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Estrecho de Sundra, mar de Java, Indonesia
El altavoz situado en la esquina de la terraza del café se encendió:
—Atención, a todos los pasajeros con billete: el Krakatau Explorer zarpará del puerto dentro de cinco minutos. Por favor, embarquen por la pasarela de popa.
El mensaje se repitió en indonesio, francés, alemán y otra vez en inglés.
Sam y Remi, que estaban sentados a una mesa en un rincón al lado de una espaldera cubierta de buganvillas en flor, terminaron su café y se levantaron. Sam dejó un par de billetes de cinco mil rupias sobre la mesa, y salieron de debajo del toldo al muelle.
—¿Has visto alguna señal de ellos? —preguntó Remi.
—No. ¿Y tú?
—No.
Esa misma mañana, cuando la furgoneta del Krakatau Explorer había salido de enfrente del Four Seasons, a Sam le había parecido atisbar a Itzli Rivera, pero no habían vuelto a ver nada durante el trayecto de noventa minutos de Yakarta a los muelles del complejo turístico de Carita. Aunque ir en una furgoneta llena de turistas no era el estilo favorito de vivir aventuras de Sam y Remi, eran perfectamente conscientes de que si Rivera y sus hombres estaban allí realmente, podía resultar desastroso que los pillaran a solas en una carretera apartada, en medio de la selva tropical de Java.
Además, la visita en barco a lo que quedaba del volcán Krakatoa y el recién inaugurado Museo Krakatau no solo era un primer paso a la hora de seguir el funesto rastro de Blaylock —si es que quedaba algún rastro que seguir—, sino también una forma eficaz de obligar a Rivera a salir de su escondite y de apretarle las tuercas. Lo último que el mexicano necesitaba era perder otra vez a sus presas. Para Sam y Remi, era como nadar en compañía de tiburones: mejor tenerlos a la vista que preguntarse por dónde iban a aparecer y a atacar.
Se unieron a la cola de pasajeros que embarcaban a última hora en la pasarela de popa, subieron a bordo y eligieron un lugar en la barandilla de estribor. El Krakatau Explorer era un esquife de fondo plano de treinta y seis metros de eslora, con una timonera oblonga con el techo inclinado en lo alto del castillo de proa. La cubierta de popa, que medía veinticinco metros por doce, estaba dividida en hileras con bancos tapizados de vinilo azul.
Sam estaba atento a los muelles mientras Remi observaba a los otros pasajeros; calculaba que había sesenta a bordo.
—Nada, todavía —dijo.
—Por aquí tampoco.
En el muelle, un par de empleados retiraron la pasarela y la apartaron del esquife. Un tripulante que estaba en la cubierta cerró la puerta. Las amarras fueron soltadas y subidas a bordo. Tres tripulantes más aparecieron ante la barandilla y desatracaron usando unos postes. Y con el estruendo del silbato del Explorer, los motores arrancaron y el esquife se alejó resoplando de los muelles con rumbo al estrecho.
Tres horas más tarde, una voz con acento indonesio sonó por el sistema de megafonía:
—Damas y caballeros, dentro de poco el capitán rodeará el cabo de la isla para acercarnos al museo.
Tal como habían prometido, después de unos minutos la embarcación viró hacia el puerto y se dirigió al este a lo largo de la línea de la costa septentrional de la isla. Los pasajeros se agolparon en la barandilla para contemplar el escarpado acantilado de seiscientos metros de altura: lo único que quedó cuando la mayor parte de la isla colapso en el mar.
El esquife se acercó al muelle del museo, las amarras fueron atadas y la pasarela colocada. Sam y Remi desembarcaron y se dirigieron al edificio principal. Anclado al lecho marino en el borde oeste de la caldera, el museo de más de mil quinientos metros cuadrados estaba construido con cristal templado de dos centímetros y medio de grosor y vigas transversales de acero pintadas de blanco. Según el folleto que Sam y Remi habían cogido en el Four Seasons, el museo contenía la mayor colección de recuerdos y material de referencia sobre el Krakatoa del mundo.
Todo el interior estaba climatizado, y la decoración era minimalista, con suelos de bambú, paredes gris pardo y techos abovedados. El espacio estaba dividido en distintas secciones con paredes de tres cuartos que exhibían fotografías de época, material gráfico e ilustraciones, mientras que unas plataformas independientes sostenían objetos que habían sobrevivido a la catástrofe. Cada sección también contenía una terminal multimedia, equipada con un monitor LCD y control de pantalla táctil.
Sam y Remi pasearon por su cuenta hasta que se les acercó una guía, una joven indonesa con un vestido verde mar.
—Bienvenidos al Museo Krakatau. ¿Tienen alguna pregunta?
—Nos interesan especialmente los barcos que pudieron haber estado anclados en el estrecho en el momento de la erupción —dijo Remi.
—Por supuesto. Tenemos una sección dedicada precisamente a eso. Por aquí, por favor.
Siguieron a la mujer a través de varias secciones antes de llegar a una con una etiqueta en la que se leía: los efectos marítimos. Dos paredes estaban dedicadas a daguerrotipos ampliados del estrecho y de las bahías y los puertos de los alrededores. En la tercera había copias de páginas de cuadernos de bitácora de barcos, noticias de periódicos, cartas e ilustraciones. En las plataformas del centro de la sala había una colección de quincalla recuperada, supuestamente de las embarcaciones afectadas por la erupción.
—¿Cuántos barcos había en la zona en ese momento? —preguntó Remi.
—Oficialmente, catorce, pero un día cualquiera de mil ochocientos ochenta y tres había cientos de pequeñas embarcaciones de pesca y buques de carga navegando de un lado a otro. Naturalmente, era más fácil dar cuenta solo de los barcos debido a las demandas de los seguros. Además, hemos cotejado diarios de distintos capitanes para poder referenciar todas las embarcaciones presentes.
Situado frente a una placa en la pared opuesta, Sam preguntó:
—¿Esto es una lista de los barcos y las tripulaciones?
—Sí.
—Reconozco uno de estos nombres: el Berouw. La guía asintió con la cabeza.
—No me extraña. El Berouw tiene cierta fama. Era un vapor de ruedas laterales que estaba anclado en la bahía de Lampung a ochenta kilómetros del Krakatoa. Lo alcanzó uno de los tsunamis y lo arrastró varios kilómetros por el río Koeripan. El barco fue encontrado casi intacto, pero toda la tripulación murió.
—Solo hay trece nombres —dijo Remi.
—¿Cómo?
—En esta lista. Ha dicho que había catorce barcos, pero aquí solo aparecen trece.
—¿Está segura? —La guía se acercó a la placa y contó los nombres—. Tiene razón. Qué raro. Bueno, supongo que es un error administrativo.
Remi sonrió.
—Gracias por su ayuda. Creo que haremos un pequeño recorrido.
—Claro. Si tienen mucho interés, prueben la terminal multimedia con toda libertad. Todos los documentos de nuestra colección, incluso los que no están expuestos, se pueden consultar allí.
Remi se acercó a la pared con fotografías donde estaba Sam.
—Tenía la ligera esperanza de que el nombre del Shenandoah estuviera en la lista.
—¿Te sirve una foto? —dijo Sam.
—¿Qué?
Él señaló la foto superior de la pared, una ampliación de un metro veinte por un metro ochenta. La placa que tenía al lado rezaba:
MIRANDO HACIA EL NORDESTE DESDE LA CUBIERTA DEL BUQUE DE CARGA BRITÁNICO SALISBURY, ANCLADO A 17 KILÓMETROS AL ESTE DEL KRAKATOA, 27 DE AGOSTO DE 1883.
VISTA: PULAU (ISLA) LEGUNDI Y DESEMBOCADURA DE LA BAHÍA DE LAMPUNG
—¿Lo ves? —preguntó Sam.
—Sí.
En primer plano de la foto, contra el fondo de Pulau Legundi, había un clíper de tres mástiles con aparejo de cruz, con la parte superior del casco pintada de negro.
—No significa nada —dijo Remi—. Estoy segura de que en esa época había muchos barcos idénticos al Shenandoah.
—Estoy de acuerdo.
—Vamos a averiguarlo. El Shenandoah tenía setenta metros de eslora, pesaba mil doscientas toneladas y estaba equipado para el combate. Te aseguro que si un barco como ése entró en el estrecho de Sundra, cualquier capitán o cualquier oficial de guardia que se preciara debió de tomar nota.
Se dirigieron a la terminal multimedia, juguetearon con la pantalla táctil unos instantes y empezaron a examinar los archivos del museo, organizados por tema, fecha y palabra clave. Después de probar varias combinaciones de palabras durante una hora, Sam encontró una entrada escrita por el capitán de un buque mercante alemán llamado Minden. Abrió el texto traducido en la pantalla:
26 de agosto de 1883, 14,15 horas: Nos ha pasado cerca por la popa un clíper de vapor y vela de identidad desconocida. Ocho cañoneras observadas en el través de estribor. El barco ha rehusado devolvernos el saludo. Está anclado en la parte sur de Pulau Legundi.
Sam se desplazó por unas cuantas entradas más y volvió a detenerse:
27 de agosto de 1883, 06.30 horas: Las erupciones empeoran. Casi nos inunda una ola traicionera. He ordenado a la tripulación que se prepare para una partida de emergencia.
—Allá vamos —murmuró Sam.
Tocó la pantalla táctil, y apareció otra entrada del diario:
27 de agosto de 1883, 08.00 horas: Avanzamos a velocidad máxima, rumbo 041. Espero que lleguemos a la parte de sotavento de Pulau Sebesi. El clíper identificado sigue anclado en la parte sur de Pulau Legundi. Una vez más, ha rehusado saludarnos.
Sam siguió desplazándose y se detuvo.
—Se acabó. Es la última entrada del Minden. Podría ser el Shenandoah. El marco temporal es correcto, y también lo es la descripción: ocho cañoneras. El mismo número que el Shenandoah.
—¿Y si lo es? —contestó Remi—. La última entrada del Minden es de dos horas antes de la erupción final del Krakatoa. El barco que vieron probablemente huyó y o bien escapó o se vio alcanzado por el tsunami o por el flujo piroclástico.
—Existe otra posibilidad —apuntó Sam.
—¿Cuál?
—Que corriera la misma suerte que el Berouw. Que fuera alcanzado y arrastrado hacia el interior.
—¿No lo habrían encontrado a estas alturas?
—Puede que sí y puede que no.
—Sumatra es una isla grande, Sam. ¿Por dónde propones que empecemos?
Sam señaló otra vez la fotografía.
—Por el último sitio donde estuvo anclado.
—Hola, señores Fargo —dijo una voz detrás de ellos.
Sam y Remi se dieron la vuelta.
Delante de ellos estaba Itzli Rivera.
—No dejamos de encontrarnos —dijo Sam—. Sinceramente, nosotros podríamos vivir sin ello.
—Yo puedo solucionarlo.
—Si le ayudamos a terminar lo que no ha podido concluir solo.
—Me lee el pensamiento.
—El problema de ese plan —dijo Remi— es que al final usted nos mata.
—No tiene por qué ser así.
—No hay otra forma —contestó Sam—. Usted lo sabe, y nosotros también. Sabemos suficientes cosas sobre el pequeño secreto de Garza para derrocar su gobierno. Comparados con sus otras víctimas, nosotros tenemos mucha información. Asesinó a una mujer en Zanzíbar solo porque encontró una espada.
—Y a ocho personas más por mucho menos, seguramente —añadió Remi.
Rivera se encogió de hombros y extendió las manos.
—¿Qué puedo decir?
—¿Qué tal «¿Dónde está el edificio más alto desde el que pueda tirarme?»?
—Tengo una pregunta mejor: «¿Por qué no me entregan todo lo que han hallado investigando y le digo a mi jefe que los he matado?».
—Después de todo lo que hemos pasado juntos —dijo Remi—, ¿todavía cree que somos tan crédulos? Aprende usted despacio, señor Rivera.
—Hasta ahora han tenido suerte, pero no volverá a ocurrir.
—A ver si lo he entendido bien: opción número uno, le damos todo lo que tenemos y usted nos mata; opción número dos, no le damos nada y vemos cuánto dura nuestra suerte.
—Expresado de esa forma, entiendo su punto de vista —respondió Rivera—. Así que cambiemos los términos: ustedes me dan lo que yo quiero y les prometo una muerte rápida e indolora. O seguimos jugando al gato y al ratón, y cuando al final los coja torturaré a su mujer hasta que me dé lo que quiero.
Sam dio un paso adelante. Miró fijamente a Rivera a los ojos.
—Debería aprender usted buenos modales.
Rivera abrió su chaqueta unos centímetros y dejó a la vista la culata de una pistola.
—Y usted debería aprender a ser más discreto.
—Eso me dice mi mujer.
—Es usted muy terco. Los dos lo son. Nos vamos a ir juntos. Si se resiste o intenta llamar la atención, dispararé a su mujer y luego a usted. Vamos. Tengo una lancha fuera. Saldremos y…
—No.
—¿Cómo?
—Ya he me ha oído.
—No es un farol, señor Fargo. Les dispararé a los dos.
—Estoy convencido de que lo intentará, pero no crea que se lo pondré tan fácil.
—Nadie me detendrá; me habré ido antes de que lleguen las autoridades.
—Y luego ¿qué? ¿De veras cree que hemos venido aquí con todas nuestras pruebas? Subestima usted mucho a la gente. Ha registrado nuestra habitación de hotel y no ha encontrado nada, ¿verdad?
—Sí.
—Lo único que llevamos encima son fotos; nada que no haya visto ya. Si nos mata aquí, todo se hará público. Cuando vuelva a Ciudad de México, todos los informativos estarán dando la noticia.
—No estarían aquí si ya tuvieran todo lo que necesitan. No tienen lo que Blaylock encontró o lo que estaba buscando.
—Ya somos dos.
—Olvida que me he dedicado a guardar este secreto casi una década. Ustedes solo llevan metidos en esto unas semanas. Encuentren lo que encuentren, y cuenten lo que cuenten, nosotros le daremos la vuelta. Saben para quién trabajo y lo poderoso que es. Aunque consigan sobrevivir, cuando hayamos acabado con ustedes serán un par de buscadores de tesoros, sedientos de dinero y ávidos de atención, que se inventaron una fantástica mentira en beneficio propio.
—Pero seguiremos gozando de buena salud —dijo Remi con dulzura.
—Y de nuestro sentido del humor —añadió Sam—. Si tan seguro está, ¿por qué no vuelve a casa y que pase lo que tenga que pasar?
—No puedo hacer eso. Soy un soldado. Tengo órdenes.
—Entonces estamos en un punto muerto. O nos dispara o se marcha.
Rivera lo consideró unos instantes y luego asintió con la cabeza.
—Como quieran. Recuerden que les he dado la oportunidad de hacerlo todo más fácil, señor y señora Fargo. Pase lo que pase, me aseguraré de que mueran en Indonesia.