18

Gran isla de Sukuti

Sam se situó en cabeza y caminaron en silencio durante quince minutos, sin desviarse de la arena húmeda más compacta hasta que se tropezaron con un afloramiento rocoso de unos seis metros de altura que dividía la playa. Sam trepó por las resbaladizas rocas, encontró un lugar liso debajo de la cumbre y echó un vistazo por encima. Unos segundos más tarde, se volvió e hizo señas a Remi para que se uniera a él.

Asomaron la cabeza juntos por encima de las rocas. A varios cientos de metros playa abajó, vieron el muelle que sobresalía en el agua. A un lado seguía amarrado el Njiwa; las luces interiores de la cabina emitían un brillo amarillo a través de las finas cortinas. Enfrente de él estaban amarradas las dos lanchas Rinker. No había señal ni del piloto ni del pasajero.

—Deben de haber atajado para volver tan rápido —dijo Remi.

—Probablemente se mueven a toda velocidad por la parte sur. Con los prismáticos navales que vimos en el tejado, nadie se va a acercar en esa dirección.

—Por lo menos sabemos dónde está todo el mundo —añadió Remi—. No veo ninguna actividad. ¿Y tú?

—Nada. Tenemos dos opciones, por tierra o por agua.

—Hay demasiadas rocas sueltas en la pendiente y ningún escondite —dijo Remi.

—Estoy de acuerdo. Que sea por agua.

—¿Cómo vamos a subir a bordo del Njiwa?

Sam enfocó con los prismáticos hasta que pudo ver la escalera de toldilla del yate. Aunque medía menos de un metro y medio de altura, su extremo estaba sujeto a la cubierta justo enfrente de la puerta corredera de la cabina.

—Por la escalera no —dijo Sam. Pensó un momento—. En el dhow vi un ancla flotante en la cabina…

Remi alargó el brazo por encima del hombro y dio unos golpecitos en su mochila.

—Aquí dentro. ¿Un rezón improvisado?

—Me has leído el pensamiento. Nos enganchamos a la barandilla de popa y trepamos.

Descendieron de nuevo a la arena, se internaron en las olas y partieron en perpendicular a la playa, nadando a la braza tranquilamente para consumir poca energía. Una vez que hubieron recorrido cincuenta metros, giraron hacia el sur, en paralelo a la playa, hasta que llegaron a la altura del muelle. Se detuvieron y se quedaron flotando en vertical.

—¿Algún movimiento? —preguntó Sam.

—No veo ninguno.

—Vamos a la lancha.

Empezaron a nadar de nuevo, impulsándose con los brazos y escudriñando con los ojos la zona del muelle en busca de movimiento. No tardaron en llegar al espejo de popa de la lancha. Se tomaron un momento para recobrar el aliento, sin dejar de escuchar ni de mirar. Oyeron unas voces amortiguadas procedentes de la cabina del Njiwa y luego un sonido de golpes. Más golpes.

—Alguien está dando martillazos —susurró Sam—. Toca el motor.

Remi tocó el motor fuera borda con el dorso de la mano.

—Está frío. ¿Por qué?

—Esta tendrá más combustible. Espera aquí. Es el momento de firmar nuestra póliza de seguros.

Tomó aire, se zambulló en el agua y nadó junto a la primera lancha hacia su gemela situada en la parte delantera del muelle. Se agarró a la borda, se elevó impulsándose con los brazos y miró a su alrededor. No había movimiento. Subió a la cubierta por el costado y avanzó a gatas hacia el asiento del piloto. Comprobó el contacto. Como era de esperar, las llaves no estaban. Se puso boca arriba, abrió la escotilla de mantenimiento que había debajo del salpicadero y se introdujo como bien pudo. Encendió la linterna y examinó el manojo de cables.

—Como en los viejos tiempos —murmuró.

Cinco meses antes se había visto haciendo lo mismo en otra lancha motora en los Alpes bávaros. Afortunadamente, como en aquella embarcación, el cableado de la Rinker era sencillo: contacto, limpiaparabrisas, luces de navegación y claxon. Utilizando la navaja suiza, Sam cortó cada cable, arrancando trozos lo más largos posibles. Hizo con ellos una bola prieta y la arrojó por la borda, salió y cerró la escotilla. Regresó a gatas a la borda, hizo una inspección rápida y se sumergió de nuevo en el agua para volver junto a Remi.

—Si todo sale bien, escaparemos en esta lancha. Cogemos la campana, inutilizamos el Njiwa si podemos, traemos la campana aquí…

—¿Cómo?

—Lo conseguiré de alguna forma. Ya nos preocuparemos por la hernia más adelante. Traemos la campana aquí y nos escabullimos antes de que nadie se entere de lo que ha pasado.

—¿Y si todo sale mal? Olvídalo, ya lo sé. Improvisamos.

Rodearon el muelle dando brazadas hasta la popa del Njiwa e inmediatamente se dieron cuenta de que el yate era más grande de cerca. La barandilla de popa se hallaba tres metros por encima de la línea de flotación. Remi sacó el ancla flotante de la mochila. Sam la examinó.

—Demasiado corta —le susurró al oído, y a continuación le indicó con la mano que lo siguiera.

Volvieron dando brazadas al espejo de popa de la lancha.

—Es el momento del plan B —dijo Sam—. Probaré con la escalera. —Remi abrió la boca para hablar, pero él insistió—. Es la única forma. Si salto desde el muelle, haré demasiado ruido. Sube a la lancha y estate preparada para zarpar.

—No.

—Si me cogen, huye.

—He dicho…

—Huye, vuelve a la civilización y llama a Rube. Él sabrá qué hacer. Si tú no estás, Rivera se imaginará que te has puesto en contacto con las autoridades. No me matará… por lo menos enseguida. Es demasiado listo para eso; los cadáveres dan demasiados problemas.

Remi frunció el ceño y le lanzó una mirada fulminante.

—Todo eso será el plan C. El plan B consiste en que no te cojan. Estamos con el agua hasta el cuello, Sam.

—Lo sé. Estate atenta. Te haré una señal si no hay moros en la costa. Si levanto la mano y abro los dedos, puedes venir sin peligro; si levanto el puño, quédate donde estás.

Se quitó la camiseta y el calzado, los metió en la mochila y se la dio a Remi.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.

—La ropa gotea y el calzado rechina.

—Sam, ¿has estado recibiendo clases de comando?

—Solo he estado viendo el canal Militar.

Le dio un beso, se zambulló bajo la superficie del agua y buceó por debajo de la lancha para volver a la superficie debajo del muelle. Después de tomar aire y de zambullirse de nuevo, llegó junto al casco blanco del Njiwa. Avanzó nadando a braza por debajo de la escalera de toldilla y se detuvo. Oía voces amortiguadas procedentes de la cabina. Dos hombres, quizá tres. Hizo un esfuerzo por captar alguna palabra o por aislar las voces, pero no lo consiguió. Subió al muelle, permaneció tumbado, esperó y escuchó, y a continuación se levantó y se acercó sigilosamente a la escalera. Se detuvo debajo del escalón superior, asomó la cabeza, no vio nada y subió a la cubierta arrastrándose. Se levantó y se pegó al mamparo.

La puerta corredera se abrió. Un rectángulo de luz amarilla se reflejó en la cubierta. Con el corazón en la garganta, Sam dio un paso rápido a un lado junto al mamparo y dobló la esquina hacia el camarote de la tripulación, donde se quedó inmóvil y respiró tranquilo.

Oyó pisadas fuertes en la cubierta. La puerta se cerró, y a continuación las pisadas bajaron con estrépito por la escalera de toldilla. Sam dio un paso adelante, miró a popa y no vio nada, de modo que dio otro paso y miró por encima de la barandilla. Una figura caminaba por el puerto. Al final de un muelle, en un pequeño claro, había un carro remolcador Kush-Manh a gasolina de color verde y, justo detrás, un pequeño coche de golf. Delante de ellos, el sendero formaba una curva y se alejaba hacia el helipuerto y la mansión.

La figura se inclinó por encima del carro remolcador, sacó un rastrillo y un par de palas y las lanzó a la maleza junto al sendero.

—Haciendo sitio para el cargamento —murmuró Sam para sí.

Se volvió hacia la lancha, levantó el puño unos segundos para indicar a Remi que estuviera quieta, se agachó y regresó al mamparo moviéndose sinuosamente.

Sonaron pisadas en el muelle de madera y luego en la escalera, seguidas de la apertura y el cierre de la puerta corredera. Pasaron tres minutos. La puerta volvió a abrirse. Más pasos esa vez. Numerosos pies. Gruñidos. Algo pesado deslizándose sobre la cubierta… Sam se asomó a la esquina y vio a tres hombres a la luz de la puerta de la cabina: Rivera, Nochtli y Yaotl. En medio de ellos había un cajón aproximadamente del tamaño del que Sam había fabricado en Zanzíbar.

Yaotl, el más corpulento de los tres, bajó la escalera por delante del cajón mientras Rivera y Nochtli lo empujaban hacia delante. Sam retrocedió y se internó en las sombras, y escuchó cómo bajaban el cajón por la escalera al muelle. Se acercó a la barandilla andando como un cangrejo y echó un vistazo por encima.

Nochtli y Yaotl avanzaban por el muelle, agarrando entre los dos las asas de cuerda del cajón. Rivera caminaba varios pasos por detrás. El trío llegó al claro. El cajón fue depositado en el carro remolcador.

Rivera empezó a hablar en español. Sam escuchó solo fragmentos:

—… llevadlo… helicóptero… allí dentro de poco…

El motor del carro arrancó. Los neumáticos crujieron en el sendero de conchas. Al cabo de unos segundos, el ruido del motor se fue desvaneciendo. Sam se aventuró a echar un vistazo por encima de la barandilla. Rivera recorría a zancadas el muelle hacia la escalera. Sam retrocedió y se puso a cubierto contra el mamparo. Rivera ascendió por la escalera y entró en la cabina.

Sam consideró sus opciones. No tenía el más mínimo deseo de enfrentarse con Rivera, un asesino adiestrado y consumado, pero en cuanto el hombre llegara al helicóptero despegaría con la campana a bordo. Y lo que era más importante, hicieran lo que hiciesen después él y Remi, sería más fácil con Rivera fuera de circulación. Sam sabía que no podía usar la pistola, pues el ruido llamaría la atención de los otros guardias. Tendría que hacerlo a las bravas.

Respiró hondo y avanzó sigilosamente a lo largo del mamparo hasta la puerta corredera. Se tomó unos segundos para ensayar mentalmente lo que iba a hacer y a continuación alargó la mano, pegó el pulgar a la manilla de la puerta y empujó. La puerta se abrió emitiendo un susurro.

—¿Nochtli? ¿Yaotl? —dijo la voz de Rivera desde el interior.

Sam dio medio paso atrás, cerró el puño derecho y lo levantó por encima del hombro.

Una sombra tapó la luz de la cabina.

La nariz de Rivera apareció detrás de la jamba de la puerta, seguida de su mentón y sus ojos. Sam lanzó un puñetazo directo apuntando a la sien de Rivera, pero los reflejos del hombre se activaron y torció la cabeza de lado. El puño de Sam rebotó de la sien de Rivera. Temiendo que se recuperara y cogiera el arma que sin duda llevaba encima, Sam giró a través de la puerta. Por el rabillo del ojo, vio a Rivera a la derecha. Como había previsto, Rivera estaba intentando coger algo a su espalda.

Los años de práctica de judo tomaron las riendas de la situación. Instintivamente, Sam evaluó la postura y la posición de Rivera y vio su punto débil: todavía ligeramente aturdido, Rivera estaba apoyado contra el mamparo, tratando de recuperarse, con todo el peso apoyado en el pie izquierdo. Sam hizo caso omiso de la mano con la que Rivera buscaba el arma y realizó un de-ashi-harai —un barrido con el pie adelantado— que le dio justo por debajo del tobillo izquierdo. Rivera se desplomó de lado y se deslizó contra el mamparo, pero siguió moviendo la mano del arma. Sam vio la pistola en ella, alargó el brazo, le agarró la muñeca y usó el impulso del brazo para estampar la mano de Rivera contra la pared. Sam oyó el crujido del hueso. La pistola cayó y rebotó sobre la cubierta enmoquetada.

Sin soltar la muñeca de Rivera, Sam dio un gran paso atrás, bajó el centro de gravedad, giró las caderas y tiró bruscamente del cuerpo sin fuerza de Rivera a través del suelo. Sam le soltó la muñeca y se echó sobre la espalda de Rivera. Le rodeó el cuello con el brazo derecho, optando por un estrangulamiento posterior. Rivera reaccionó en el acto, lanzando un codazo hacia atrás que dio a Sam por debajo del ojo. Empezó a ver borroso. Apartó la cara y notó otro golpe con el codo en la coronilla. Sam aguantó y curvó el antebrazo, deslizándolo todavía más sobre el cuello de Rivera. Utilizando las piernas como contrapeso, rodó hacia la izquierda arrastrando a Rivera con él. Entonces Rivera cometió un error: se dejó llevar por el pánico. Dejó de propinar codazos y empezó a lanzar arañazos al antebrazo que le rodeaba el cuello. Sam prolongó la llave, agarrando su bíceps izquierdo con la mano derecha, y acto seguido apretó mientras le empujaba la cabeza hacia delante, presionando el mentón de Rivera contra su pecho y comprimiendo las arterias carótidas. Prácticamente de inmediato, Rivera dejó de revolverse. Un segundo después, se quedó sin fuerzas. Sam sujetó a Rivera tres segundos más, y acto seguido lo soltó y lo apartó de un empujón. Se arrodilló y comprobó el pulso y la respiración del hombre: estaba vivo pero profundamente dormido.

Sam se tomó unos segundos para recobrar el aliento y se levantó. Se tocó el pómulo; sus dedos estaban manchados. Salió por la puerta arrastrando los pies, miró a su alrededor para asegurarse de que todo estaba despejado y levantó los cinco dedos. Volvió adentro.

Remi cruzó la puerta sesenta segundos más tarde. Echó un vistazo al cuerpo inmóvil de Rivera, luego a Sam, y soltó las mochillas. Acudió junto a su marido dando grandes zancadas y se abrazaron. Luego se apartó y empleó el dedo índice para ladearle la cara. Frunció el entrecejo.

—No es tan grave como parece —dijo Sam.

—¿Cómo sabes lo que parece? Vas a necesitar puntos.

—Se acabaron mis días de lucimiento.

Remi señaló con la cabeza a Rivera.

—¿Está…?

—Solo dormido. Cuando se despierte estará cabreado.

—Pues larguémonos de aquí. Supongo que vamos a secuestrar el helicóptero.

—Han tenido la amabilidad de cargar la campana a bordo. Sería de mala educación desperdiciar el esfuerzo. La lancha… ¿Has…?

—He arrancado los cables y los he tirado por la borda. Y ahora ¿qué? ¿Lo atamos?

—No hay tiempo. Contamos con el factor sorpresa. Si alguien vuelve a buscarlo, se acabó. —Sam miró a su alrededor. Avanzó y abrió una puerta, detrás de la cual había una escalera que subía—. Eso debe de ser el puente. Ve y neutraliza las comunicaciones.

—El teléfono y la radio de barco a costa, ¿no?

Sam asintió con la cabeza.

—Yo iré abajo a ver si hay algún bazuca.

—¿Cómo?

—Vamos a tener compañía en el helipuerto, y dudo que se alegren de vernos. Puede que algo grande que haga ruido y dé miedo les haga cambiar de opinión.

Sam se arrodilló, recogió la pistola de Rivera —otra Heckler & Koch semiautomática— y se la dio a Remi. Ella la examinó unos instantes, y a continuación expulsó diestramente el cargador, comprobó la munición, volvió a colocar el cargador, puso el seguro y se metió el arma en la cintura del pantalón.

Sam se la quedó mirando.

—Lo he visto en el canal Hogar y Jardín.

—Bueno, pues. Nos reuniremos aquí dentro de dos minutos.

Remi subió por la escalera y Sam descendió bajo cubierta. Registró de arriba abajo cada uno de los seis camarotes y solo encontró un arma, un revólver Magnum 357. Subió por la escalera. Remi estaba esperándolo.

—¿Qué tal te ha ido? —preguntó él.

—He arrancado los dos aparatos de las tomas y los he arrojado por la borda.

—Con eso bastará. Bien, todos esperaran a Rivera en el helipuerto. Con suerte, tan solo estarán Yaotl, Nochtli, el guardia y el piloto. Cuatro personas como mucho. Vayamos y esperemos que no desconfíen hasta que sea demasiado tarde.

—¿Y si nos está aguardando un grupo más grande?

—Nos retiramos.