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Madagascar, océano índico

Estaban a mitad de camino de Antananarivo y se acercaban a un pueblo llamado Moramanga en el cruce de la Ruta 2 y la 44 cuando sonó su teléfono por satélite. Remi contestó en el asiento del pasajero.

—Es Rube —dijo un instante después, y conectó el manos libres.

—Hola, Rube —dijo Sam.

—¿Dónde estáis?

—En Madagascar.

—Maldita sea. Me lo temía.

—Algo me dice que lo que te pone nervioso no es una tirria general a Madagascar.

—Alguien marcó vuestros pasaportes en el aeropuerto de Antananarivo.

—¿Cuándo? —preguntó Remi.

—Un par de días antes de que llegarais.

—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó Sam—. No nos pararon cuando pasamos por el control de inmigración.

—Eso es lo que me preocupa. Si hubiera sido una petición del gobierno, deberían haberos parado allí. En la jerga del espionaje, la marca que os han puesto se llama «observación y aviso». Alguien quería saber cuándo llegabais.

—Y no es alguien del gobierno —dijo Sam.

—En los países del Tercer Mundo, donde los ingresos anuales medios son de varios cientos de dólares, se puede comprar una petición de observación y aviso por el precio de una taza de café. Y como Rivera ha demostrado que tiene contactos en África…

—Entendido —contestó Sam—. ¿Alguna recomendación, Rube?

—Haceos a la idea de que alguien os está buscando seriamente; haceos a la idea de que os encontrará. No volváis a Antananarivo. Que Selma localice una pista de aterrizaje privada y un piloto al que no le importe trabajar por dinero y que no se preocupe por los pasaportes.

Ése era el inconveniente de ser quienes eran. Pese a distar de ser famosos, Sam y Remi tenían cierta reputación en el mundillo de los aventureros y de los buscadores de tesoros, y aunque naturalmente tenían detractores, eran respetados por la mayoría. Si los pillaban entrando y saliendo furtivamente de otros países con pasaportes falsos, podían buscarse más problemas de los que el acto en sí merecía: la cárcel, la expulsión, titulares, el sambenito de persona non grata y, tal vez lo más importante, la desaparición de incalculables contactos en el mundo académico. Al actuar abiertamente en la mayoría de los casos, Sam y Remi eran objetivos fáciles para cualquiera dispuesto y capaz de sobornar a la persona adecuada en el lugar adecuado.

—Estamos al tanto de la situación política —dijo Remi—. ¿Cómo nos afecta eso?

—Gravemente. No os alejéis de la civilización y enteraos de dónde están las comisarías de policía.

—Eso puede ser un problema. Ahora mismo estamos en un sitio un poco apartado.

—No sé por qué no me sorprende. Vale, dadme un segundo. —La línea permaneció en silencio durante dos minutos, y luego Rube regresó—. Si las predicciones son exactas, a los rebeldes todavía les falta una semana para estar listos para un ataque importante, pero eso no descarta las escaramuzas. La mayoría de las ciudades a menos de ochenta kilómetros de Antananarivo no deberían correr peligro. Cuanto más grandes, mejor. Los rebeldes están concentrados en el norte. Lo malo es que…

—Rivera y sus matones pensarán lo mismo y buscarán en esos sitios —concluyó Sam.

—Exacto. Ojalá pudiera seros de más ayuda.

—Eres el mejor, Rube. Que no te quepa la menor duda. Te llamaremos cuando estemos a salvo.

La siguiente llamada que hicieron fue a Selma, quien escuchó, hizo unas cuantas preguntas y dijo: «Ahora mismo lo hago», y acto seguido colgó.

Entonces Remi estudió el mapa mientras Sam conducía.

—Tenemos dos opciones —dijo al cabo de unos minutos—. Tomamos una de las docenas de carreteras (y uso la palabra en términos muy generales) que se dirigen al sur, o nos acercamos a pocos kilómetros de Antananarivo. Hay una carretera asfaltada de doble dirección que rodea la ciudad al este y se une a la Ruta Siete que va al sur.

—¿Cómo son las carreteras que no tienen nombre?

—Como podrías esperar: de tierra o de grava, como mucho.

—Las múltiples opciones hacen más difícil seguir la pista a alguien —comentó Sam.

—Y si cogemos la Ruta Siete, habrá que añadir cinco o seis horas a la duración del viaje. Lo que nos sitúa bien entrada la noche.

—Yo voto por la carretera asfaltada —dijo Sam.

—Totalmente de acuerdo.

—Cambiando de tema… El hecho de que Rivera haya marcado nuestros pasaportes aquí, entre todos los sitios posibles, significa algo.

Remi asentía con la cabeza.

—No es difícil adivinarlo. Sabían que aquí había algo que encontrar. Pero ¿se trata de la canoa que hemos descubierto o de algo más?

—Lo sabremos cuando sepamos qué les interesa de Madagascar. Yo creo que han estado aquí antes, pero no encontraron lo que buscaban.

—Eso plantea una pregunta: ¿en qué otros sitios han estado?

Transcurrió la tarde. Más allá de Moramanga, avanzando siempre hacia el oeste y hacia arriba, recorrieron un kilómetro tras otro de arrozales y cruzaron un pueblo tras otro, todos con nombres pintorescos que Remi describió como «parte malgaches y parte franceses, con una pizca de italiano»: Andranokobaka, Ambodigavo, Ambatonifody…

A dieciséis kilómetros al este de Anosibe Ifody, el terreno empezó a variar una vez más y dio paso a una selva tropical intercalada con escarpadas colinas marrones que a Sam y a Remi les recordaron a Tuscany. Unos escarpados acantilados de un reluciente dorado parduzco a la luz del sol se elevaban por encima de las copas de los árboles hacia el norte y hacia el sur. Poco después de las tres pararon en una gasolinera Jovenna a las afueras de Manjakandriana. Remi entró a comprar un tentempié y agua mientras Sam echaba gasolina.

Más abajo, un vehículo policial Volkswagen Passat blanco dobló la esquina y se dirigió a la gasolinera. El Passat, que avanzaba a una velocidad pausada de treinta kilómetros por hora, redujo la marcha al alcanzar el Range Rover. Unos segundos más tarde, el coche patrulla aceleró y siguió manzana abajo, donde paró a un lado de la carretera y aparcó. Sam vio a través de la luneta trasera que el conductor cogía algo del salpicadero y se lo acercaba a la boca.

Remi salió con cuatro botellas de agua y unas bolsas de galletas saladas. Sam volvió al asiento del conductor.

—Tienes cara de preocupación —comentó Remi.

—Puede que sea agotamiento o paranoia, o una combinación de las dos cosas, pero creo que ese coche de policía está interesado en nosotros.

—¿Dónde?

—Más abajo, debajo del toldo con el letrero de Coca-Cola. Remi miró por el espejo retrovisor.

—Ya lo veo.

—Ha reducido la velocidad al pasar a nuestro lado y luego ha aparcado y ha hablado por radio.

Sam arrancó el motor. Permanecieron en silencio varios minutos.

—¿Qué estamos haciendo exactamente? —preguntó Remi.

—Darle una oportunidad.

—Si es un asunto oficial, nos parará —contestó Remi—. Y si no… «observación y aviso».

—Exacto. —Sam metió una marcha—. Te toca hacer otra vez de copiloto, Remi. Vamos a volver hacia atrás.

—¿Adónde?

—Con suerte, a ninguna parte. Si no nos sigue, daremos la vuelta.

—¿Y si nos sigue?

—Entonces seremos fugitivos. Necesitaremos una de esas carreteras sin nombre que mencionaste.

—Somos fugitivos —anunció Remi minutos más tarde. Desde que habían salido de Manjakandriana, había estado mirando a través de la luneta trasera—. Está a un kilómetro y medio.

—Se avecinan curvas y pendientes. Avísame cada vez que lo pierdas de vista.

—¿Por qué?

—Si corremos mucho mientras nos sigue, sabrá que estamos huyendo; así podremos ganar distancia antes de que se dé cuenta.

—Muy astuto, Fargo.

—Solo si funciona.

—¿Y si intenta detenernos?

—No quiero ni pensarlo.

Durante los siguientes quince minutos Sam siguió las indicaciones de Remi, pisando a fondo el acelerador y contando hasta diez cuando Remi decía: «¡Dale!», antes de reducir la marcha otra vez a la velocidad máxima permitida. A un ritmo lento pero constante, aumentaron ochocientos metros la distancia entre ellos y el Passat.

—¿Alguna de esas carreteras no es de grava o de tierra? —preguntó Sam.

Remi examinó el mapa.

—Es difícil saberlo, pero la próxima parece un poco más ancha. Hasta ahora, eso ha significado que hay algún tipo de asfalto. ¿Por qué lo preguntas?

—Para no dejar una estela de polvo.

—Y para girar rápido —dijo Remi—. Puede venirnos bien para las dos cosas.

Sam frunció el ceño.

—Bien pensado. Avísame cuando llegue la curva.

Durante los siguientes minutos, Remi cotejó las carreteras y los indicadores que pasaban con las marcas del mapa.

—Debería ser la próxima curva al sur. —Midió la distancia con la uña del dedo—. Cuatrocientos metros, más o menos. Debería estar al otro lado de esa colina.

—¿Cómo va nuestro amigo?

—Es difícil saberlo con seguridad, pero parece que ha acelerado.

Alcanzaron la cima de la colina y comenzaron a descender. Más adelante, Sam vio el desvío que le había indicado Remi. Pisó el acelerador a fondo, y el Range Rover se lanzó hacia delante. Remi se apoyó contra el salpicadero con los ojos muy abiertos. A cien metros de la curva, Sam movió el pie al freno, lo pisó todo lo que pudo sin derrapar y redujo la velocidad a sesenta y cinco kilómetros por hora.

—Agárrate —dijo Sam, y dio un volantazo a la derecha.

A pesar del elevado centro de gravedad del Rover, los neumáticos se adhirieron a la carretera, pero Sam vio que se había salido de la curva. Giró con cuidado el volante a la izquierda, frenó y dio otro volantazo a la derecha. La parte trasera del vehículo giró súbitamente. El neumático trasero del lado del conductor se salió del arcén. Notaron que el Rover se ladeaba. Sam resistió el impulso de torcer a la derecha y siguió manejando el volante mientras el coche patinaba, hasta que el neumático delantero del lado del conductor se salió del arcén. Una vez alineados, los dos neumáticos del lado del arcén hicieron tracción juntos. Sam aceleró, giró bruscamente el volante a la derecha, y el Rover volvió a meterse en la carretera de un salto.

—¡Gira a la derecha! —gritó Remi, señalando un hueco en el follaje del arcén.

Sam reaccionó en el acto y frenó en seco. El Rover se paró a sacudidas. Sam dio marcha atrás, retrocedió tres metros, volvió a cambiar de marcha y metió el vehículo en el hueco. Las sombras los engulleron. El follaje rozó los lados del coche. Sam avanzó lentamente unos centímetros hasta que el parachoques golpeó una tranquera de madera para el ganado.

Remi pasó al asiento trasero por encima de la consola central y asomó la cabeza para poder ver por la luneta trasera.

—¿Estamos lejos de la carretera? —preguntó Sam.

—Muy poco. Pasará en cualquier momento. —Treinta segundos más tarde, anunció—: Por ahí va. —Se dio la vuelta en el asiento, se recostó y espiró—. ¿Podemos quedarnos un…?

En la carretera principal sonó un chirrido de frenos y luego se hizo el silencio.

Sam y Remi se quedaron paralizados.

A lo lejos, el motor aceleró y los neumáticos rechinaron.

Sam gimió.

—No me fastidies. Ponte el cinturón, Remi.

Pese a estar realmente asfaltada, la carretera era estrecha y sinuosa, sin línea central y con arcenes irregulares. Corriendo a máxima velocidad con el Range Rover, sacaron ochocientos metros de distancia al vehículo patrulla antes de oír que el Passat patinaba en la curva situada detrás de ellos. Cuando tomaron la siguiente curva, una señal pasó a toda velocidad.

Remi la vio.

—Puente angosto.

Sam aceleró, y el vehículo se tragó la recta situada antes del puente. La selva pareció rodearlos a ambos lados. Las puntas verdes de las ramas azotaban las ventanillas laterales. El puente apareció a través del parabrisas.

—¿A eso lo llaman puente? —gritó Remi.

El puente, que cruzaba un estrecho barranco, estaba sujeto a cada lado por un par de cables de acero, pero no había ni puntales centrales ni pilones de apoyo. Cada lado estaba bordeado por barandillas hechas con cercas, postes y cuerda. La superficie del puente era poco más que unas tablas de treinta centímetros paralelas sin nada más que aire y alguna que otra viga transversal entre ellas.

A cincuenta metros de la estructura, Sam pisó a fondo el freno. Él y Remi echaron un vistazo por las ventanillas; no había nada. Ni claros en el follaje, ni desvíos. Ningún lugar donde esconderse. Junto a ellos, un letrero rezaba en francés: Prohibido pasar más de un vehículo. Velocidad máxima: 6 km/h.

Básicamente, paso de peatón.

Sam miró a Remi, quien forzó una sonrisa.

—Como una tirita —dijo ella.

—No lo pienses. Hazlo.

—Exacto.

Sam alineó las ruedas del Rover con las tablas y pisó el acelerador. El vehículo avanzó.

Detrás de ellos sonó un chirrido de neumáticos. Remi se volvió en el asiento y vio que el Passat patinaba en la curva, viraba ligeramente y luego se enderezaba.

—Te apuesto diez a uno a que contaba con este puente.

—No hay apuesta —contestó Sam, apretando el volante con los nudillos blancos.

Los neumáticos delanteros del Rover pasaron por encima de la primera viga transversal y volvieron a las tablas. La madera chirriaba y crujía. Los neumáticos traseros cruzaron la viga.

—El punto sin retorno —dijo Sam—. ¿Está reduciendo la velocidad?

Remi, que seguía girada en su asiento, dijo:

—No… Vale, sí. Pero no ha parado. Sam pisó el acelerador. La aguja del velocímetro pasó de doce kilómetros por hora.

Remi bajó la ventanilla, asomó la cabeza y miró abajo.

—¿Necesito saberlo?

—Hay una caída de unos quince metros hasta el río.

—Un río lento, verdad.

—El Whitewater. De clase cuatro, como mínimo.

—Está bien, nena, basta de historias.

Remi metió la cabeza en el coche y echó otro vistazo por la luneta trasera.

—Casi está en el puente. Está claro que la señal no le preocupa.

—Esperemos que sepa más que nosotros. Cruzaron la mitad del puente.

Un momento más tarde, notaron que el Range Rover descendía ligeramente. Cargado por partida doble, el puente empezó a ondularse como una comba siendo sacudida en vertical por los dos extremos. Aunque el movimiento era solo de unos centímetros, los distintos pesos y posiciones de los vehículos empezaron a repercutir en uno y otro.

—Interferencia de ondas —murmuró Sam.

—¿Cómo?

—Física. Cuando dos ondas de distinta amplitud se combinan…

—Pasan cosas malas —concluyó Remi—. Lo pillo.

El Range Rover empezó a elevarse y a descender de forma irregular, quince centímetros en cada sentido, según calculó Sam. Remi notó que el estómago le subía a la garganta.

—¿Por casualidad tenemos pastillas para el mareo?

—Lo siento, cariño. Ya casi hemos llegado.

El otro lado del puente apareció ante el parabrisas. Seis metros… Tres. Sam apretó la mandíbula, aguardó a que el Rover empezara a descender y pisó el acelerador. El velocímetro sobrepasó rápidamente los veinticinco kilómetros por hora. El Rover pasó por encima de la última viga transversal y pisó tierra firme.

Remi miró por la luneta trasera. Abrió los ojos de par en par.

—Sam…

Él se volvió. Sin el contrapeso del Rover, el Passat estaba absorbiendo todo el movimiento. El puente se elevó y luego descendió súbitamente, dejando el coche suspendido por un instante. Con eso bastó. El Passat bajó pero cayó ligeramente desalineado. El neumático delantero del lado del conductor cayó en el hueco del centro. La viga transversal más próxima cedió con un crujido que sonó como un disparo. El coche se ladeó sobre la puerta del conductor y se deslizó todavía más hacia la hendidura. El tercio delantero del coche, incluido el compartimiento del motor, se estaba balanceando en el vacío.

—Dios mío… —murmuró Remi.

Llevado por un impulso, Sam abrió la puerta y salió.

—¡Sam! ¿Qué haces?

—Que nosotros sepamos, solo es un policía que está haciendo lo que le han mandado.

—¿Y si te dispara cuando te acerques a su coche?

Sam se encogió de hombros, se dirigió hacia atrás y abrió la puerta trasera del Rover. Hurgó en su mochila y encontró lo que estaba buscando: un rollo de quince metros de cordón de nailon de medio centímetro de ancho. Con cuidado de permanecer en el «lado bueno» del Passat, recorrió la tabla hasta alcanzar la puerta del lado del pasajero. Debajo de él, el río pasaba a toda velocidad, haciendo espuma y lanzando salpicaduras. Se agachó y examinó el chasis; la situación era más precaria de lo que había creído. Lo único que impedía que el coche se cayera era el neumático trasero del Passat, que estaba encajado entre una tabla y una viga.

—¿Habla mi idioma? —gritó Sam.

Tras unos instantes de vacilación, el policía contestó con acento franco-malgache.

—Un poco.

—Voy a sacarlo…

—Sí, gracias, por favor.

—No me dispare.

—De acuerdo.

—Repita lo que acabo de decirle.

—Va a ayudarme. No voy a dispararle con mi pistola. Tome, tome… La tiraré por la ventanilla.

Sam se dirigió a la parte trasera del coche y se asomó por detrás del parachoques para poder ver la puerta del conductor. Una mano que sostenía un revólver apareció a través de la ventanilla abierta. El revólver cayó por el hueco y se perdió en la niebla de abajo. Sam se dirigió otra vez a la puerta del pasajero.

—Está bien, agárrese.

Desenrolló el cordón, lo dobló, anudó los cabos sueltos y a continuación hizo unos nudos llanos a intervalos de noventa centímetros. Una vez hechos, tiró de la barandilla del puente a modo de prueba y lanzó un extremo del cordón a través de la ventanilla del pasajero.

—Cuando le diga tiraré, y usted subirá. ¿Entendido?

—Entendido. Subiré.

Sam pasó su extremo del cordón alrededor de uno de los postes, lo agarró con las dos manos y gritó: «¡Ahora!», y empezó a tirar. El coche comenzó a balancearse y a crujir. La madera se hizo astillas.

—¡Siga subiendo! —ordenó Sam.

Un par de manos negras aparecieron a través de la ventanilla del pasajero, seguidas de una cabeza y de un rostro.

El Passat se ladeó de una sacudida y se deslizó treinta centímetros. Los cristales se rompieron en añicos.

—¡Más deprisa! —gritó Sam—. ¡Suba! ¡Ahora!

Sam dio un último tirón al cordón, y el policía salió de la ventanilla. Cayó desplomado con el torso sobre la tabla y las piernas colgando en el vacío. Sam se inclinó, lo agarró por el cuello y lo arrastró hacia delante. La viga cedió con una serie de estallidos y crujidos simultáneos, y el Passat se deslizó por el hueco y desapareció. Un momento más tarde, Sam oyó un sonoro chapoteo.

El hombre se tumbó boca arriba jadeando y miró a Sam.

—Gracias.

—De nada. —Sam empezó a desenrollar el cordón—. Perdone que no me ofrezca a llevarlo en coche.

El policía asintió con la cabeza.

—¿Por qué nos seguía?

—No lo sé. Hemos recibido un aviso del comandante del distrito. Es lo único que sé.

—¿Hasta dónde ha llegado el aviso?

—Hasta Antananarivo y la periferia.

—¿Cuándo ha informado por última vez?

—Cuando me di cuenta de que se habían metido en esta carretera.

—¿Qué le han dicho?

—Nada —respondió el policía.

—¿Hay alguna carretera principal más adelante que venga del norte?

El policía pensó un momento.

—¿Carreteras de asfalto? Sí… tres antes de la carretera principal al oeste de Tsiafahy.

—¿Tiene teléfono móvil? —preguntó Sam.

—Estaba en el coche.

Sam no dijo nada y siguió mirando al policía.

—Le digo la verdad. —El policía se tocó los botones de la pechera, se dio la vuelta e hizo lo mismo con los bolsillos traseros—. No lo tengo.

Sam asintió con la cabeza. Terminó de enrollar el cordón, se volvió y se dirigió al Range Rover.

—Gracias —gritó de nuevo el policía.

—No cuente nada —gritó Sam por encima del hombro—. Lo digo en serio. No les explique que le he ayudado. Si lo hace, la gente que paga a su comandante del distrito le matará.