomó de lado y se levantó. Saltó sobre la caja más pequeña y acto seguido se elevó un poco más. Seis metros más abajo, distinguió la superficie del agua. Miró río arriba, pero no vio nada y se volvió para mirar río abajo.
A casi veinte metros vio el tenue brillo de una luz amarilla detrás de una ventana con parteluz; encima, al otro lado de la barandilla de la cubierta, la timonera de un barco.
—¡Demonios! —gritó Jotun—. ¡Por todos los demonios!
El barco se perdió en la niebla y desapareció.