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Como buenos aficionados a la historia, Sam y Remi conocían bien la erupción del volcán Krakatoa acaecida en 1883. El archipiélago, que abarca aproximadamente veinte kilómetros cuadrados de mar, se encuentra casi en el centro justo del estrecho de Sundra entre Java y Sumatra y estaba compuesto de tres islas antes de la catástrofe: Lang, Verlaten y Rakata, esta última la mayor isla de las tres y la sede de tres conos volcánicos conocidos como Krakatoa. Después de experimentar tres erupciones importantes en los siglos anteriores a 1883, el Krakatoa se mostraba activo.

El 20 de mayo, tres meses antes de la erupción final, apareció una gran grieta en un lado del Perbuatan, el cono situado más al norte, y empezó a salir vapor junto con columnas de ceniza que se elevaron a más de seis mil quinientos metros en la atmósfera. Los habitantes de las ciudades y de los pueblos vecinos, que habían presenciado actividad parecida con anterioridad, no le hicieron mucho caso, y a finales de mes su desinterés parecía justificado. El Krakatoa se apaciguó y permaneció en calma durante gran parte del mes siguiente.

El 16 de junio se produjeron nuevas erupciones que cubrieron grandes franjas de mar y de tierra de un humo muy negro durante casi una semana. Cuando la bruma se despejó, se podían ver dos enormes columnas de ceniza saliendo de los dos conos del Krakatoa. La marea empezó a subir en el estrecho, y las amarras de los barcos anclados tuvieron que ser reforzadas para que éstos no quedasen varados.

Pasaron tres semanas. A los dos conos del Krakatoa se les unió el tercero, y pronto empezó a acumularse ceniza en las islas cercanas, en algunos lugares con una espesura de hasta sesenta centímetros, que mató la flora y la fauna y convirtió los bosques antaño frondosos en paisajes lunares.

Las erupciones continuaron a finales de junio hasta mediados de agosto. El 25 de ese mes, a la una del mediodía, el Krakatoa entró en su fase paroxística. Al cabo de una hora, una nube negra de ceniza se había alzado en el cielo a casi treinta kilómetros de altura, y las erupciones eran prácticamente continuas. A veinticinco y treinta kilómetros de allí, los barcos fueron bombardeados con piedras pómez candentes del tamaño de pelotas de béisbol. A media tarde, mientras oscurecía en el estrecho, tsunamis de poca relevancia avanzaron sobre las costas de Java y de Sumatra.

A la mañana siguiente, poco antes del amanecer, el Krakatoa experimentaba sus últimos estertores. Una serie de tres erupciones, cada una más potente que la anterior, sacudió la zona. Los estallidos fueron tan estruendosos que se oyeron en Perth, Australia, a más de tres mil doscientos kilómetros al sudeste, y en Islas Mauricio, a casi cinco mil kilómetros al oeste.

Los tsunamis resultantes, uno por cada erupción, irradiaron desde el Krakatoa hacia fuera a velocidades de hasta doscientos kilómetros por hora, asolando las costas de Java y de Sumatra e inundando islas situadas hasta a ochenta kilómetros.

A las 10.02 el Krakatoa lanzó su última salva con una explosión equivalente a veinte mil bombas atómicas. La isla de Krakatoa se hizo pedazos. Los conos en erupción, que ya habían expulsado todo el magma, se desplomaron sobre sí mismos, llevándose consigo treinta y seis kilómetros cuadrados de la isla y abriendo una caldera de seis kilómetros de ancho y casi doscientos cincuenta metros de hondo. El tsunami resultante aniquiló pueblos enteros y mató a miles de personas en cuestión de minutos. Los árboles se vieron arrancados de raíz, y la tierra quedó despojada de la más mínima vegetación.

Inmediatamente después de la enorme ola llegaron los flujos piroclásticos, gigantescas avalanchas de fuego y ceniza que descendieron ruidosamente por las laderas del Krakatoa hasta el estrecho de Sundra. La oleada, que se desplazaba a ciento treinta kilómetros por hora y alcanzó temperaturas superiores a seiscientos cincuenta grados, hizo hervir la superficie del mar, lo que creó un colchón de vapor que la desplazó cincuenta kilómetros o más, y carbonizó o sepultó todo a su paso, tanto artificial como natural.

Horas después de la última explosión, lo que restaba del Krakatoa quedó en silencio. En el espacio de treinta horas, entre treinta y seis mil y ciento veinte mil personas perdieron la vida.