12
Bagamoyo
De las dos ciudades situadas cerca de Zanzíbar, Dar es Salaam y Bagamoyo, la última era la favorita de Sam y Remi. Con una población de treinta mil habitantes, Bagamoyo es un microcosmos de la historia africana tradicional y colonial sin el bullicio de la gran ciudad que caracteriza a Dar es Salaam y a sus dos millones y medio de habitantes.
Fundada por nómadas omaníes a finales del siglo XVIII, Bagamoyo ha sido hogar de comerciantes de marfil y de sal árabes e indios, de misioneros cristianos, de traficantes de esclavos, del gobierno colonial del África Oriental Alemana, y de cazadores de caza mayor y exploradores con rumbo a Moro-goro, el lago Tanganica y Usambara.
—Aquí pone algo que no sabíamos —dijo Remi, leyendo la guía de viaje mientras Sam conducía—. Durante todos sus años de estancia en África, David Livingstone no visitó nunca Bagamoyo… al menos con vida. Lo llevaron a Bagamoyo una vez muerto y fue amortajado en la vieja torre de la iglesia, actualmente llamada torre Livingstone, a la espera de que subiera la marea para poder transportar su cuerpo a Zanzíbar.
—Interesante —dijo Sam—. Siempre había creído que había usado Bagamoyo como escala, como el resto de la gente. Bueno, estamos en las afueras. ¿Dónde dijo la señora Kilembe que estaba el museo?
Remi arrancó el Post-it del interior de la guía y leyó:
—A dos manzanas de la antigua boma alemana, un fuerte.
Remi le dio la vuelta a la nota.
—No escribió nada más. Supongo que tendremos que buscar los dos edificios.
Encontraron el primero a unos cientos de metros al norte de tres de las principales atracciones turísticas de Bagamoyo: la granja de cocodrilos, las ruinas de Kaole y un baobab con quinientos años de antigüedad. Aparcaron en el camino de tierra que había enfrente del ruinoso fuerte encalado y salieron. Un adolescente pasó con un burro atado con una cuerda. Sonrió de oreja a oreja y dijo:
—Jambo. Habari ganif
Sam contestó a su «Hola. ¿Qué tal están?» en un titubeante swahili:
—Nzuri. Unasema kiingereza?
—Sí, hablo un poco su idioma.
—Estamos buscando el Museo Blaylock.
—Ah, sí, la Casa del Hombre Loco.
—No, el Museo Blaylock.
—Sí, ser lo mismo. Otra boma. Un kilómetro más arriba. Cruz Livingstone, ¿verdad?
—Sí Asante sana —contestó Sam.
—De nada. Adiós.
Y haciendo chasquear la lengua, el chico siguió adelante con su burro.
—Tu swahili está mejorando —comentó Remi.
—No pretendas luego que pida de comer. No me hago responsable de lo que nos sirvan.
—¿A qué se refería con la «Casa del Hombre Loco»?
—Supongo que ya lo descubriremos.
Encontraron la otra boma sin problemas siguiendo las visiones fugaces de sus almenas encaladas hasta que llegaron a su aparcamiento con conchas trituradas. Allí había más lugareños ocupándose de sus asuntos, vendiendo comida y artículos diversos en las fachadas de las tiendas y en carros cubiertos con toldos. Sam y Remi salieron y echaron a andar, buscando un letrero en el que pusiera «Blaylock» o bien «Hombre Loco». Después de veinte minutos de búsqueda infructuosa, pararon ante el carro de un vendedor, compraron dos botellas heladas de cola y le pidieron indicaciones.
—Sí, la Casa del Hombre Loco —dijo el hombre. Señaló al oeste por un estrecho callejón de tierra—. Doscientos metros allí, busquen muro, luego árboles espesos. Giren derecha, busquen camino y encontrarán sitio.
—Asante sana —dijo Remi.
—Starehe.
Según lo indicado, encontraron un muro de ladrillos de barro que les llegaba a la cintura frente a una arboleda de acacias y lavanda silvestre. Giraron a la derecha y, seis metros más adelante, llegaron a una apertura en el muro. Al otro lado, un camino sinuoso los llevó a través de la arboleda hasta una cerca blanca, detrás de la cual había una antigua escuela, larga y estrecha, con un exterior amarillo mantequilla y gruesas contraventanas azul marino. Encima de los escalones del porche había un letrero negro sobre fondo blanco pintado a mano que rezaba: MUSEO y Tienda de Curiosidades BLAYLOCK. Las últimas tres palabras[2] estaban claramente escritas con otra letra, como si hubieran sido añadidas a posteriori.
Una campana tintineó sobre la puerta cuando entraron. Puntales de apoyo tallados a mano recorrían el centro del espacio ofreciendo soporte a las vigas, de las que colgaban docenas de aves africanas mal disecadas en posturas que probablemente pretendían representar el vuelo. Posadas sobre las vigas encima de sus primas inanimadas había varias palomas vivas. Sus arrullos resonaban en la estancia.
Las paredes estaban dominadas por estanterías de mimbre; no había dos que tuvieran la misma altura, la misma anchura o el mismo tono. Separadas a intervalos por la línea media del edificio, había ocho mesas de cartas tambaleantes cubiertas con sábanas raídas. En las estanterías y sobre las mesas había cientos de chismes: estatuillas de marfil y madera que representaban jirafas, leones, cebras, dik-diks, serpientes y personas; colecciones de cuchillos que iban de las variedades de bolsillo habituales a las dagas talladas en hueso; fetiches pintados a mano cubiertos de plumas y trozos de corteza de árbol; mapas dibujados a mano sobre pellejos; retratos y paisajes al carboncillo; brújulas; bolsas de agua hechas con estómagos de animales; y varios modelos de revólveres Webley y balas de diversos tamaños.
—Bienvenidos al Museo y Tienda de Curiosidades Blaylock —dijo una voz en un inglés sorprendentemente correcto.
En el otro extremo de la sala había una solitaria mesa de cartas en la que no habían reparado. Sentado detrás, había un anciano negro con una gorra de béisbol de los Orioles de Baltimore y una camiseta de manga corta blanca con el mensaje: «¿TIENES LECHE?»[3].
—Gracias —contestó Remi.
Sam y Remi se acercaron y se presentaron.
—Yo soy Morton —respondió el hombre.
—Disculpe, pero ¿qué es exactamente este sitio? —preguntó Sam.
—El Museo y Tienda de Curiosidades Blaylock.
—Sí, ya lo sé, pero ¿a quién está dedicado?
—Al mayor explorador africano que ha hollado las costas del Continente Negro —contestó el hombre. Estaba claro que había soltado ese rollo muchas veces—. El hombre al que cientos de personas deben sus vidas y las de sus nietos: Winston Lloyd Blaylock, el Mbogo de Bagamoyo.
—¿El «Mbogo de Bagamoyo»? —repitió Sam—. ¿El Búfalo de Bagamoyo?
—Correcto. El búfalo cafre.
—¿Puede hablarnos de él? —preguntó Remi.
—Mbogo Blaylock vino de Estados Unidos a Bagamoyo en mil ochocientos setenta y dos para hacer fortuna. Medía más de un metro noventa y pesaba el doble que un hombre medio de Tanganica en la época, y tenía la espalda tan ancha como el mbogo que le ha dado nombre.
—¿Éste es él? —preguntó Sam, señalando un daguerrotipo en blanco y negro con grano que había colgado en la pared sobre Morton.
En el daguerrotipo aparecía un hombre alto y ancho de hombros con ropa de safari al estilo de la de Hemingway. Al fondo había una docena de guerreros masái arrodillados con lanzas assegal.
—Es él —confirmó Morton—. La historia completa del Mbogo está disponible en este magnífico ejemplar encuadernado en piel.
Morton señaló con la mano un estante de mimbre de la pared derecha. Remi se acercó y levantó uno de los libros del montón. La cubierta no era de piel, sino más bien de imitación, y estaba toscamente sujeta con grapas. Pegada a la portada había una reproducción de la imagen de la pared.
—Nos llevaremos dos —dijo Sam, y llevó su compra a la mesa de cartas.
Cuando estaba pagando, Remi preguntó:
—Nos han dicho que aquí podríamos encontrar algo sobre un barco. El Ophelia.
Morton asintió con la cabeza y señaló con el dedo un dibujo al carboncillo enmarcado de un velero a vapor de noventa por ciento cincuenta centímetros.
—La búsqueda del Ophelia fue la primera gran aventura de Mbogo Blaylock. Está todo en el libro. Yo mismo escribí el índice. Tardé tres años.
—Eso sí que es dedicación —dijo Remi—. ¿Cómo llegó a venir aquí? ¿Conocía su familia al señor Blaylock?
Por primera vez desde que habían entrado, Morton sonrió. Con orgullo.
—Mi familia es la de Mbogo Blaylock. Soy primo segundo del bisnieto de Mbogo.
—¿Cómo? —dijo Sam—. ¿Es usted familiar de Winston Blaylock?
—Por supuesto. ¿No se nota?
Sam y Remi no supieron qué contestar. Instantes más tarde, Morton se dio una manotada en la rodilla y se echó a reír.
—Les he pillado, ¿verdad?
—Sí —contestó Sam—. Entonces ¿usted no es…?
—No, esa parte es cierta. Sin embargo, el parecido es difícil de apreciar. Pueden ver mi certificado de nacimiento si lo desean.
Antes de que pudieran contestar, Morton lo sacó de una caja de seguridad situada debajo de la mesa. Lo desdobló y lo deslizó en dirección a ellos. Sam y Remi se inclinaron para examinarlo y acto seguido se irguieron.
—Asombroso —dijo Remi—. Entonces ¿Blaylock se casó? ¿Contrajo matrimonio con una mujer tanzana?
—En aquel entonces todavía se llamaba Tanganica, antes de que vinieran los alemanes, ¿saben? Y no, no se casó. Pero tuvo seis concubinas y muchos hijos. Eso también está en el libro.
Sam y Remi intercambiaron miradas de asombro.
—¿Qué fue de él? —preguntó Sam a Morton.
—Nadie lo sabe. Desapareció en mil ochocientos ochenta y dos. Según su nieto, estaba buscando un tesoro.
—¿Qué clase de tesoro?
—Es un secreto que no compartió con nadie.
—Algunas personas del pueblo se han referido a este sitio como la…
—Casa del Hombre Loco —dijo Morton—. No es un insulto. La palabra no tiene fácil traducción al inglés. En swahili, no significa tanto «loco» como… «de espíritu libre». «Salvaje».
—¿Todos estos objetos eran de él? —preguntó Remi.
—Sí. La mayoría de ellos los mató, los fabricó o los encontró con sus propias manos. Otros son regalos y ofrendas. Si me ofrecen un precio justo por alguno, lo consideraré.
—No lo entiendo. ¿Está vendiendo sus posesiones?
—No me queda más remedio. Soy el último descendiente de Mbogo Blaylock. Al menos, el último que sigue aquí. Mis dos nietos viven en Inglaterra. Van a la universidad. Yo estoy enfermo y no voy a durar mucho.
—Lo sentimos, de veras —dijo Sam—. ¿Podemos echar un vistazo?
—Por supuesto. Pregunten todo lo que quieran. Sam y Remi se apartaron.
—¿Crees que todo es verdad? —susurró ella—. El de la foto se parece mucho a Hemingway.
—¿Por qué no llamas a la señora Kilembe y le preguntas?
Remi salió, regresó cinco minutos más tarde y se acercó a Sam, quien estaba mirando detenidamente un bastón fijado a la pared.
—Dice que todo es auténtico. El museo lleva aquí desde mil novecientos quince. —Sam no contestó. Permaneció inmóvil, con la vista clavada en el bastón—. ¿Sam? ¿Me has oído? Sam, ¿qué te tiene tan cautivado?
—¿Ves algo raro en este bastón? —murmuró.
Remi lo examinó unos instantes.
—No, la verdad.
—Fíjate en el puño… la parte metálica con el extremo redondeado.
Ella hizo lo que le pidió. Ladeó la cabeza, entornó los ojos y a continuación dijo:
—¿Es…?
Sam asintió con la cabeza.
—El badajo de una campana.
Se lo quedaron mirando otros diez segundos largos, y acto seguido Sam se volvió hacia Morton y preguntó:
—¿Cuánto pide por todo?