13

Zanzíbar

—¿Cómo? —dijo Selma por el manos libres—. Repítalo. ¿Que quiere enviar aquí qué?

Desde el asiento del pasajero del Toyota, Remi contestó:

—No todo el museo, Selma, solo el contenido. En total debe de pesar…

Miró a Sam, quien dijo:

—Entre doscientos y trescientos kilos.

—Entendido —dijo Selma—. ¿A quién tengo que…?

—El dueño se llama Morton Blaylock. Lo vamos a alojar en el Moevenpick Royal Palm de Dar es Salaam mientras vosotros dos lo arregláis todo. Por la tarde tendrá una cuenta abierta en el Barclays Bank. Hazle una transferencia de treinta mil dólares desde la cuenta de nuestra empresa y luego otros treinta cuando todo esté recogido y vaya para allá.

—¿Sesenta mil dólares? —dijo Selma—. ¿Le han pagado sesenta mil dólares? ¿Saben cuánto es eso en chelines tanzanos? Una fortuna. ¿Han regateado con él por lo menos?

—Quería veinte mil —contestó Sam—. Le hemos ofrecido más. Selma, es un hombre moribundo y tiene nietos en la universidad.

—Me parece que es un estafador.

—No lo creemos —respondió Remi—. El bastón mide más de dos metros de alto, está hecho de palo fierro negro y rematado con el badajo de bronce de la campana del Ophelia.

—¿Se han propuesto gastarme una broma?

—Ya lo verás con tus propios ojos —contestó Sam—. Morton lo incluirá en la primera remesa del museo. También te vamos a mandar por FedEx un ejemplar de la biografía de Blaylock. Necesitamos que agites tu varita mágica. Analízalo, contrasta cada nombre, cada lugar, cada detalle… Ya sabes lo que tienes que hacer.

—No los notaba tan entusiasmados desde que me llamaron desde aquella cueva en los Alpes.

—Estamos entusiasmados —respondió Remi—. Parece que Winston Blaylock pasó una buena parte de su vida adulta buscando un tesoro, y si no nos equivocamos, es algo que Rivera y su jefe no quieren que encontremos. Blaylock podría ser nuestra piedra Rosetta.

Sam salió a la carretera que llevaba a su casa y pisó el freno del Land Cruiser. A cien metros de distancia, vio a través del parabrisas una figura que atravesaba el patio y desaparecía entre los matorrales.

—Te llamaremos más tarde —dijo Remi, y colgó—. Sam, ¿son ellos?

—Son ellos. Mira el patio. La campana ha desaparecido.

Al fondo a la derecha, la figura salió de los matorrales que bordeaban la playa y echó a correr a toda velocidad hacia la orilla, donde una lancha a motor Rinker de casi ocho metros y medio de eslora aguardaba junto al muelle enfrente del Andreyale. A ochocientos metros se hallaba anclado el yate Njiwa. De pie en la cubierta de popa había dos figuras. En medio de ellas estaba la campana del Ophelia.

—¡Maldita sea! —murmuró Sam.

—¿Cómo nos han encontrado? —dijo Remi.

—Ni idea. ¡Agárrate!

Pisó el acelerador. Los neumáticos rechinaron en la tierra, y el Land Cruiser avanzó dando sacudidas. Sam vio que el velocímetro pasaba de ochenta kilómetros por hora y dio un volantazo a la izquierda y luego a la derecha, apuntando con el capó directamente al arcén cubierto de maleza.

—Caramba… —dijo Remi.

Apretó las manos contra el parabrisas y la cabeza contra el respaldo.

El arcén apareció ante ellos. El Land Cruiser se inclinó hacia atrás. El cielo llenó el parabrisas, y acto seguido volvieron a inclinarse hacia delante, elevándose por los aires, mientras el motor rugía y los neumáticos giraban sin parar. El Cruiser cayó a tierra con gran estrépito. La arena salpicó el parabrisas. Sam pisó el acelerador a fondo y, tras un momentáneo gruñido de protesta, el motor respondió y avanzaron de nuevo, si bien a velocidad media ya que los neumáticos tenían problemas para adherirse a la arena seca.

Delante de ellos, la figura que corría casi había llegado al muelle. Lanzó una mirada por encima del hombro, vio el Land Cruiser y tropezó. Era Yaotl.

—Supongo que no le gustaba nuestra hospitalidad —dijo Sam.

—No sé por qué —contestó Remi.

Yaotl volvió a levantarse. Subió corriendo los escalones del muelle de dos en dos y se dirigió a toda prisa a la lancha que esperaba, donde Rivera y Nochtli le estaban haciendo señas con las manos, apremiándolo a seguir.

Sam continuó adelante, dando volantazos y tratando de avanzar a tientas hacia un terreno más firme. El muelle estaba a casi cincuenta metros de distancia. Yaotl llegó a la lancha y saltó a bordo. Treinta metros. Nochtli se dirigió al asiento del piloto y se colocó tras el timón. Del colector de gases de escape salió humo.

Rivera pasó por delante del jadeante Yaotl con gran despreocupación, le dio una palmada en el hombro y se dirigió a la fachada de popa. Se quedó mirando por un momento el Land Cruiser que se aproximaba y levantó la mano como si fuera a saludar.

—Hijo de… —murmuró Sam.

—Tiene algo —dijo Remi.

—¿Qué?

—¡En la mano! ¡Está sujetando algo!

Sam pisó el freno de golpe. El Land Cruiser derrapó y paró a sacudidas. Sam dio marcha atrás, con el pie listo para moverlo del freno al acelerador.

Sin apartar la vista de ellos en ningún momento, Rivera esbozó una sonrisa forzada, levantó el brazo, tiró de la anilla de una granada, se volvió y la lanzó al barco de los Fargo. La lancha partió como una bala del muelle en dirección al Njiwa, dejando atrás una estela de agua.

La granada explotó con un estruendo apagado. Un geiser de agua y astillas de madera salió disparado y cayó sobre el muelle. El barco empezó a hundirse en el agua y poco a poco desapareció bajo la superficie en medio de una nube de burbujas.

Después de dar marcha atrás en el todoterreno sobre la arena y las dunas hasta la carretera, observaron cómo Rivera y sus hombres partían hacia el Njiwa. Al cabo de unos minutos, levaron el ancla, y el yate zarpó rumbo al sur por la costa.

—Había empezado a cogerle cariño a esa campana —murmuró Sam.

—Y no te gusta perder —dijo Remi. Al ver que Sam negaba con la cabeza, añadió:

—A mí tampoco.

Sam se ladeó sobre el regazo de Remi, sacó la Heckler & Koch P30 de la guantera y dijo:

—Vuelvo enseguida.

Bajó del coche, recorrió la carretera hacia la casa y entró. Apareció dos minutos más tarde y le hizo a Remi una señal de aprobación. Ella se colocó en el asiento del conductor e introdujo el Toyota en el camino de acceso.

—¿Han revuelto la casa? —preguntó, mientras bajaba del vehículo.

Sam negó con la cabeza.

—Pero ya sé cómo nos han encontrado.

La llevó al cuarto de huéspedes, donde habían retenido a Yaotl. Sam se dirigió a la cabecera y señaló con el dedo el lazo que le habían hecho a su invitado alrededor de la muñeca izquierda. Estaba manchado de color marrón rojizo oscuro. Los tres lazos que quedaban habían sido desatados.

—Es sangre —dijo Remi—. Consiguió liberarse.

—Y luego llamó a Rivera —añadió Sam—. Lo reconozco; tiene mucho aguante al dolor. Debe de tener la muñeca en carne viva.

—¿Por qué no nos han tendido una emboscada?

—Es difícil saberlo. Rivera no es tonto. Sabe que tenemos la pistola de Yaotl y no quería arriesgarse a llamar la atención de la policía.

—Creo que nosotros somos un problema secundario para ellos. Ya tienen lo que vinieron a buscar. Sin eso, lo único que tenemos es una historia interesante. Sam, ¿qué demonios tiene esa campana para ser tan importante?

Prefiriendo pecar de cautelosos, decidieron que la casa ya no era segura. Recogieron las escasas pertenencias que quedaban dentro, volvieron al Toyota y recorrieron doce kilómetros hacia el sur hasta Chwaka, un pueblecito que solo destacaba por ser la sede de un centro de misterioso nombre: el Instituto de Administración Financiera de Zanzíbar. Encontraron un restaurante a orillas del mar con aire acondicionado y entraron. Pidieron que los sentaran en una zona tranquila cerca de un acuario.

Remi señaló por la ventana.

—¿Es eso…?

Sam miró. A tres kilómetros de la costa podían ver el Njiwa, que seguía navegando hacia el sur sin prisa. Sam maldijo entre dientes y bebió un sorbo de agua helada.

—Bueno, ¿qué quieres hacer? —inquirió Remi.

Sam se encogió de hombros.

—No sé si solo estoy herido en mi orgullo porque nos han robado algo que nos había costado mucho conseguir. No es un motivo de peso para volver a ponernos en su punto de mira.

—Es más que eso. Sabemos lo desesperados que están porque la gente no sepa de la existencia de la campana ni del barco al que estaba unida. Probablemente hayan asesinado para conseguirlo. Van a destruirla o a arrojarla a la zona más profunda del mar, donde nadie vuelva a encontrarla nunca. Es un trozo de historia, y van a tratarlo como si fuera basura.

El teléfono de Sam sonó.

—Selma —dijo a Remi, y acto seguido contestó y apretó el botón del manos libres.

Como era habitual en ella, Selma no se anduvo con preámbulos:

—La campana que tienen es un interesante hallazgo.

—Que teníamos —la corrigió Sam—. Ya no la tenemos.

Se lo explicó.

—Cuéntanos de todas formas lo que ibas a decirnos, Selma —le pidió Remi.

—¿Qué noticia prefieren oír primero, la fascinante o la asombrosa?

—La fascinante.

—Wendy ha usado sus dotes de magia con el Photoshop y ha pasado las fotos por unos filtros o algo por el estilo. La mayoría de lo que ha dicho me ha sonado a chino, pero debajo de toda esa vegetación marina hay unas letras grabadas.

—¿Qué clase de letras? —preguntó Sam.

—Todavía no lo sabemos con seguridad. Hay símbolos, palabras en swahili, fragmentos en alemán, pictogramas, pero en cantidades insuficientes para que saquemos algo en claro.

Por el aspecto que tiene, la mayor parte del interior de la campana está cubierto de esas cosas.

—Vale, ahora asómbranos —dijo Remi.

—Wendy también ha podido distinguir unas cuantas letras más del nombre escondido debajo del grabado del Ophelia. Además de las dos primeras, la ese y la hache, y de la última, otra hache, ha podido distinguir dos letras del medio: un par de enes separadas por un espacio.

Mientras Selma hablaba, Remi había cogido una servilleta del servilletero, y ella y Sam estaban descifrando el anagrama.

Selma continuó:

—Hemos introducido las letras y el orden en un programa de anagramas y hemos cotejado los resultados con las bases de datos de barcos naufragados y hemos obtenido…

—Shenandoah —dijeron Sam y Remi al unísono.