33
Madagascar, océano índico
Salieron con calma, deteniéndose primero en la gruta y luego repitiendo la inspección de Sam a través de la cascada antes de deslizarse boca abajo entre los cantos rodados hasta la laguna. Nadaron hasta la playa y salieron del agua. Mientras Remi se escurría el agua del pelo, Sam se quitó las botas y las vació.
Inclinándose hacia delante, con la cabeza ladeada, Remi murmuró a Sam:
—Hay alguien haciéndonos señas.
—¿Dónde?
Remi señaló con la vista lo que parecía un montón de maleza del que sobresalía una mano y un antebrazo. La mano sujetaba un revólver Webley modelo Mark VI. Gesticulaba violentamente como si intentara disuadirlos.
Sam se llevó la mano a la culata del Webley que tenía en la cintura.
¡Pam!
Una bala impactó en la arena entre sus piernas.
Sam se quedó paralizado, al igual que Remi, con las manos todavía enredadas en el cabello. En el montón de maleza, el brazo de Niño se puso lentamente a cubierto.
—Supongo que han vuelto sobre sus pasos —comentó Remi.
—Eso parece. ¿No habrás leído por casualidad el apartado de modales y etiqueta de la guía de Madagascar?
—Creía que lo habías leído tú.
—Lo leí por encima.
Sam levantó despacio las manos por encima de la cabeza y se dio la vuelta. Remi hizo lo mismo. Como era de esperar, en lo alto de la cabeza de león de la cascada estaban los seis rebeldes. Junto al saliente, con los brazos en jarras, el jefe gritó:
—¡No mover! ¡Entendéis, no mover!
Sam asintió con la cabeza y contestó:
—No mover.
Bajo la atenta mirada del tirador situado sobre la cabeza del león, los otros cinco rebeldes descendieron por un sendero oculto entre las rocas. Al poco rato formaban un semicírculo alrededor de Sam y Remi. El jefe dio un paso adelante, escudriñó los ojos de Sam y a continuación echó un vistazo a Remi de la cabeza a los pies. El jefe alargó el brazo, extrajo el revólver de Sam de la pretina de sus pantalones y lo levantó para examinarlo.
—Buena pistola —proclamó en su inglés chapurreado.
—Buena pistola —convino Sam.
—¿Tú eres quién?
—Sam.
—Tolotra. ¿Quién es mujer?
De repente, Sam recordó un detalle de la etiqueta de Madagascar. Bajó cautelosamente la mano derecha y señaló a Remi, con cuidado de mantener la punta del dedo índice curvada hacia sí mismo.
—Mi mujer. Remi.
Tolotra reparó en el gesto de Sam. Miró a Remi, luego otra vez a Sam y asintió con la cabeza pensativamente. Sam descubrió por el siguiente comentario de Tolotra que su reconocimiento de las costumbres de Madagascar no le iba a permitir irse de rositas.
—Sam… Remi. Rehenes ahora.
Uno de los rebeldes cogió dos trozos de cuerda de su cinturón y se adelantó como si fuera a maniatar a Sam y a Remi. Tolotra lo rechazó con un gesto de la mano y dijo a Sam:
—Vosotros escapar, nosotros disparar. No escapar. ¿Prometéis?
Sam levantó la mano derecha a modo de respuesta, cruzó ceremoniosamente el dedo índice y el corazón, y asintió con la cabeza de manera solemne.
—Ni soñarlo —dijo.
A su lado, Remi puso los ojos en blanco.
—Dios mío.
Tolotra estudió el gesto de Sam un momento y a continuación sonrió y lo imitó.
—¡Ni soñarlo!
—¡Ni soñarlo! —corearon los hombres.
—Si alguno de ellos tiene un libro de frases en inglés, estamos muertos. Lo sabes, ¿verdad?
Los colocaron en mitad de un grupo escalonado en fila india y se marcharon de la laguna. Pasaron a un metro y medio del escondite de Niño, antes de enfilar un sendero que corría paralelo al río. Cualquier ventaja lingüística que Sam y Remi pudieran haber tenido quedó contrarrestada por la experiencia de los bandidos en el manejo de rehenes. Nunca había menos de dos hombres apuntándoles, y siempre mantenían una separación mínima de tres metros. Además, la capacidad de orientación del grupo era equiparable a la de Niño, y pronto Sam y Remi habían perdido los puntos de referencia en los que se habían basado en el camino de ida.
Después de cuarenta minutos de caminata, la selva se volvió menos espesa y el sendero salió a la luz del sol. Sam se percató de que estaban otra vez en la sabana, pero no tenía ni idea de a qué distancia se encontraban del sendero que habían seguido él, Remi y Niño ese mismo día. El mar quedaba a su izquierda y el acantilado boscoso a la derecha. Se dirigían al sur.
Después de otros veinte minutos, volvieron a la selva, esa vez siguiendo un sendero bastante recto, de modo que Sam pudo orientarse.
—Creo que estamos cerca de la carretera —susurró a Remi.
—Probablemente así es como han dado con nosotros: habrán encontrado el coche. ¿Has visto a ya sabes quién?
—No, pero anda ahí fuera.
Tolotra, que iba el primero de la fila, se dio la vuelta y gritó:
—¡Prohibido hablar!
Levantó los dedos cruzados como para dotar de gravedad a la orden. Sam repitió el gesto.
—Qué bien —murmuró Remi—. Has hecho un amigo.
—Espero no tener que dispararle.
—¿Con qué? ¿Con una pistola de gomitas invisible?
—No, con el revólver —gruñó Sam, sin apartar la vista de Tolotra—. Cuando se lo haya quitado.
—¡Prohibido hablar!
La posición estimada por Sam resultó acertada. Unos minutos más tarde, Tolotra llegó a un cruce de caminos y giró a la derecha. La pendiente aumentó hasta que tuvieron que ayudarse de raíces descubiertas y ramas bajas para ascender. Sin embargo, el terreno no hizo mella en la disciplina de los bandidos; cada vez que Sam y Remi se daban la vuelta, se encontraban como mínimo dos bocas de fusil apuntándoles.
El sendero se niveló y llegó a una serie de escalones naturales en la ladera. Sam y Remi llegaron a lo alto y se vieron en un camino de grava. A unos cuatrocientos metros al sur, había una oxidada camioneta Chevrolet blanca en el arcén; delante de ella, el Range Rover de Sam y Remi. Y elevándose por encima de los dos, los Tres Sabios.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Sam a Tolotra.
Él y Remi no se hacían ilusiones. Aunque tener las manos desatadas era una ventaja, aquello no era una película de Hollywood. Sin una gran distracción, el más mínimo intento por abalanzarse sobre cualquiera de los rebeldes no solo estaba condenado al fracaso, sino que también les costaría la vida. Sus posibilidades no harían más que empeorar cuando los metieran en un vehículo.
—Sitio secreto —respondió Tolotra.
—Quieres un rescate, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo sabes que valemos algo? Tolotra consideró la pregunta un instante como si estuviera buscando en su escaso vocabulario inglés.
—Mochilas, ropa, cámara… todo caro. Coche caro.
—Es de alquiler —dijo Remi.
—¿Eh?
—Nada.
Sam, que seguía confiando en que Niño no los hubiera abandonado, había estado escudriñando subrepticiamente los alrededores. Entonces, por el rabillo del ojo, vislumbró movimiento en la pendiente por encima del camino. Vio aparecer fugazmente una cabeza de cabellos plateados entre un par de cantos rodados.
—Tenemos oro —dijo Sam.
La frase tuvo el efecto deseado. Los miembros del grupo que no habían estado prestando atención a la conversación se volvieron para mirar a Sam. Tolotra dio un paso hacia él.
—¿Oro? ¿Dónde? ¿Cuánto?
La cabeza de Niño apareció por detrás del canto rodado. Su mirada se cruzó con la de Sam, guiñó un ojo, señaló los vehículos aparcados en el camino y volvió a agacharse.
Sam miró a Remi. La expresión de ella le indicó que había visto a Niño.
—¿Cuánto calculas que tenemos, Remi? —dijo Sam.
—No lo sé… Un par de docenas de monedas del Águila Doble.
Aquello bastó para Tolotra. Entornó los ojos y asintió con la cabeza sabiamente.
—¿Dónde?
—En nuestro hotel en Antananarivo.
—Vosotros nos dais monedas, vosotros libres.
Era mentira, supuso Sam, pero era un paso en la dirección correcta. Incluso en el caso de que ocurriera lo peor y Niño no pudiera intervenir, a él y a Remi les iría mucho mejor si se dirigían a la civilización que si se alejaban de ella. Sin duda, el «sitio secreto» de Tolotra era lo bastante bueno para ocultarlos de las fuerzas del gobierno. Sin embargo, si la discreción de Tolotra superaba a su avaricia camino de Antananarivo, Sam y Remi tendrían que empezar desde el principio.
—Vamos ahora —anunció Tolotra.
Una vez más, el grupo se colocó en formación, con Sam y Remi en el medio. Empleando la visión periférica, Sam y Remi estuvieron al acecho por si aparecía Niño, pero no había rastro de él. Fuera lo que fuese lo que el viejo buscador de trufas hubiera planeado, tendrían que estar preparados para reaccionar e improvisar sobre la marcha.
Alcanzaron la camioneta Chevrolet y se detuvieron. Las mochilas de Sam y Remi fueron arrojadas en la caja.
—Estate atenta —susurró Sam a Remi.
Tolotra y cuatro de los hombres se agruparon alrededor de la puerta trasera y empezaron a conversar. El sexto hombre se mantuvo tres metros por detrás de Sam y Remi, apuntándoles con el fusil a la región lumbar. A partir de los gestos de Tolotra, Sam supuso que estaba intentando decidir la mejor forma de entrar en Antananarivo: la capital del enemigo.
Remi fue la primera en darse cuenta de que el plan de Niño estaba siendo puesto en práctica. Guió la mirada de Sam dirigiendo la vista sobre el techo de la camioneta y ascendiendo por el Sabio del centro hasta la parte superior. Al principio, Sam no vio nada, y entonces, casi de forma imperceptible, un canto rodado del tamaño de un tonel empezó a moverse lentamente hacia el borde.
—Cuando yo me mueva, vete a por el Range Rover —susurró Sam.
Tolotra se volvió y fulminó con la mirada a Sam. Éste se encogió de hombros y sonrió como pidiendo disculpas.
—De acuerdo —susurró Remi.
Encima del Sabio, el canto rodado había llegado al borde, donde se paró. Sam y Remi respiraron hondo. Esperaron. La roca se movió hacia delante, se detuvo momentáneamente y acto seguido se volcó por el borde y empezó a caer. La ladera del macizo formaba una pendiente ligeramente inclinada hacia atrás y totalmente lisa a excepción de unos baches cerca de la parte inferior. La combinación de la ladera, la gravedad y la fricción cinética del canto rodado lo mantuvieron adherido a la ladera. El ingeniero que había dentro de Sam sabía que el canto rodado dejaría de estar pegado a la ladera tan pronto como chocara contra el primer bache, momento en el cual se convertiría en un proyectil de artillería pétreo.
Como no sabía malgache, Sam hizo lo que creyó que provocaría más pánico: soltó un grito agudo claramente afeminado, señaló con el dedo el canto rodado y chilló: «¡Una roca!».
Tolotra y sus hombres alzaron la vista al unísono. Privados de la ventaja del conocimiento previo que Sam y Remi poseían, todos se quedaron paralizados y miraron asombrados. Sam, que había mantenido la vista clavada en Tolotra durante la mayor parte de la caminata y había ensayado sus actos, dio dos pasos avanzando a saltos, golpeó a Tolotra en la parte de atrás de la rodilla con el talón y, al caer, le arrebató el Webley-Fosbury de la cintura.
Detrás de él, el centinela de Remi gritó lo que Sam supuso era «¡Alto!», tras lo cual se imaginó que apuntaría a Remi cuando huyera. Sin embargo, Sam no le dio la oportunidad. Con el revólver en su poder, rodeó el cuello de Tolotra con la mano izquierda y le golpeó con la pistola en un lado de la cabeza. Tolotra gruñó y se quedó sin fuerzas.
Sam giró sobre un talón y se arrodilló, interponiendo a Tolotra entre él y los otros cuatro hombres, dos de los cuales estaban retrocediendo a través del camino, mientras los otros dos rodeaban el lado opuesto de la camioneta. Gracias al giro, Sam orientó el revólver de forma natural hacia el centinela de Remi. Como había temido, el hombre estaba llevándose el fusil al hombro, apuntando con el cañón a Remi mientras esta corría hacia el Range Rover.
Sam disparó una vez y alcanzó al hombre en el esternón. Como una marioneta cuyas cuerdas hubieran sido cortadas, el hombre cayó de bruces, muerto. Sam rodeó el cuello de Tolotra con el antebrazo izquierdo, apretó más fuerte y apuntó a los dos rebeldes que retrocedían a través del camino. Los dos le apuntaban con sus fusiles, tratando de decidir si se arriesgaban a disparar. Sam desplazó la mira del Webley de un hombre al otro. Al otro lado de la camioneta, podía oír a los otros dos hombres moviéndose entre la alta hierba a lo largo del arcén.
Bum. El suelo tembló, y a continuación se partieron unas ramas. Otro temblor, como si un gigante estuviera avanzando. Sam lo notó en el pecho.
—¡La roca está rebotando! —gritó Remi.
—¿Dónde?
—¡En dirección a ti!
Bum. Esa vez más cerca.
Al otro lado de la camioneta, los dos rebeldes gritaron.
—¡Están corriendo! —chilló Remi. Los dos que estaban delante de Sam hicieron lo mismo, volviéndose y corriendo camino abajo. Bum.
—¡Agárrate fuerte, Sam! ¡La tienes casi encima! Tres, dos… uno…
Sam se hizo un ovillo. El acero se retorció sobre su cabeza. Los cristales se hicieron añicos. Notó que la camioneta daba una sacudida hacia un lado, empujándolos a él y a Tolotra sobre la grava. Una sombra pasó por lo alto. Bum. El canto rodado cayó en el lado opuesto del camino, rebotó una vez y desapareció por encima del arcén, arrollando árboles a medida que avanzaba. Al cabo de diez segundos, el sonido cesó. Sam alzó la vista y miró a su alrededor.
Camino abajo, los cuatro rebeldes que quedaban habían dejado de correr. Tras reunirse brevemente, se dirigieron de nuevo hacia Sam y Remi. Sam, que había visto a Tolotra meterse las llaves del Rover en el bolsillo, las sacó.
—Vete arrancando el coche, Remi —gritó.
Lanzó las llaves, orientó el revólver hacia el camino y apuntó a los cuatro rebeldes que avanzaban.
Uno de ellos se tambaleó a un lado, se llevó las manos al muslo y se desplomó sobre el camino, seguido de un estallido grave una fracción de segundo más tarde. Aunque Sam nunca había oído ese sonido concreto, supuso que se trataba del disparo de una bala del calibre 455 de un revólver Webley modelo Mark VI de aproximadamente 1915.
Los tres rebeldes que quedaban se detuvieron y se dieron la vuelta hacia los Sabios.
Hubo un segundo disparo, que pasó entre las piernas del hombre del medio. El rebelde retrocedió varios pasos, seguido del segundo hombre. Sin embargo, el tercero era demasiado lento. Medio encorvado, escudriñando con la vista el terreno elevado, se llevó despacio el fusil al hombro. Recibió un balazo en la rodilla izquierda por las molestias. Gritó y cayó al suelo.
Una voz incorpórea que venía de la dirección de los Sabios gritó algo. Los dos rebeldes que seguían armados soltaron sus rifles. Otro grito. Los hombres sanos ayudaron a sus compañeros a levantarse, y el grupo comenzó a alejarse cojeando camino abajo.
Sam apartó a Tolotra, que seguía inconsciente, y se puso en pie. Remi se acercó. Contemplaron juntos lo que quedaba de la camioneta. Aparte de los cuatro muñones que formaban la cabina, el vehículo había quedado decapitado.
—Viéndolo cualquiera diría que era justo lo que yo tenía planeado —gritó una voz.
Una figura salió de entre los árboles en la base de los Sabios y avanzó a zancadas hacia ellos.
—¿No era así? —preguntó Sam a Niño.
—Nunca lo confesaré.
—Desde luego sabe cómo crear distracción.
Niño se paró ante ellos.
—Ha sido la Madre Naturaleza, querida. Y la suerte del rebote, claro.
—Gracias por no abandonarnos. —De nada.
Sam levantó el Webley-Fosbury, evaluó el arma por un instante y se la entregó a Niño, quien frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—Ahora es suyo.
—¿Qué?
—Hasta el día de hoy no había sido usado. Es una tradición, ¿sabe? China, si mal no recuerdo. Remi sonrió.
—Creo que está pensando en «Quien salva una vida es responsable de ella».
Niño se encogió de hombros.
—En cualquier caso, señor Fargo, ahora es suyo.
—Gracias. Lo guardaré como un tesoro. ¿Qué hacemos con estos dos? —preguntó Sam, señalando a Tolotra y al muerto del camino.
—Dejarlos. Cuanto antes lleguen a Antananarivo, mejor. —Niño reparó en las expresiones sombrías de Sam y Remi—. No se lo piensen dos veces. Ellos los habrían matado.
—¿Cómo está tan seguro? —preguntó Remi.
—Durante los últimos cinco años, ha habido sesenta y tres secuestros. Tanto si el rescate se pagó como si no, ningún rehén volvió con vida. Créanme, era ustedes o ellos.
Sam y Remi consideraron sus palabras y asintieron con la cabeza. Sam estrechó la mano de Niño y a continuación cogió sus mochilas de la caja de la camioneta mientras Remi daba un abrazo a su salvador. Se volvieron y se dirigieron al Range Rover.
—Una cosa más —gritó Niño.
Sam y Remi se dieron la vuelta. Niño metió la mano en su mochila y sacó una pequeña bolsa de arpillera que les entregó.
—Trufas por las molestias —dijo el Niño.
Acto seguido cruzó el camino y desapareció en la maleza.
Sam le dio la vuelta a la bolsa. Estampado en el lateral en tinta roja había un logotipo: la letra ce y, al lado, en letras más pequeñas, «ussler trufas».
—Es un detalle por su parte —dijo Remi—. Pero ¿qué quiere decir ussler?