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Madagascar, océano índico

Afortunadamente la entrada fue breve. Después de recorrer encorvados un metro y medio, vieron que el techo de roca subía abruptamente en pendiente y se encontraron en una cueva ovalada y alargada de treinta metros de ancho y nueve de alto, con un techo lleno de estalactitas. Las linternas de sus cabezas no tenían suficiente potencia para alumbrar más de nueve metros por delante, pero por lo que pudieron apreciar el espacio parecía dividido en «habitaciones» por columnas de mineral que emitían un brillo gris nacarado y amarillo intenso con los haces de las linternas. Las inclusiones de cuarzo de las paredes centelleaban y brillaban. El suelo, una combinación de roca dentada y sedimentos que crujía bajo sus botas, estaba dividido por un estrecho arroyo serpenteante.

—Parece un sitio lógico para empezar —dijo Sam, y Remi asintió con la cabeza.

Utilizando el curso del arroyo a modo de guía, empezaron a internarse en la cueva.

—Un poco decepcionante —dijo Remi minutos más tarde.

—Lo sé, pero el día es joven.

La última aventura espeleológica en la que habían participado había acabado no solo con la solución del misterio de la bodega perdida de Napoleón, sino también con un descubrimiento que estaba ayudando a reescribir partes de la historia de la antigua Grecia.

Siguieron adelante, recorrieron treinta metros y luego sesenta. La linterna de Sam iluminó una pared con forma de cuña situada más adelante, de cuya base brotaba el arroyo. A cada lado de la pared había un túnel que formaba un meandro y se perdía en la oscuridad.

—Elige —dijo Sam—. ¿Izquierda o derecha?

—Derecha.

Saltaron por encima del arroyo y enfilaron el túnel de la derecha. Al cabo de seis metros, el suelo bajó en pendiente, y se encontraron sumergidos en agua hasta las pantorrillas. Sam enfocó la superficie con su haz y descubrió una corriente que se arremolinaba ligeramente. Siguieron andando.

Remi se detuvo y se llevó el dedo índice a los labios.

Apagó la linterna de su cabeza. Sam hizo otro tanto.

Entonces, tras unos segundos de silencio, oyeron un sonido: algo se movía más adelante en la oscuridad. Un ruido como de cuero contra piedra. Más silencio, y luego otro sonido: como una gruesa toalla mojada golpeando una roca.

Sam y Remi se miraron y, casi al unísono, esbozaron una palabra con los labios: «Cocodrilo». El cuero era la piel escamosa frotándose contra una roca; la toalla mojada, una cola musculosa azotando una piedra. Salpicando.

Unas pisadas avanzaron pesadamente a través del agua. Sam sacó el revólver y apuntó a la oscuridad. Él y Remi encendieron a la vez sus linternas.

A seis metros de distancia y moviéndose directo hacia ellos se encontraba el hocico de un cocodrilo; justo detrás del hocico, un par de ojos de gruesos párpados los miraban fijamente. Más atrás, en el margen de los haces de sus linternas, podían ver media docena de cuerpos escamosos retorciéndose, con los ojos brillantes, las bocas abiertas y las colas agitándose.

—La bengala —dijo Sam.

Remi no vaciló. El túnel se llenó de una parpadeante luz roja acompañada de una especie de chisporroteo. Remi bajó la bengala a la altura de las rodillas y la agitó frente al cocodrilo que se acercaba. El reptil se paró, abrió la boca y dejó escapar un susurro grave.

—Niño tenía razón —dijo ella—. No les gusta.

—De momento. Empieza a retroceder. Despacio. No le des la espalda.

Moviéndose al unísono, los ojos de Remi clavados en el cocodrilo que se aproximaba, empezaron a retirarse. Sam lanzó una mirada por encima del hombro.

—Otros diez pasos y estaremos en la rampa y luego en la parte estrecha.

—De acuerdo.

—Cuando lleguemos allí, clava la bengala en la arena. Veremos si les gusta.

Cuando llegaron al lugar, Sam dio un golpecito a Remi en el hombro. Ella se arrodilló, introdujo la bengala en el sedimento y acto seguido se levantó y siguió andando hacia atrás, con la mano de Sam posada todavía en su hombro. En mitad de la rampa, el cocodrilo se paró a unos dos metros de la bengala susurrante. Se arrastró primero a la izquierda y luego a la derecha, y se paró de nuevo. El reptil dejó escapar otro susurro y bajó la rampa moviéndose hacia atrás hasta el agua. Y al cabo de unos segundos desapareció.

—¿Cuánto duran las bengalas? —preguntó Remi.

—¿Las de ese tipo? Diez o quince minutos. Con suerte, lo bastante para que registremos el otro túnel.

—¿Y si no dura tanto?

—Entonces veremos qué tal manejo el revólver.

Se internaron en el túnel de la izquierda, parando aproximadamente cada diez pasos para escuchar. A los doce metros, el túnel se ensanchó de repente y dio paso a una cámara más o menos circular. La linterna de Remi enfocó un objeto alargado y oscuro que había en el suelo. Los dos se lo quedaron mirando y retrocedieron diez pasos, deslizando los pies en la arena.

—¿Era…? —susurró Remi.

—Creo que no. —Sam inspiró hondo y espiró—. Pero me ha dado un vuelco el corazón. Vamos.

Avanzaron hasta que los haces de sus linternas dieron otra vez con el objeto.

—Parece un poste de teléfono podrido —dijo Remi.

Y así era. Pero enseguida Sam se fijó en lo que parecía un trío de crucetas de madera fijadas al poste y una especie de ataduras, la mayoría de ellas reducidas a polvo, si bien aún podía apreciarse su forma original.

—Es una batanga —susurró Remi.

Sam asintió con la cabeza y siguió recorriendo las crucetas con el haz de su linterna hasta un punto en el que se juntaban con un montón alargado de madera parcialmente podrida, unos centímetros más larga que el «poste de teléfono», y con un diámetro cuatro o cinco veces mayor.

—Sam, es una canoa.

Él asintió con la cabeza.

—Una canoa grande. Por lo menos medía nueve metros de largo.

Rodearon la embarcación moviéndose de lado hasta el otro costado, donde encontraron una batanga con crucetas parecida. El armazón de la canoa tenía un metro y medio de anchura, y un metro y veinte de altura de la quilla a la borda, con una proa ahusada, un bauprés abultado y una popa cuadrada. En medio de la canoa, elevándose a casi dos metros y medio del casco, se hallaba lo que parecía un mástil roto; la parte superior, de unos tres metros de largo, estaba tirada en el suelo, con el extremo apoyado en la borda. Delante del mástil, el casco tenía una cubierta superficial a dos aguas.

—Atrás, Sam —susurró Remi.

Él la siguió y retrocedió unos pasos. Ella señaló el suelo debajo de la embarcación. Lo que habían confundido con una elevación del terreno era en realidad una plataforma de sesenta centímetros de altura construida con piedras cuidadosamente colocadas.

—Es un altar —dijo él.

Después de echar un vistazo a su bengala anticocodrilos, que se había consumido hasta la marca de la mitad, se pusieron a examinar la batanga; Remi tomó fotografías para registrar la escala y el diseño antes de acercarse para los primeros planos. Utilizando la punta de su navaja suiza, Sam cogió muestras de la madera y de las ataduras.

—Todo está cubierto de una especie de resina —le dijo a Remi, oliendo el material—. Es gruesa. Por lo menos mide dos centímetros.

—Eso explicaría su excelente estado —respondió ella.

Sam se acercó a la batanga del lado de estribor, se dirigió a la borda y miró dentro de la embarcación. Tirado alrededor de la base del mástil había un montón de algo que solo podía describir como lona descompuesta. Moteada y gris, la tela se había convertido parcialmente en una masa gelatinosa.

—Tienes que ver esto, Remi.

Ella se reunió con él en la borda.

—Qué vela más grande —dijo, y empezó a tomar fotografías.

Sam desenfundó su machete y, mientras Remi lo agarraba del cinturón por miedo a que se cayera, se inclinó hacia delante y deslizó con cautela la hoja del cuchillo en el montón.

—Es como piel de cebolla —murmuró él.

Levantó un trozo andrajoso de la tela que estaba suelto.

Remi tenía preparada una bolsa de plástico con cierre hermético vacía. Cuando él introdujo la muestra, se partió en tres trozos. Remi cerró la bolsa y regresó junto a su mochila para depositarla con las otras muestras.

Sam se dirigió a la popa. Del espejo de popa sobresalía un objeto de madera bulboso, como un balón de fútbol americano nudoso inclinado hacia delante en el soporte de saque. Al igual que el resto de los elementos de la canoa, Sam necesitó varios segundos y varias inclinaciones de cabeza para percatarse de lo que estaba viendo. Remi se acercó a él por detrás.

—Nuestro pájaro misterioso —dijo.

Sam asintió con la cabeza.

—El del Códice de Orizaga y el diario de Blaylock.

—¿Cómo lo llamaba? El «gran pájaro enjoyado verde» —rememoró Remi—. Pero no creo que este sea al que Blaylock se refería.

Tomó una docena fotografías de la talla con su cámara digital.

—Vamos a ver el bauprés —dijo Sam—. En los barcos, estas cosas suelen aparecer por parejas.

Se dirigieron a la proa. Tal como Sam se había figurado, el bauprés también tenía una talla, ésta en mejor estado que su equivalente. De hecho, el propio bauprés era una escultura: una serpiente con la boca abierta y un penacho de plumas que le salía hacia atrás de la cabeza.

—¿Sabes a lo que se parece, Sam? —preguntó Remi.

—No. ¿Debería saberlo?

—Supongo que no. Está menos trabajada y es menos estilizada, pero es casi la viva imagen de Quetzalcoatl, la gran serpiente de oro emplumada de los aztecas.

—¿Loco? Era listo como un zorro —murmuró Sam pasados unos segundos.

—¿Qué?

—Blaylock. Era listo como un zorro. Está claro que escondió el mapa de Moreau y el códice juntos en su bastón por un motivo. Estaba obsesionado con algo, eso seguro, pero era algo más que el Shenandoah o El Majidi.

—Tal vez la obsesión empezó por ellos —convino Remi—, pero en algún momento debió de encontrar algo, o de descubrir algo, que desvió su interés. Pero ¿cómo metió la canoa en la cueva quien la trajo aquí?

—A menos que haya otra entrada más allá de Cocoville, debieron de desmontarla, traerla a través de la cascada y luego volver a armarla.

—Es mucho trabajo. Estamos a tres kilómetros de la playa, y pesa casi una tonelada.

—Los marineros acostumbran encariñarse de su barco, sobre todo si les ha acompañado en mares agitados o en un largo viaje. Puede que sepamos más cuando analicemos las muestras, pero si creemos la odisea de Blaylock, podría ser una embarcación azteca. Eso significaría que tiene… ¿cuántos? ¿Por lo menos seiscientos años?

—Eso significaría reescribir la historia, Sam. No hay constancia de que los aztecas viajaran más allá de las zonas costeras de México, y menos aún de que cruzaran el Atlántico y rodearan el cabo de Buena Esperanza.

—Estamos pensando en cosas distintas, cariño.

—¿Cómo?

—Tú estás pensando en un viaje del oeste al este y en el siglo XVI. Yo estoy pensando en un viaje del este al oeste y en una época mucho anterior.

—Estás de broma.

—Remi, tú misma lo dijiste: los historiadores no están totalmente seguros del origen de los aztecas. ¿Y si estamos ante un barco de una migración protoazteca?