43
Bahía de Lampung, Sumatra
Sam disminuyó la presión sobre el acelerador del barco e hizo girar la proa hasta que tuvieron el viento de costado. El barco redujo la marcha hasta detenerse, y empezaron a balancearse de un lado a otro. A varios cientos de metros del puerto se hallaba Mutun, una de las docenas de pequeñas islas boscosas que bordeaban las dos costas de la bahía; a estribor, a lo lejos, la playa de Indah.
—Vamos, una vez más —dijo él.
—Ya hemos pasado por esto, Sam. Varias veces. La respuesta sigue siendo no. Si tú te quedas, yo también me quedo.
—Pues volvamos a casa.
—Tú no quieres volver a casa.
—Cierto, pero…
—Estás empezando a cabrearme, Fargo.
Y él lo sabía. Cuando Remi empezaba a dirigirse a él por su apellido, era señal de que se le estaba agotando la paciencia.
Después de su encuentro con Rivera en el museo, habían tomado el siguiente transbordador con rumbo a Sol Marbella, a unos veinticuatro kilómetros de los muelles de la playa de Carita. Mientras esperaban a que el transbordador zarpara, Sam vigiló la lancha motora de Rivera hasta que por fin la perdieron de vista cuando pasó por detrás del cabo de Tanjung hacia el sudoeste.
De vuelta en Java subieron a un taxi que los llevó al Four Seasons, donde recogieron rápidamente sus cosas, se dirigieron al aeropuerto y tomaron un vuelo chárter de Batavia Air que cruzaba el estrecho a Lampung. Aterrizaron poco antes de que anocheciera y encontraron un hotel al lado de la bahía varios kilómetros costa abajo, desde donde llamaron a Selma.
Cuanto antes llegaran a Pulau Legundi, mejor, pensaban Sam y Remi. Aunque esperaban que Rivera hiciera acto de presencia, su repentina aparición en el museo, unida a su amenazante promesa, subrayó la necesidad de moverse deprisa. Con ese propósito, Selma obró su magia y se encargó de que un pinisi motorizado de más de siete metros de eslora —un tipo de queche estrecho de fondo plano— y todas las provisiones necesarias estuvieran esperándolos en los muelles antes de que saliera el sol. En ese momento, cerca del mediodía, habían recorrido un tercio de la distancia hasta Pulau Legundi.
—Nunca nos hemos dejado intimidar por la gente como Rivera. ¿Por qué ahora sí?
—Ya sabes por qué.
Ella se acercó a él y le posó suavemente la mano en el hombro.
—Pilota el barco, Sam. Acabemos esto juntos.
Sam suspiró y sonrió.
—Eres una mujer extraordinaria.
—Lo sé. Y ahora pilota el barco.
A media tarde, lo que simplemente había sido una mancha en el horizonte encapotado empezó a definirse hasta convertirse en los exuberantes picos verdes y la rocosa línea de la costa de la isla. Con la forma de coma dentada, la deshabitada Pulau Legundi medía aproximadamente seis kilómetros de largo por tres de ancho. Como el resto de las islas del estrecho de Sundra y sus alrededores, había quedado cubierta de ceniza volcánica del Krakatoa. Ciento treinta años de viento y lluvia y la obra de la siempre paciente Madre Naturaleza habían transformado la isla en una parcela aislada de frondosa selva tropical.
Poco más de veinticuatro horas después de partir de Yakarta, cuando el sol se estaba poniendo sobre los picos de Legundi, Sam introdujo la proa del pinisi en una cueva resguardada en la línea de la costa oriental. Aceleró y deslizó la proa sobre una playa de arena blanca, y Remi saltó de la embarcación. Sam lanzó sus mochilas y la siguió. Amarró la bolina a un árbol cercano.
Remi desplegó el mapa turístico que habían comprado en el hotel —lo mejor que habían conseguido a última hora— y lo colocó sobre la arena. Se agacharon. Antes de salir del museo, Sam había estudiado unos cuantos mapas digitales en la terminal multimedia y había marcado mentalmente la posición del barco.
—Desde aquí hay menos de ochocientos metros hasta la parte oeste —dijo—. Si no me equivoco, el Shenandoah…
—Suponiendo que fuera él.
—Rezo para que fuera él. Según mis estimaciones estuvo aquí, en esta bahía. Si nos basamos en el destino del Berouw…
—Sí, explícamelo otra vez.
—Según la versión aceptada, el Berouw fue el único barco que se vio empujado hacia el interior. Las embarcaciones más pequeñas fueron arrastradas hacia el fondo del estrecho o destruidas inmediatamente por el último tsunami. Mi teoría es que lo que salvó al Berouw es que estaba anclado en la desembocadura de un río.
—La vía de mínima resistencia —dijo Remi.
—Exacto. Se vio arrastrado hacia el interior por un surco existente en el terreno. Si se traza una línea desde el Krakatoa a través del ancladero del barco hasta la isla, se ve…
Inclinándose sobre el mapa, Remi terminó la frase de Sam:
—Un barranco.
—Un barranco profundo, rodeado a los dos lados por picos de ciento cincuenta metros. Si te fijas, el barranco termina por debajo del tercer pico, a varios cientos de metros de la línea de la costa opuesta. Un kilómetro y medio de largo y cuatrocientos metros de ancho.
—¿Lo que equivale a decir que no acabó hecho pedazos o atraído hacia la isla y lanzado al lecho del mar? —preguntó Remi—. Estamos a cuarenta kilómetros del Krakatoa. El Berouw estaba a ochenta kilómetros de distancia y acabó a kilómetros de la costa.
—Hay dos motivos que lo explican: uno, los picos que rodean el barranco son más pronunciados que cualquier cosa que hubiera en el río; y dos, el Shenandoah era como mínimo cuatro veces más pesado que el Berouw y tenía un armazón de acero revestido con láminas de roble y de teca de doble grosor. Estaba diseñado para soportar penalidades.
—Tienes buenos argumentos.
—Esperemos que se traduzcan en hechos.
—Sin embargo, todavía queda un detalle…
—Dispara.
—¿Cómo habría sobrevivido el Shenandoah al flujo piroclástico?
—Da la casualidad de que tengo una teoría al respecto. ¿Quieres oírla?
—Guárdatela. Si resulta que tienes razón, me la cuentas. Si te equivocas, dará igual.
Después de abrir brecha durante cinco minutos en la línea de vegetación, se dieron cuenta de que los bosques de Pulau Legundi no tenían nada que envidiar a los de Madagascar. Los árboles, tan apretujados unos con otros que a menudo Sam y Remi tenían que volverse de lado para pasar entre ellos, se hallaban también entrelazados con marañas de enredaderas que serpenteaban desde los troncos hasta las ramas y el suelo.
Encontraron un claro del tamaño de un armario en la maleza y se agacharon para beber agua. Los insectos se arremolinaban alrededor de ellos, zumbándoles en los oídos y en las fosas nasales. En el manto de hojas que los cubría por encima, resonaban los gritos de pájaros invisibles. Remi sacó un envase de repelente contra mosquitos de su mochila y roció la piel descubierta de Sam antes de hacer lo mismo con la suya.
—Esto podría ser positivo para nosotros —dijo Sam.
—¿El qué?
—¿Ves que la mayoría de los troncos están cubiertos de una capa de moho y enredaderas? Es como una armadura. Lo que es bueno para los árboles también podría serlo para el casco de un barco.
Bebió otro sorbo de la cantimplora y se la pasó a Remi.
—El estado del camino mejorará cuanto más ascendamos —dijo.
—Define «mejorará».
—Más luz del sol equivale a menos enredaderas.
—Y ascender equivale a terreno más empinado —contestó Remi con una sonrisa animosa—. La vida se basa en el equilibrio.
Sam consultó su reloj.
—Faltan dos horas para que se ponga el sol. Por favor, dime que te has acordado de traer la hamaca con mosquitera…
—Me he acordado. Pero me he olvidado la parrilla, los filetes y la nevera portátil con cervezas.
—Por esta vez te perdono.
Continuaron adelante durante otros noventa minutos, avanzando a un ritmo lento pero constante por la pendiente oeste del pico, ayudándose de raíces descubiertas y de enredaderas colgantes, hasta que por fin Sam propuso parar. Ataron su hamaca con ancho doble entre dos árboles, revisaron todas las costuras de la mosquitera, y a continuación se metieron a gatas y compartieron una cena compuesta de agua caliente, cecina y fruta deshidratada. Veinte minutos más tarde se sumieron en un profundo sueño.
La sinfonía natural de la selva los despertó poco después del amanecer. Tras un desayuno rápido se pusieron de nuevo en marcha. Tal como Sam había vaticinado, cuanto más ascendían, menos denso se volvía el follaje, hasta que pudieron moverse sin la ayuda del machete. A las 10.15 se abrieron paso a través de los árboles y se vieron en una meseta de granito de tres metros de ancho.
—Esto sí que es una vista panorámica —dijo Remi, quitándose la mochila.
Ante ellos se extendían las aguas azules del estrecho de Sundra. A cuarenta kilómetros podían ver los escarpados acantilados de la isla de Krakatoa y, más allá, la costa occidental de Java. Se acercaron al borde de la meseta. Ciento cincuenta metros más abajo, al pie de una pendiente con una inclinación de sesenta grados, se hallaba el fondo del barranco. Estaba flanqueado por picos que formaban una pared norte y otra sur. El barranco era algo angosto y se curvaba ligeramente conforme se acercaba a la línea de la costa situada a un kilómetro y medio.
Sam señaló una masa de agua visible más allá de la boca del barranco.
—Aquél es casi el lugar exacto donde estaba anclado.
—Déjame hacerte una pregunta: ¿por qué no empezamos por allí y luego recorremos el barranco?
—Por dos motivos: uno, es la parte de barlovento del estrecho. Puede que esté un poco paranoico, pero prefería que estuviéramos protegidos de miradas curiosas.
—¿Y el segundo motivo?
—Es una posición estratégica mejor.
Remi sonrió.
—Tenías la ligera sospecha de que nos encontraríamos un mástil asomando entre la vegetación allí abajo, ¿verdad? Sam le devolvió la sonrisa.
—Más que una ligera sospecha. Pero no veo nada. ¿Y tú?
—No. Tal vez ahora sea el momento idóneo para que me cuentes tu teoría: ¿cómo habría sobrevivido el Shenandoah al flujo piroclástico?
—Bueno, tal vez conozcas el término científico, pero estoy pensando en el efecto Pompeya.
Pompeya, famosa por haber sido víctima de otro volcán, el monte Vesubio, en 79 d. C, era también célebre por sus «momias», moldes de los habitantes de Pompeya en sus últimos momentos de vida. Al igual que el Krakatoa, el Vesubio había soltado una avalancha de ceniza y piedra pómez abrasadora que había caído sobre Pompeya. La avalancha había carbonizado y sepultado prácticamente todo lo que había encontrado a su paso. Los humanos y los animales que habían tenido la mala suerte de verse sorprendidos a la intemperie habían muerto en el acto achicharrados y enterrados. Cuando los cuerpos se descompusieron, los fluidos y los gases resultantes endurecieron el interior de la cubierta.
—En realidad, creo que ésa es la explicación correcta. Pero el principio aquí es un poco distinto.
—Lo tengo en cuenta. Suponiendo que el Shenandoah hubiera sido arrastrado hasta aquí, se habría inundado con el tsunami y habría quedado cubierto de miles de toneladas de vegetación empapada y de árboles. Cuando llegó el flujo piroclástico, toda la humedad se habría convertido en vapor y, con suerte, el manto de follaje se habría quemado en lugar del barco.
Remi asentía con la cabeza.
—Entonces todo quedó enterrado bajo centímetros de ceniza y piedra pómez.
—Es mi teoría.
—¿Y por qué todavía no lo han encontrado? Sam se encogió de hombros.
—Nadie lo ha buscado. ¿Cuántos objetos se acaban encontrando a escasos centímetros de donde todo el mundo llevaba años excavando?
—Demasiados para llevar la cuenta.
—Además, el Shenandoah solo medía setenta metros de eslora y diez de manga. Ese barranco es… —Sam hizo el cálculo mentalmente—. Es veinticinco veces más largo y cuarenta veces más ancho.
—No tienes un pelo de tonto, Sam Fargo. —Remi miró pendiente abajo—. ¿Qué opinas? —preguntó—. ¿Bajamos?
Sam asintió con la cabeza.
—Creo que podemos conseguirlo.
El terreno no les permitía avanzar deprisa, pero no era especialmente peligroso. Empleando los troncos de los árboles que crecían en diagonal como escalones improvisados, descendieron con cuidado por la pendiente hasta la selva más profunda. El sol se atenuó a través del manto de hojas y los dejó en la penumbra.
Sam propuso parar para beber agua. Después de tomar unos cuantos tragos, se alejó por la ladera de la montaña diciendo «Vuelvo enseguida» por encima del hombro. Regresó un minuto más tarde con un par de palos rectos y gruesos y le dio el más corto a Remi.
—¿Para hurgar? —preguntó ella.
—Exacto. Si el barco está aquí, requerirá cierto esfuerzo encontrarlo. Del mismo modo, si está cubierto por una capa de vegetación y ceniza petrificada, habrá grietas y huecos. Si sondeamos lo bastante el terreno, seguro que encontraremos algo.
—Suponiendo que…
—No lo digas.
Durante las siguientes seis horas, mientras la tarde avanzaba hacia la noche, recorrieron el fondo del barranco el uno al lado del otro y subieron y bajaron los montículos, hurgando con sus palos y haciendo todo lo posible por seguir una pauta serpenteante de orientación norte/sur.
—Las seis —dijo Sam, echando un vistazo a su reloj—. Cuando acabemos con este surco lo dejaremos por hoy.
A pesar del cansancio, Remi rió.
—¿Y nos retiraremos a los preciosos confines de nuestra hamaca…?
Avanzó dando traspiés y se cayó lanzando un «¡Uf!». Sam se acercó y se arrodilló junto a ella.
—¿Estás bien?
Ella se dio la vuelta, frunció los labios y se sopló un mechón de pelo de la mejilla.
—Sí. El cansancio me vuelve torpe. —Sam se levantó y la ayudó a ponerse en pie. Remi miró a su alrededor—. ¿Dónde está mi palo?
—A tus pies.
—¿Dónde dices?
Sam señaló abajo. La punta del palo de Remi sobresalía cinco centímetros de la marga.
—O es un truco de magia fantástico o has encontrado un hueco —dijo Sam.