44
Pulau Legundi, estrecho de Sundra
Retrocedieron unos pasos pisando con cuidado y escudriñaron el terreno de las inmediaciones.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Sam.
—No.
—Súbete a ese árbol.
—Si todavía no nos hemos hundido, probablemente no nos hundamos.
—Dame el gusto.
Remi retrocedió hasta que chocó con el trasero contra el tronco, se volvió y trepó a la rama inferior. Sam se quitó la mochila y la dejó en el suelo. A continuación, sujetando el palo paralelo al suelo a la altura de la cintura como un equilibrista, avanzó cautelosamente hasta situarse sobre la punta del palo de Remi. Se arrodilló, colocó su palo delante de las rodillas y sacó el de Remi. Cogió la linterna para la cabeza del bolsillo del muslo de sus pantalones y enfocó el agujero con el haz.
—Es hondo —dijo—. No veo el fondo.
—¿Qué quieres hacer?
—Lo que quiero hacer es agrandarlo y meterme ahí debajo, pero está prácticamente a oscuras. Acampemos y esperemos a que sea de día.
Apenas descansaron; pasaron las horas dormitando y hablando, imaginando lo que podría haber a escasos centímetros de su hamaca. Después de haber seguido en sentido literal y metafórico el mismo camino que había seguido Winston Blaylock durante su aventura, Sam y Remi se sentían como si llevaran años buscando el Shenandoah.
Esperaron hasta que se filtró suficiente luz del sol a través del manto de hojas para iluminar parcialmente su zona de trabajo, desayunaron rápidamente y subieron de nuevo el montículo hasta el agujero que había dejado el palo de Remi, equipados en esa ocasión con un rollo de amarra de nailon de nueve metros que estaba a bordo del pinisi.
Remi pasó dos veces una punta de la amarra alrededor del árbol más cercano; Sam hizo una collera improvisada con la otra punta, la deslizó sobre sus hombros y se la pasó por debajo de las axilas.
—Buena suerte —dijo Remi.
Sam se acercó al agujero y se arrodilló. Empezó a introducir el palo con cuidado, metiendo terrones de marga y de ceniza solidificada en los agujeros invisibles de abajo, y retrocediendo de rodillas conforme el agujero se iba agrandando. Después de cinco minutos de trabajo, el tamaño era el de una boca de alcantarilla.
Sam se levantó y dijo por encima del hombro:
—¿Me tienes cogido?
Remi agarró más fuerte la amarra, tensó la cuerda y apoyó los pies contra el tronco.
—Te tengo.
Sam flexionó las rodillas y saltó a varios centímetros por encima del suelo. Volvió a hacerlo, esa vez un poco más alto. Se detuvo y miró a su alrededor.
—¿Ves alguna grieta?
—No. Vía libre.
Sam dio un pisotón en el suelo, luego otro, y luego seis más en rápida sucesión.
—Creo que no hay peligro.
Remi ató su extremo de la amarra y se reunió con Sam en el agujero. Él desenredó la collera y la anudó alrededor de la correa de la linterna para la cabeza, y acto seguido la encendió y empezó a bajarla por el agujero, contando tramos equivalentes a su antebrazo a medida que progresaba. La amarra se destensó. En el fondo del agujero, la linterna estaba tirada de lado. Se inclinaron hacia delante y escudriñaron la oscuridad.
Un momento después, Remi dijo:
—¿Es eso…? No, no puede ser.
—¿El pie de un esqueleto? Sí, puede ser. —Sam alzó la vista hacia ella—. ¿Sabes qué? ¿Por qué no voy yo primero?
—Magnífica idea.
Después de recoger la linterna, pasaron varios minutos haciendo nudos de escalada en la amarra y volvieron a introducirla en el agujero. Sam deslizó sus pies por la abertura, se balanceó hacia delante y empezó a bajar colocando una mano tras otra.
Como un geólogo examinando la cara expuesta de un acantilado, Sam se sentía como si estuviera descendiendo a través de la historia. La primera capa de material era de tierra corriente, pero seis centímetros más abajo el color cambió, primero a un marrón claro y luego a un gris sucio.
—Estoy dentro de la capa de ceniza —gritó.
Pedazos y vetas de lo que parecía madera petrificada y vegetación empezaron a aparecer en la ceniza.
Sus pies tocaron el suelo del pozo que había excavado desde arriba. Buscó puntos de apoyo dando patadas a los lados del pozo y trasladó poco a poco su peso a las piernas hasta que estuvo seguro de que se mantenía estable. De un lado del pozo sobresalía lo que desde arriba les había parecido el pie de un esqueleto.
—Es la raíz de un árbol —gritó.
—Gracias a Dios.
—El siguiente probablemente sea de verdad.
—Lo sé.
—Dame el palo, por favor.
Remi se lo dio. Utilizando las dos manos, Sam movió el palo primero para perforar y luego para remover, golpeando y raspando el pozo hasta que estuvo satisfecho con la anchura. A su alrededor se arremolinaron columnas de ceniza. Esperó a que la nube se asentara, se puso en cuclillas y repitió la operación hasta que abrió el pozo unos centímetros más.
—¿Qué profundidad tiene hasta ahora? —gritó Remi.
—Dos metros y medio, más o menos. —Sam levantó el palo y lo puso por dentro de su cinturón—. Vamos a tener que sacar los escombros.
—Espera.
Un momento más tarde, Remi gritó:
—Bolsa va.
Una de sus bolsas de nailon cayó sobre la cabeza de Sam; anudada al cordón había una cuerda. Sam se agachó, llenó la bolsa de escombros, y Remi la fue levantando. Después de repetir la operación dos veces, el pozo quedó despejado.
Sam retomó el descenso. Con el peso de las capas de arriba, a esa profundidad la mezcla se había ido comprimiendo cada vez más hasta que por fin, a los tres metros, el color cambió de nuevo y pasó de gris a marrón y luego a negro.
Sam se detuvo súbitamente. Le dio un vuelco el corazón. Volvió la cabeza a un lado, tratando de enfocar con el haz de la linterna lo que había visto. Lo encontró de nuevo y apoyó los pies contra los lados del pozo para equilibrarse.
—¡He encontrado madera! —gritó.
Hubo varios segundos de silencio, y acto seguido se oyó la débil voz de Remi.
—Me he quedado sin habla, Sam. Descríbela.
—Es un trozo horizontal de unos siete centímetros de grosor. Veo unos veinte o veinticinco centímetros de madera.
—Un grosor de siete centímetros es demasiado fino para ser la cubierta superior. ¿Podría ser el techo de la camareta alta? Las otras estructuras elevadas que había eran la chimenea, la claraboya de la sala de máquinas, la claraboya de la cámara de oficiales y la timonera. ¿Ves algún rastro de cristal?
—No. Sigo bajando.
De nuevo, llegó al fondo de la excavación. Extrajeron más escombros, y Sam sacó los pies de los puntos de apoyo y siguió trabajando con el palo. Al primer golpe, oyó un ruido seco de madera contra madera. Repitió la operación con el mismo resultado. Escarbó lo que quedaba de pozo y estiró el cuello hacia abajo, iluminando el fondo con la linterna de su cabeza.
—He encontrado la cubierta —gritó.
Descendió hasta tocar la cubierta con los pies. La madera crujió y se arqueó con su peso. Después de apartar los escombros con una bota, dio un taconazo e hizo una grieta que lo llenó de satisfacción. Tras una docena de golpes más, abrió un agujero irregular de sesenta centímetros. El resto de los residuos cayeron por la abertura.
—Voy a bajar.
Colocando una mano detrás de otra, descendió a través de la cubierta. La claridad de la superficie se alejó y se atenuó, dejándolo suspendido bajo la luz de su linterna. Sus pies tocaron una superficie dura. Probó a descargar su peso sobre ella. Era sólida. Soltó la cuerda con cuidado.
—Ya estoy abajo —gritó—. No hay peligro.
—Voy para allá —contestó Remi.
Dos minutos más tarde estaba al lado de Sam. Encendió la linterna de su cabeza e iluminó el agujero situado por encima de ambos.
—Debe de ser el techo de la camareta alta.
—Entonces éste es el camarote de la tripulación —dijo Sam.
Y una tumba, como rápidamente apreciaron, recorriendo el espacio con los haces de sus linternas. Dispuestas a cada lado del compartimiento a intervalos intermitentes, había aproximadamente veinte hamacas colgadas del techo. Todas estaban ocupadas. Los restos constaban principalmente de esqueletos, salvo algunos trozos de carne reseca en partes del cuerpo que no estaban cubiertas de ropa.
—Es como si se hubieran tumbado para esperar la muerte —dijo Remi.
—Probablemente es lo que pasó —contestó Sam—. Una vez que el barco quedó enterrado, tenían tres opciones: la asfixia, la inanición o el suicidio. Sigamos. Tú eliges.
Los únicos planos del barco que habían visto eran del constructor original; no tenían ni idea de los cambios, en caso de haberlos, que podían haber realizado el sultán de Zanzíbar o Blaylock en la distribución del interior. Aquel camarote se parecía mucho al original, pero ¿qué pasaría con el resto del barco?
Remi optó por avanzar y echó a andar. La cubierta estaba casi intacta. Si no hubieran entrado por donde lo habían hecho, les habría resultado imposible saber que estaban bajo más de cuatro metros de tierra.
—Debe de ser la falta de oxígeno —dijo Remi—. Ha estado cerrado herméticamente durante ciento treinta años.
Los haces de las linternas se deslizaron sobre una columna de madera que les cerraba el paso.
—¿El palo de trinquete? —preguntó Remi.
—Sí.
Al otro lado de la columna encontraron un mamparo y dos escalones que subían a lo que antaño habían sido las dependencias de los suboficiales; desde entonces se había convertido en un almacén para la madera y la lona.
—Vamos a popa —dijo Sam—. Si Blaylock no estaba en la cubierta cuando les alcanzó el tsunami, supongo que estaría o en la cámara de los oficiales o en su camarote.
—Estoy de acuerdo.
—Me encanta explorar, pero creo que en este momento conviene ser prudente.
Remi asintió con la cabeza.
—Esto va a necesitar un equipo arqueológico entero y años de trabajo.
Se dirigieron a popa; sus pisadas hacían un ruido apagado sobre la cubierta y sus murmullos resonaban en los mamparos. Cruzaron la escotilla del camarote y se vieron delante de otro mástil, en esa ocasión el palo mayor; al otro lado había un mamparo y una escalera que subía a la cubierta principal.
—No hay salida —dijo Remi—. A menos que queramos abrirnos paso por la cubierta principal e ir a popa hacia la cámara de oficiales excavando un túnel.
—Considerémoslo el plan B. Según los planos, al otro lado de este mamparo está la carbonera, el nivel superior de la sala de máquinas y luego la bodega de popa. El sultán tenía fama de comerciar con cargamentos ilegales de vez en cuando. Veamos si hizo alguna modificación secreta en el barco.
El mamparo medía un metro ochenta de altura y recorría la cubierta de nueve metros a lo ancho. Utilizando sus linternas, Sam y Remi escudriñaron el mamparo de un lado al otro. Justo debajo del lugar donde la escalera atravesaba la cubierta superior, Remi vio una muesca del tamaño de una moneda en una de las tablas. La apretó con el pulgar, y sonó un clic. Una escotilla con bisagras se abrió hacia abajo. Sam la cogió y la abrió del todo. Se asomaron de puntillas a la abertura.
—Un espacio entre cubiertas —dijo.
—Va en la dirección correcta.
Sam empujó a Remi a través de la escotilla y a continuación se elevó impulsándose con los brazos y la siguió. Se dirigieron a popa, arrastrando las manos y las rodillas por la madera.
—Creo que estamos encima de la carbonera —dijo Sam.
Tres metros más adelante, Remi dijo:
—Se acerca el mamparo.
Se detuvieron. El sonido de los dedos de Remi tocando y palpando el mamparo resonó en el espacio. Clic.
—Eureka —dijo—. Otra escotilla.
Cruzó la abertura a gatas y desapareció. Sam oyó el ruido de los pies de Remi pisando una rejilla de acero. Se acercó gateando a la escotilla. Justo encima había un puntal; lo agarró y lo utilizó para salir con cuidado.
Estaban sobre una pasarela con barandillas. Se acercaron al borde, enfocaron hacia abajo con sus linternas e iluminaron unas formas oscurecidas de máquinas, vigas y tuberías.
Recorrieron la pasarela hacia el mamparo de popa, donde descubrieron una corta escalera de mano que subía hacia otra escotilla más; una vez que la atravesaron, se encontraron encorvados en la bodega de popa, que medía un metro veinte de altura.
Sam recorrió el lugar con el haz de la linterna, tratando de orientarse.
—Estamos justo debajo de la cámara de los oficiales. Tiene que haber otra…
—Ya la he encontrado —dijo Remi a varios metros de distancia.
Sam se volvió y la vio delante de una escotilla que colgaba del techo. Remi sonrió.
—Menudo pájaro, el sultán —dijo—. ¿Crees que esto era para su harén?
—No me extrañaría de él.
Sam se acercó y formó un estribo con las manos.
—Sube.
Una vez en la cubierta de arriba, se vieron en un pasillo de nueve metros de largo. Detrás de ellos estaba el tercer mástil del Shenandoah, la mesana. Repartidas a lo largo del lado de estribor del pasillo había cinco puertas. Debían de ser las dependencias de los oficiales.
Sam comprobó la primera puerta.
—El retrete —susurró.
Comprobaron las restantes puertas de una en una. El segundo y el tercer camarote estaban vacíos, pero no así el cuarto y el quinto. Tumbado boca arriba en cada una de las literas había un esqueleto.
—Enterrados vivos —murmuró Remi—. Dios mío, me pregunto cuánto duró.
—No sé cuánto duró, pero debió de ser una pesadilla.
Al final del pasillo giraron a la derecha por otra puerta y salieron al pasillo del lado de babor, que avanzaba hacia delante. En uno de los lados se sucedían más camarotes. En el otro había una puerta que daba a la cámara de los oficiales.
—¿Quieres echar un vistazo? —preguntó Sam.
—No especialmente. Habrá más de lo mismo.
—Entonces nos queda un cuarto más por mirar.
Se dieron la vuelta. A varios metros a popa había una gruesa puerta de madera de roble con pesadas bisagras de hierro forjado y una manija a juego.
—El camarote del capitán —dijo Sam.
—El corazón me late muy deprisa.
—A mí también.
—¿Entras tú o entro yo? —preguntó Remi.
—Las damas primero.
Sam enfocó con la linterna de su cabeza por encima del hombro de Remi, ayudándola a iluminar el camino. Ella se acercó a la puerta, posó la mano sobre la manija y, tras vacilar un instante, presionó la palanca para el pulgar y empujó. Casi esperando el típico chirrido de bisagras, se sorprendieron cuando la puerta se abrió hacia dentro sin hacer ruido.
Gracias a su investigación, sabían que el camarote del capitán del Shenandoah medía siete metros cuadrados: tres metros de largo por dos y medio de ancho. Comparado con los camarotes de los oficiales, y sobre todo con los compartimientos de literas de los marineros reclutados, era lujoso.
Sam y Remi lo vieron al mismo tiempo.
Justo enfrente de ellos, mirando hacia las cuatro ventanas de popa con parteluces, había una mecedora. Un cráneo sobresalía del cabezal, totalmente descubierto a excepción de unos cuantos mechones de pelo amarillo blanquecino y algunos pedazos de carne reseca cubierta de costras.
Remi cruzó el umbral. Sam hizo otro tanto. Enfocando la figura sentada con los haces de las linternas, avanzaron y la rodearon por los dos lados de la mecedora.
Winston Blaylock estaba sentado como lo habían imaginado durante las últimas tres semanas: botas hasta las pantorrillas, pantalones color caqui y cazadora. Incluso como esqueleto, su estatura resultaba imponente: espaldas anchas, piernas largas y pecho fuerte y robusto.
Tenía las manos sobre el regazo con las palmas hacia arriba. Allí posada, mirando a Sam y a Remi, había una estatuilla de un maleo del tamaño de un balón de fútbol americano, con sus facetas emitiendo destellos verdes con los haces de sus linternas.
Sin intercambiar palabra alguna entre los dos, Sam alargó la mano con cuidado y levantó el maleo del regazo de Blaylock. Se quedaron mirando al hombre otro minuto largo y a continuación registraron el camarote. No encontraron ni un cuaderno de bitácora ni documentos, salvo tres pergaminos. Las dos caras de cada hoja estaban llenas de los pulcros garabatos de Blaylock. Remi examinó su contenido.
—Tres cartas a Constance —dijo.
—¿De qué fechas? —preguntó Sam.
—Catorce de agosto, veinte de agosto y… —Remi vaciló—. La última tiene fecha del dieciséis de septiembre.
—Tres semanas después de que el Shenandoah fuera enterrado aquí.
Desanduvieron lo andado por el pasillo de estribor, atravesaron la escotilla, cruzaron de nuevo la sala de máquinas y el espacio entre cubiertas hacia la cubierta de los camarotes.
Remi trepó por el pozo que habían excavado, esperó a que Sam atara el maleo a la punta de la cuerda y lo subió a la superficie. Luego volvió a bajar la amarra, y Sam ascendió.
Recogieron juntos un brazado de leña y ramas pequeñas, las entrecruzaron sobre el pozo y las cubrieron de marga.
—No me parece justo dejarlos allí abajo —dijo Remi.
—Volveremos —respondió Sam—. Nos aseguraremos de que se ocupen de él… de que se ocupen de todos ellos.
Absortos los dos en sus pensamientos, la ascensión a la meseta transcurrió rápido. Tres horas después de abandonar el Shenandoah, se abrían camino cuidadosamente por el sendero que Sam había abierto a machetazos. Remi iba primero. A través de los árboles, Sam vislumbró la arena blanca de la playa.
Su pinisi había desaparecido.
—Para, Remi —dijo con voz ronca.
Instintivamente, se quitó la mochila, abrió la cremallera del bolsillo superior, cogió el maleo y lo lanzó a la maleza. Se colocó otra vez la mochila y siguió andando.
—¿Qué pasa? —contestó Remi, dándose la vuelta. Vio la expresión del rostro de su marido. Se puso tensa—. ¿Qué ocurre? —susurró.
En algún lugar a su derecha, oculto entre los árboles, sonó la voz de Itzli Rivera:
—Se llama emboscada, señora Fargo.
—Atrás —ordenó Rivera—. Si recorre un metro y medio más, llegará a la arena. Señor Fargo, hay un fusil apuntando a su mujer. Un paso más, señora Fargo.
Remi obedeció.
—Quítese la mochila.
Remi hizo lo que le mandó.
—Ahora avance usted, señor Fargo. Las manos en alto.
Sam recorrió el sendero y puso el pie en la playa. Rivera salió de entre los árboles a la derecha. A la izquierda, otro hombre, armado con un fusil de asalto, hizo lo mismo. Rivera se acercó una radio portátil a la boca y dijo algo. Unos segundos más tarde, una lancha motora rodeó la península y entró en la cueva. Se paró a menos de dos metros de la playa. A bordo había dos hombres más, también armados con fusiles de asalto.
—¿Lo ha encontrado? —preguntó Rivera.
Sam no vio qué sentido tenía mentir.
—Sí.
—¿Estaba Blaylock a bordo?
—Sí.
Sam y Remi se miraron fijamente. Los dos estaban esperando la misma pregunta.
—¿Han encontrado algo interesante? —dijo Rivera.
—Tres cartas.
—Regístralos —dijo Rivera al hombre situado detrás de Sam y de Remi.
El hombre avanzó, cogió las dos mochilas y las arrastró a tres metros de distancia. Registró cada mochila y encontró sus iPhone y el teléfono por satélite. Los aplastó todos con la culata de su fusil y a continuación lanzó los trozos al agua de una patada. Por último, cacheó a Sam y a Remi.
—Nada —informó el hombre a Rivera—. Solo las cartas.
—Puede quedárselas —dijo Rivera—. A cambio, yo voy a llevarme a su mujer.
—Ni lo sueñe.
Sam dio un paso hacia Rivera.
—¡No, Sam! —gritó Remi.
El hombre situado detrás de Sam se precipitó hacia delante y le asestó un golpe con la culata del fusil en la región lumbar, justo por encima de los riñones. Sam avanzó tambaleándose, cayó de rodillas y acto seguido se puso otra vez en pie.
Respiró para serenarse.
—Rivera, no puede…
—¿Quiere que me lo lleve a usted? No, gracias. —Se metió la mano en el bolsillo, sacó un móvil y se lo lanzó a Sam—. Es de prepago, imposible de rastrear, y le quedan tres minutos en llamadas. Tiene veinticuatro horas para localizar Chicomoztoc.
—No es suficiente tiempo.
—Eso es problema suyo. Cuando lo haya localizado, marque asterisco, seis, nueve en teclado del teléfono. Yo contestaré. A las veinticuatro horas y un minuto, mataré a su mujer.
Sam se dio la vuelta para mirar a Remi.
—Todo va a salir bien, Remi —dijo.
Ella forzó una sonrisa.
—Lo sé.
—Llévatela —ordenó Rivera.
Sam se volvió de nuevo hacia Rivera, quien dijo:
—¿Hace falta que le diga que no meta a la policía en esto y que no haga ninguna tontería?
—No.
—Su barco está anclado en la otra parte de la península.
—Le daré caza.
—¿Qué?
—Como le haga daño, dedicaré el resto de mi vida y de mi dinero a darle caza.
Rivera esbozó una sonrisa.
—Estoy seguro de que lo intentaría.