38
Goldfish Point, La Jolla. California
A las ocho de la mañana, Sam y Remi entraron con un café en la mano en la sala de trabajo, donde encontraron a Selma, Pete y Wendy de pie ante un mapa del océano índico de un metro ochenta de ancho pegado a la pared con cinta adhesiva azul.
Seis horas antes, debido a la insistencia de Pete y de Wendy, Sam y Remi se habían acostado y los habían dejado trazando las coordenadas en un mapa del mundo.
—De las ciento sesenta y nueve posiciones de la cuadrícula de Blaylock, ochenta y dos no eran válidas —explicó Pete—. De las ochenta y siete restantes, cincuenta y dos estaban situadas en medio del océano, lo que nos dejó treinta y cuatro puntos de latitud y longitud que coincidían con tierra firme. Es lo que ven aquí señalado.
Las coordenadas estaban marcadas con chinchetas rojas unidas por un cordón blanco. Las chinchetas formaban una gigantesca uve invertida que empezaba cerca de Madagascar, alcanzaba el punto más alto a unos cuatro mil kilómetros al nordeste de Sri Lanka y acababa a la altura de la costa central de Sumatra, a unos dos mil doscientos kilómetros al sudeste.
—¿Dónde están las otras chinchetas? —preguntó Sam.
—Hemos quitado algunas —contestó Selma—, la mayoría de ellas situadas muy hacia el interior. Queríamos que vieran primero este dibujo en concreto.
Sam y Remi reconocieron el brillo de los ojos de Selma. Durante la noche, ella, Pete y Wendy habían descubierto algo importante.
—Continúa —la apremió Remi.
—Después de que ustedes volvieran de Madagascar y propusieran la teoría de la migración de los aztecas del este al oeste, empecé a indagar. En los últimos años, varios arqueólogos y antropólogos han encontrado cada vez más pruebas de que el pueblo malgache de Madagascar llegó allí en el siglo I o II, después de navegar desde Indonesia; concretamente desde la isla de Célebes. Encontré un mapa de la ruta que se cree que siguieron los malgaches.
Selma cogió el mando a distancia y encendió el televisor al otro lado de la sala.
La ruta, representada como una línea roja en un mapa del océano índico desde el archipiélago indonesio hasta la costa oriental de África, era casi idéntico al que había en la pared de la sala.
—Increíble —fue cuanto Sam pudo decir.
—Así que Blaylock se adelantó unos ciento veinte años a los expertos actuales en esa teoría —dijo Remi—. Es impresionante, pero no…
—Hay más —dijo Selma.
Pete y Wendy se habían subido a unos taburetes, habían quitado las chinchetas, habían despegado la cinta adhesiva y habían retirado el mapa. Debajo había otro mapa que abarcaba desde la costa oriental de África hasta Sudamérica. Al igual que el primer mapa, estaba cubierto de chinchetas rojas unidas por un cordón blanco.
—¿Son todos de Blaylock? —preguntó Sam.
—Sí.
Las chinchetas empezaban cerca de la ciudad costera de Lumbo, en Mozambique, y continuaban a través de la cintura de África hasta la costa occidental de Angola, antes de saltar de isla en isla primero por la línea de la costa y luego hacia el oeste a través del Atlántico hasta el saliente más al este de Brasil, donde giraban al norte y seguían la costa de Sudamérica más allá de Trinidad y Tobago hasta el mar del Caribe.
—¿Tenemos que creer que Blaylock visitó todos esos sitios? —preguntó Remi.
—Capturó el Shenandoah en mil ochocientos setenta y dos y luego fue en busca de su pájaro enjoyado —contestó Sam—. ¡Quién sabe cuánto tiempo estuvo en el mar! Podrían haber sido décadas, no lo sé.
—Esto me suena —dijo Remi—. Pete, Wendy, colocad el primer mapa al lado de este, por favor.
Ellos hicieron lo que les pidió.
Remi se quedó mirando la configuración de los mapas durante casi un minuto entero antes de sonreír débilmente.
—¿Lo veis? —preguntó.
—¿Ver qué? —preguntó Sam.
Remi se acercó a uno de los ordenadores como respuesta.
—Wendy me ha estado enseñando a manejar un poco el Photoshop. A ver cuánto he aprendido. Sentaos todos. Puede que me lleve unos minutos.
Como tapaba el monitor del ordenador con la parte superior del cuerpo, nadie podía ver lo que estaba haciendo. Detrás de la mesa de trabajo, Sam se inclinó a un lado, tratando de echar una ojeada.
—Ni se te ocurra, Fargo —murmuró Remi.
—Perdón.
Veinte minutos más tarde, Remi se volvió en su asiento y se dirigió al grupo.
—Muy bien. ¿Os acordáis del Códice de Orizaga? Todos asintieron con la cabeza.
—¿Os acordáis del símbolo que ocupaba la mitad superior?
Más asentimientos de cabeza.
—Enciende el televisor, Selma.
—Caramba —dijo Sam—. Hemos estado mirándolo todo el tiempo. No te valdría ningún premio de cartografía, pero todas las piezas importantes están ahí. Recuérdame cuándo llegaron los malgaches a Madagascar.
—En el siglo I o II.
—¿Y cuándo aparecieron los aztecas en México por primera vez?
—En el siglo VI.
—Los malgaches abren camino desde la isla de Célebes, y unos siglos más tarde una flota más grande (unas cien embarcaciones si el Códice de Orizaga es exacto) llega a Madagascar, pero no se detiene allí. Sigue dirigiéndose hacia el oeste hasta que encuentra México.
—El viaje debería haberles llevado años —dijo Pete—. Solamente recorrer África a pie debería haber durado seis meses o más. Haciendo un cálculo aproximado, a ocho personas por canoa, estamos hablando de hasta ochocientas personas.
—Sam ya lo dijo: fue un éxodo —contestó Remi.
—¿Cómo sabemos que no rodearon el extremo sur de África? —preguntó Wendy.
—Por dos motivos —respondió Remi—. Primero, como puedes apreciar, esa zona no aparece en su mapa; segundo, tal vez lo intentaran, pero no me imagino a nadie capaz de rodear el cabo de Buena Esperanza con canoa.
—Sus aguas son unas de las más implacables del mundo —convino Sam—. Ahí va la pregunta del millón de dólares: ¿dónde queda exactamente el gran signo de interrogación en tu mapa?
—Ahí me has pillado. Indonesia es un lugar muy grande. Para Blaylock, probablemente era el lugar donde creía que encontraría el tesoro. Para los aztecas, era Chicomoztoc. Cuando el rey Cuauhtemotzin dictó el códice a Orizaga, estaba intentando indicar de dónde provenían sus antepasados, pero después de siglos transmitiendo la historia de una generación de la realeza a otra Cuauhtemotzin no podía ser más concreto.
—Lo que yo quiero saber es por qué se marcharon —dijo Pete.
Esa pregunta obtuvo una respuesta al menos parcial dos horas más tarde cuando Stan Dydell, el antiguo profesor de Remi, llamó a Selma y le solicitó una videoconferencia. El grupo se reunió alredor del televisor de la sala de trabajo. La cara sonriente de Dydell apareció en la pantalla. En apariencia, era justo lo contrario de George Milhaupt: alto, delgado y con una tupida cabellera canosa.
—Buenos días, Remi. Me alegro de volver a verte.
—Lo mismo digo, profesor.
—Ese hombre que tienes al lado debe de ser Sam.
—Encantado de conocerle, profesor.
Sam le presentó a Pete y a Wendy.
Dydell saludó con la cabeza.
—Mi secretaria me está ayudando con todo esto. No os importa, ¿verdad? Creo que me he quedado un poco desfasado con la tecnología.
—En absoluto —dijo Remi.
—Me imagino que estáis deseando hablar de vuestro hallazgo, así que iré directo al grano. Primero, hablemos de las fotos que me enviasteis. La embarcación en sí no es especial: forma de canoa, dos batangas y un mástil. Sin embargo, el tamaño es imponente. Segundo, probablemente no os diga nada que vosotros no hayáis averiguado ya, pero la talla del bauprés se parece extraordinariamente a Quetzalcoatl, la gran serpiente emplumada de los aztecas.
—Nosotros hemos pensado lo mismo.
—Hemos hablado de Quetzalcoatl —dijo Sam—, pero ¿qué significa?
—Como en la mayoría de los sistemas míticos aztecas, Quetzalcoatl desempeña una serie de papeles que dependen del período y de las circunstancias. En algunos casos, Quetzalcoatl estaba relacionado con el viento, el planeta Venus, las artes y el conocimiento. También era el dios principal de los sacerdotes aztecas. Por otra parte, se creía que era el responsable de la separación de la tierra y el cielo, y una figura decisiva en la creación de la humanidad.
—Era un hombre orquesta —comentó Sam—. ¿Y la otra talla, la de popa…?
—Está claro que es algún tipo de pájaro, si bien no lo reconozco. En cuanto al pergamino que tenéis… Es una copia del Códice de Orizaga, pero supongo que eso también lo sabíais.
—Sí —afirmó Remi.
—¿Y también sabéis que puede que tengáis la única copia que existe?
—No, no lo sabíamos.
—De hecho, hasta ahora se creía que no había copias. Solo el original. Se decía que Javier Orizaga, de la Compañía de Jesús, llegó a México como miembro de la fuerza de desembarco de Cortés. Iba acompañado de un grupo de frailes y otros religiosos, presuntamente para ayudar a convertir a los salvajes.
»Unos meses después de que Orizaga escribiera su códice, las autoridades lo mandaron de vuelta a casa. Cuando regresó a España, la Iglesia le confiscó el códice. Orizaga fue encarcelado e interrogado durante dos años y luego liberado, después de ser denunciado por la Iglesia y el Estado. Se marchó de España y viajó a la actual Indonesia, donde se quedó hasta su muerte, que se produjo en mil quinientos cincuenta y seis.
—Indonesia otra vez —murmuró Sam—. Profesor, ¿sabemos en qué lugar exacto de Indonesia?
—No estoy seguro. Puedo consultarlo. El códice que tienes, Remi, ¿dónde lo encontraste?
—En África.
—Interesante. Si es auténtico, es un hallazgo increíble. ¿Has solicitado un análisis físico?
—Todavía no.
—Pues tendrás que hacerlo. De momento, vamos a suponer que es auténtico. Posee una serie de características que además de notables podrían ser revolucionarias.
—¿Se refiere a que el último rey de los aztecas se lo dictó a Orizaga? —dijo Sam.
—Eso y más. Tengo que reconocer que la parte superior me ha dejado perplejo. En cuanto a la parte inferior… Os diré lo que me llama la atención: la escena del centro del pergamino representa claramente un viaje por mar de un gran número de embarcaciones. En la parte inferior izquierda aparece, en mi opinión, una representación de la llegada de los aztecas a la zona que se convertiría en su capital, Tenochtitlán.
Al ver sus expresiones de estupefacción, Dydell soltó una risita y continuó:
—Dejad que refresque vuestros conocimientos sobre imaginería azteca. Según la leyenda, los aztecas supieron que habían encontrado su tierra natal cuando se toparon con un águila posada sobre un cactus que estaba devorando a uña serpiente. La imagen de vuestro códice representa básicamente lo mismo. El pájaro y la flora son distintos y no hay ninguna serpiente, pero el tema está presente.
—¿Por qué no son idénticos? —preguntó Sam.
—Creo que es un caso de lo que me gusta llamar IDM: Iconografía de Desplazamiento Migracional. Es una teoría que me ronda la cabeza desde hace tiempo. Básicamente, consiste en lo siguiente: cuando los pueblos antiguos migraban, tendían a cambiar de mitos e imaginería para adaptarse a su nueva geografía. En realidad, es muy común.
»Si esos aztecas del Viejo Mundo, a falta de un término mejor, llegaron a México nueve siglos antes de que surgiera el Imperio azteca, es totalmente razonable pensar que su iconografía original hubiera cambiado drásticamente… por no hablar de su aspecto cuando se cruzaron con la gente de la zona.
Sam y Remi se miraron.
—Me parece plausible —dijo Sam.
—Vaya, eso es bueno, porque ésa es la parte sencilla —dijo Dydell—. La imagen de la esquina inferior derecha, la que claramente se hizo para representar a Chicomoztoc, es la verdaderamente llamativa. ¿Has examinado la imagen detenidamente, Remi?
—No mucho —admitió ella.
—Existen varias diferencias entre la representación tradicional de Chicomoztoc y la que vosotros tenéis. En primer lugar, no hay ningún sumo sacerdote en la entrada, y las caras que normalmente se encuentran agrupadas en cada una de las cuevas no están.
—No puedo creer que lo haya pasado por alto.
—No seas dura contigo misma. En clase apenas tocamos Chicomoztoc. Dejando eso aparte, lo que me resulta tan fascinante es lo que hay en el centro de la cueva. Me he tomado la libertad de ampliar la versión escaneada que me enviasteis. —Dydell apartó la vista de la cámara y dijo—: Gloria, ¿te importa…? Muy bien, gracias. —Volvió a mirar a la cámara—. Esta imagen está ampliada al cuatrocientos por ciento. Gloria dice que debería aparecer en vuestra pantalla. ¿La tenéis? —preguntó Dydell.
—Sí —contestó Sam.
—Lo primero en lo que seguramente os fijaréis es la criatura que está entre las dos figuras masculinas del centro de la cueva. La ubicación hace pensar que se trata de un centro de veneración. La mitad inferior de la criatura parece ser Quetzalcoatl. Pero la mitad superior es difícil de distinguir. Podría ser la cola u otra cosa.
—Una de las figuras está de pie y la otra arrodillada —dijo Sam—. Eso tiene que significar algo.
—Ya lo creo. Parece indicar que es una súplica. Por otra parte, ¿os habéis fijado en que la figura de la derecha sujeta algo?
—Es el símbolo náhuatl del sílex —dijo Remi.
—Estás en lo cierto. Normalmente, clasificaría la escena como una ceremonia sacrificial de algún tipo, pero tenéis que recordar que los aztecas tenían un lenguaje «escrito» muy metafórico. El sílex también puede representar la separación y la ruptura de antiguos lazos.
»Y aquí viene lo gordo: en los dibujos tradicionales de Chicomoztoc, aparecen dos grupos de huellas: unas que entran en la cueva y otras que salen. En vuestro dibujo solo hay un grupo.
—Y salen de la cueva —dijo Sam.
—Si lo sumáis todo (la figura suplicante, Quetzalcoatl, el sílex, las huellas), tenéis lo que en mi opinión es una ceremonia de exilio. La figura de la izquierda, junto con todos sus seguidores, fue desterrada. Basándonos en el resto del códice, se marcharon de Chicomoztoc, embarcaron en su flota, se dirigieron al oeste y acabaron en México, donde se convirtieron en lo que la historia considera el pueblo azteca.
—Profesor, ¿sabemos qué fue del códice original de Orizaga? ¿Lo destruyó la Iglesia o está escondido en algún archivo?
—Ninguna de las dos cosas, pero estoy seguro de que no querían que viera la luz. En mil novecientos noventa y dos, la Iglesia organizó una subasta de objetos antiguos pero en general triviales: cartas, ilustraciones… Por lo visto, alguien metió la pata, y el Códice de Orizaga se incluyó en el lote. Fue comprado por un millonario mexicano, creo. Un magnate del café.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Sam.
Dydell vaciló, pensando.
—Garza. Alfonso o Armando, no me acuerdo.
Hablaron con Dydell unos minutos más y pusieron fin a la conexión. Como era habitual en ellos, Sam y Remi estaban en la misma onda. Casi al unísono dijeron a Wendy:
—¿Crees que puedes hacer algo para limpiar la…?
—Lo sé… La imagen de Quetzalcoatl. Ahora mismo me pongo.
A continuación, Sam y Remi se volvieron hacia Selma, pero ella ya se les había adelantado y estaba sentada ante su ordenador, tecleando.
—Ya lo tengo. Alfonso Garza, padre de Cristian Garza. Actualmente conocido como Quauhtli Garza, presidente de México y dirigente del Partido Mexica Tenochca.
Sam y Remi sonrieron.
—Ahí es donde empezó todo —dijo él—. Al igual que Blaylock, Garza se apoderó del códice y se contagió. Lo consumió la curiosidad.
Remi asintió con la cabeza.
—Y lo condujo a un lugar que no esperaba.
Treinta minutos más tarde Wendy había acabado.
—He tenido que completarla echándole un poco de creatividad, pero creo que he conseguido una representación pasable del aspecto que debió de tener originalmente.
—Esa cara me suena —dijo Sam.
Remi asintió con la cabeza.
—El pájaro de Blaylock.
El día tocó a su fin con una llamada telefónica que Sam y Remi, debido al agotamiento, habían olvidado que estaban esperando. Selma cogió el teléfono, escuchó unos instantes, colgó y se dirigió a su ordenador. Un minuto más tarde, la impresora láser empezó a runrunear. A continuación, regresó a la mesa con un fajo de papeles.
—El informe del laboratorio sobre las muestras que tomaron de la canoa.
—Haz los honores —dijo Sam.
Selma echó un vistazo a las hojas y dijo:
—La madera es de durián, originario de Borneo, Indonesia y Malasia.
—Otro punto para Indonesia —dijo Sam—. Parece que hay una pauta clara.
—La resina que rasparon del casco está compuesta de la savia de una subespecie de un árbol gomero, que también se encuentra en Indonesia. Por último, la tela que extrajeron de dentro del casco… Han encontrado restos de hoja de pandano, rota y palma de paraguas.
—A ver si lo adivino —dijo Remi—. ¿Materiales utilizados en la fabricación de lona natural?
Selma asintió con la cabeza.
—Y todos originarios de Indonesia —añadió Sam.
—Está que se sale —contestó Selma—. ¿Les reservo los billetes para el vuelo ya o espero hasta mañana?