21
Temiendo dejar marcas reveladoras si arrastraban el cajón, decidieron dejarlo donde estaba. Sin pretenderlo, lo habían dejado en un lugar ideal: un riachuelo seco junto a la orilla del río. Lo cubrieron de maleza y luego, empleando manojos de follaje para borrar sus huellas, se alejaron del banco de arena andando hacia atrás en dirección a terreno llano hasta un bosquecillo. Treinta metros más allá de la línea forestal encontraron una depresión de tres por tres metros rodeada de troncos caídos. El lugar les ofrecía un punto panorámico desde el que observar no solo el cajón sino también el terreno abierto hasta la playa.
Después de explorar la zona con las bocas de los fusiles para espantar a las serpientes o a otros bichos, se instalaron en el refugio. Mientras Sam estaba atento por si recibían visita, Remi hizo un inventario de sus mochilas.
—Recuérdame que mande una carta de agradecimiento a la empresa de las bolsas con cierre hermético —dijo—. Casi todo está seco. El teléfono por satélite parece en buen estado.
—¿Cuánta batería queda?
—Suficiente para una llamada, tal vez dos.
Sam consultó su reloj. Acababan de dar las dos de la madrugada.
—Puede que sea el momento de llamar a Ed Mitchell para aceptar su oferta.
Remi sacó la tarjeta de Mitchell de su mochila y se la pasó. Sam marcó.
Un voz áspera contestó al tercer timbre:
—¿Sí?
—Ed, soy Sam Fargo.
—¿Eh?
—Sam Fargo, el pasajero al que llevaste a la isla de Mafia hace un par de días.
—Ah, sí… Oye… ¿qué hora es?
—Las dos, más o menos. No tengo mucho tiempo. Necesitamos evacuación.
—Vaya, hacía tiempo que no oía esa palabra. ¿Estáis en un apuro?
—Podría decirse que sí.
—¿Dónde estáis?
—En tierra firme, a unos siete kilómetros al este de la Gran Sukuti —contestó Sam, y acto seguido le hizo una descripción de la zona.
—Os gusta viajar —dijo Mitchell—. Un momento.
Sam oyó un sonido de papel arrugado y luego silencio. Mitchell regresó al teléfono.
—Sabéis que estáis justo en medio del infierno de los cocodrilos, ¿verdad?
—Sí.
—No puedo llegar ahí en avión de ala fija. Tendré que usar un helicóptero. Eso no es nada fácil.
—Te compensaremos.
—Sé que lo haréis, pero eso no me preocupa. Probablemente no llegue allí hasta poco después de que amanezca. ¿Podéis aguantar?
—Qué remedio —dijo Sam.
—¿Me vais a disparar cuando llegue?
—No te lo garantizo.
Hubo unos segundos de silencio, y entonces Mitchell soltó una risita.
—Qué demonios. La vida es una aventura arriesgada o no es nada.
Sam se rió al oír eso.
—Ya lo creo.
—Está bien, intentad pasar desapercibidos. Llegaré allí al rayar el día. Por si tengo competencia en la zona de aterrizaje, lanzaré humo azul para que no me disparéis.
Sam colgó. A su lado, Remi dijo:
—Toma, bebe.
Sam se volvió, bebió un buen trago de la cantimplora y aceptó un trozo de cecina. Le relató su conversación con Mitchell.
—Ese hombre ha pasado a nuestra lista permanente de Navidad. Entonces llegará dentro de cuatro o cinco horas.
—Con suerte.
Permanecieron en silencio, masticando durante varios minutos. Sam miró el reloj.
—Hace cuarenta minutos que salimos de la isla.
—No pensarás que han…
Sam levantó la mano. Remi se calló. Instantes más tarde, ella dijo:
—Las oigo. Hay dos, cerca de la costa. Sam asintió con la cabeza.
—Es difícil de saber, pero suenan como las lanchas Rinker. Será mejor que pensemos eso.
—¿A cuánto estamos del mar?
—A unos cuatrocientos metros, tal vez un poco más.
Escucharon varios minutos más. El sonido de motores aumentó de volumen y de repente se apagó.
—Están en tierra —dijo Sam.
Comprobaron sus armas: dos AK-74, uno con el cargador lleno, el otro sin la docena aproximada de cartuchos que Remi había disparado al carro remolcador; el Magnum 357; y la Heckler & Koch P30. Era imposible saber si eso bastaría en caso de que estallara un tiroteo. Hasta el momento habían tenido suerte con Rivera y sus hombres, pero ni Sam ni Remi se hacían ilusiones: en un enfrentamiento directo, tenían muy pocas posibilidades de vencer a unos soldados de las Fuerzas Especiales.
—Pongámonos cómodos —dijo Sam.
—Y hagámonos invisibles —añadió Remi.
Después de meter sus mochilas debajo de un tronco podrido y de cubrirlas con marga, hicieron otro tanto consigo mismos, tumbándose a lo largo, con las cabezas pegadas, de forma que los dos pudieran ver los accesos desde la playa. Sam le dio a Remi un puñado de barro para que se cubriera la cara y a continuación se embadurnó la suya.
—Prométeme una cosa, Sam —dijo Remi, mientras se untaba.
—¿Una suite en el Moevenpick? —aventuró él.
—Iba a decir una ducha caliente y un buen desayuno, pero ya que te ofreces, he estado haciendo una lista.
Mirando a través de un hueco entre los troncos, Remi vio un punto de luz a varios cientos de metros al este. Dio un golpecito a Sam en el hombro, esbozó con los labios la palabra «linterna» y señaló con el dedo. El haz de la linterna parecía flotar en el aire, desapareciendo y volviendo a aparecer entre los árboles a medida que su dueño se abría camino cuidadosamente hacia el interior.
—Tengo que reconocer una cosa de Rivera —susurró Sam—: es como un perro con un hueso.
—Probablemente él haya dicho lo mismo de nosotros pero con palabras menos agradables. ¿Vamos a esperar hasta que les veamos el blanco de los ojos?
—No, vamos a cruzar los dedos para que no vengan en esta dirección.
—¿Por qué no van a venir?
—En África, oscuridad y bosque equivalen a depredadores.
—Podría haber prescindido de esa información.
—Lo siento.
En el momento justo, en algún lugar a lo lejos oyeron el resoplido grave de un gran felino. Era un sonido que habían oído antes, pero en safaris organizados o desde la seguridad de un pabellón de caza. Allí, al descubierto y solos, el sonido era espeluznante.
—Está muy lejos —susurró Sam.
Pronto una segunda linterna se unió a la primera; luego una tercera y una cuarta. Los hombres se movían en formación en línea como en una partida de caza. Al poco rato, el grupo estaba lo bastante cerca para que Sam y Remi pudieran ver las figuras situadas detrás de las linternas. Como era de esperar, cada hombre parecía llevar un fusil de asalto.
Al cabo de cinco minutos llegaron al banco de arena, donde el grupo confluyó. Uno de los hombres —Rivera, tal vez— parecía ser el que daba las órdenes, señalando primero a un lado y a otro de la playa, y luego al interior. Alumbraron la orilla y el agua con sus linternas. En dos ocasiones, los haces parecieron deslizarse sobre la paleta del helicóptero que sobresalía del agua, pero no se produjo ninguna reacción. De repente, uno de los hombres señaló con el dedo el otro lado del río. Casi al unísono, todos los hombres descolgaron sus fusiles.
—Han visto a nuestros amigos con colmillos —susurró Remi.
Con las armas en ristre, el grupo se retiró del banco de arena hasta situarse en el terreno con matorrales. Debatieron durante otro minuto y luego se separaron: una pareja andando río abajo y la otra río arriba. Sam y Remi observaron detenidamente a la última pareja; como el río lindaba con el margen norte del bosquecillo, el camino de la pareja los llevaría a quince metros del escondite.
—Eché un vistazo cuando estábamos en el aire: el cruce más cercano está a un kilómetro y medio río abajo. Ahora veremos lo decididos que están.
Temiendo claramente los peligros que el río podía albergar, los dos hombres se mantenían a una distancia prudencial de la orilla, andando de izquierda a derecha a través del campo de visión de Sam y Remi hasta que el río formaba un recodo al este y se juntaba con el bosquecillo. Allí giraron al sudeste, enfocando el límite forestal con sus linternas mientras caminaban. Ahora que estaban a seis metros de distancia, sus figuras resultaban más definidas. Una era más definida que la otra: alta y delgada, se movía con el paso sobrio y resuelto de un soldado. Era Itzli Rivera.
De repente, Sam notó una pata con garras arrastrándose sobre uno de sus tobillos. Antes de que pudiera resistir el impulso, dio una patada con el pie. La criatura oculta chilló y se marchó correteando entre la maleza.
Rivera se detuvo súbitamente y levantó un puño cerrado, la señal universal de los soldados para indicar «¡Alto!». Su compañero se paró en seco, e hincaron lentamente una rodilla en el suelo al unísono. Las linternas se apagaron. Cada hombre empezó a volver la cabeza, mirando, escuchando. Las linternas se encendieron de nuevo y comenzaron a iluminar los árboles, deteniéndose de vez en cuando aquí y allá. Rivera lanzó una mirada por encima del hombro e indicó algo con un gesto a su compañero. Se levantaron juntos, se volvieron y empezaron a abrirse paso cuidadosamente hasta los árboles, directos hacia el escondite de Sam y Remi.
Sam notó la mano de Remi en el hombro. Alargó un brazo y se la apretó en actitud tranquilizadora.
Rivera y su compañero siguieron acercándose. Estaban a unos nueve metros de distancia.
Luego a seis metros. Tres.
Se pararon, miraron a un lado y al otro, y los haces de sus linternas exploraron los huecos entre los troncos situados alrededor de Sam y Remi. Se partieron unas ramas. Rivera susurró algo a su compañero. Sam y Remi notaron que el tronco que tenían sobre la cabeza se hundía unos centímetros. Las punteras de un par de botas aparecieron en el extremo del tronco, y el haz de una linterna recorrió la depresión.
Pasaron cinco interminables segundos.
La linterna se apagó. Las botas se retiraron, seguidas de un golpe doble cuando Rivera bajó del tronco. Poco a poco, las pisadas se fueron desvaneciendo.
Sam contó hasta cien y levantó despacio la cabeza hasta que pudo ver a través del hueco. Recortados por la luz de sus linternas, Rivera y su compañero volvieron al límite forestal y se dirigieron al sur hacia el banco de arena. Sam los observó durante otro minuto y volvió la cabeza para acercar la boca al oído de Remi.
—Se están alejando. Nos quedaremos aquí por si regresan.
Permanecieron inmóviles durante los siguientes veinte minutos, lo más quietos posible en su refugio, hasta que por fin oyeron a lo lejos el rugido de los motores de las lanchas al arrancar.
—Un poco más —susurró Sam. Dejó pasar otros cinco minutos y a continuación salió de debajo del tronco—. Voy a echar un vistazo.
Salió arrastrándose de la depresión y desapareció. Regresó diez minutos más tarde.
—Se han ido.
Ayudó a Remi a salir de su escondite. Ella resopló.
—Más vale que la campana lo merezca.
—Dentro de pocas horas estaremos libres de peligro.
Ed Mitchell cumplió con creces lo prometido. Justo cuando el sol estaba asomando entre el bosque hacia el este oyeron el ruido de los rotores de un helicóptero. Para mayor seguridad, Sam y Remi volvieron a meterse en su refugio, mirando a hurtadillas de vez en cuando conforme los rotores sonaban más fuerte. Vieron un helicóptero Bell amarillo y blanco hacia el oeste que sobrevoló la playa y giró hacia el interior, siguiendo el curso del río. Cuando el helicóptero llegó al banco de arena, la portezuela del piloto se abrió. Un instante más tarde, empezó a elevarse humo azul sobre el suelo.
Sam y Remi salieron juntos y se levantaron.
—¿Lista para volver a casa? —preguntó Sam. Remi negó con la cabeza, y él soltó una risita—. Está bien. Perdona. Una ducha caliente y un desayuno.
Una hora más tarde, con el cajón bien sujeto con correas a la plataforma del helicóptero, tocaron tierra en la pista de aterrizaje de Ras Kutani. Mientras Mitchell se marchaba corriendo a recoger su vehículo para el trayecto de vuelta a Dar es Salaam, Sam y Remi utilizaron el teléfono por satélite para hacer la llamada a Selma que tenían pendiente desde hacía mucho tiempo.
—¿Dónde han estado metidos? —dijo su investigadora jefe por el altavoz—. He estado pegada al teléfono.
—¿Es esa tu forma de decir que estabas preocupada por nosotros? —preguntó Remi.
—Sí. Y ahora explíquense.
Sam le relató brevemente lo ocurrido en los últimos días y concluyó con la recuperación de la campana. Selma suspiró.
—Ojalá pudiera decir con seguridad que no han desperdiciado el tiempo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sam.
—Ayer recibimos el primer envío del museo de Morton. Entre objetos de todo tipo, encontramos algo parecido a una especie de diario: el diario de Blaylock, para ser exactos.
—Eso es una buena noticia —dijo Remi. Y a continuación añadió con vacilación:
—¿Verdad?
—Lo sería —respondió Selma— si no fuera porque estoy convencida de que Winston Lloyd Blaylock, el Mbogo de Bagamoyo, estaba loco de atar.