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Ciudad de México, México

Quauhtli Garza, presidente de Estados Unidos Mexicanos y líder del Partido Mexica Tenochca (pronunciado al modo tradicional, Me-SHI-ca), miraba a través de los enormes ventanales la plaza de la Constitución, donde antaño había estado el Gran Templo. Ahora solo quedaban unas ruinas embellecidas, una atracción turística para los que querían admirar los tristes vestigios de la espléndida ciudad azteca de Tenochtitlán y la gran Piedra del Sol, el calendario de seis metros de diámetro y veinte toneladas de peso.

—Una tomadura de pelo —masculló Quauhtli Garza, observando las multitudes que se apiñaban abajo.

Una tomadura de pelo que hasta la fecha él había podido corregir con escaso éxito. Cierto, desde su elección los mexicanos habían adquirido más conciencia de su linaje: habían llegado a entender la verdadera historia de su país, prácticamente borrada por el imperialismo español. Incluso el nombre, Partido Azteca, que tantos periodistas usaban para referirse al Mexica Tenochca, era un insulto, una forma de aceptación de la falsedad. Hernán Cortés y sus sangrientos conquistadores españoles habían llamado aztecas a los pueblos mexicanos, versión corrupta del nombre del legendario hogar de los mexica: Aztlán. No obstante, era un artificio necesario. De momento, «azteca» era una palabra que los mexicanos entendían y con la que podían identificarse colectivamente. Con el tiempo, Garza los educaría.

De hecho, había sido una oleada de nacionalismo precolombino lo que había llevado a Garza y al Mexica Tenochca al poder, pero las esperanzas que Garza había depositado en la difusión y en la aceptación inmediata de su historia estaban empezando a desvanecerse. Se había dado cuenta de que habían ganado las elecciones en parte por la incompetencia y la corrupción del anterior gobierno y en parte por la «espectacularidad azteca» del Partido Mexica Tenochca, como lo había definido un experto en política.

¡Menudo espectáculo! Era absurdo.

¿Acaso no había renunciado Garza años antes a su nombre de pila español, Fernando, por uno náhuatl? ¿Acaso no había hecho lo mismo todo su gabinete? ¿Acaso no había puesto nuevos nombres a sus hijos en la lengua náhuatl? Y eso no era todo: la literatura y las imágenes de la conquista española de México estaban siendo expurgadas poco a poco de los planes de estudios; los nombres de calles y plazas habían sido cambiados en beneficio de palabras náhuatl; las escuelas ahora daban cursos de náhuatl y de historia de los pueblos mexicanos; las vacaciones religiosas y las fiestas tradicionales mexicanas se celebraban varias veces al año. Pero, a pesar de todo, las encuestas demostraban que a los mexicanos todas esas medidas les parecían novedades divertidas: excusas para no ir a trabajar o para beber o para armar jaleo en las calles. Aun así, esas mismas encuestas hacían pensar que si dispusieran de suficiente tiempo, se podría producir un cambio de verdad. Garza y el Partido Mexica Tenochca necesitaban otra legislatura, y para conseguirla tenían que ejercer más control sobre el Senado, sobre la Cámara de Diputados y sobre el Tribunal Supremo. Tal como estaban las cosas, la presidencia estaba limitada a una sola legislatura de seis años. Tiempo insuficiente para lograr lo que Garza había planeado y lo que México necesitaba: una historia propia plenamente desarrollada, desprovista de las mentiras de la conquista y del genocidio.

Garza se apartó de la ventana, se acercó a grandes zancadas a su escritorio y pulsó un botón del mando a distancia. Las persianas descendieron del techo y atenuaron la luz del mediodía; en el techo, las luces empotradas se encendieron e iluminaron la alfombra color borgoña y los pesados muebles de madera. Las paredes estaban cubiertas de tapices y cuadros que ilustraban la historia de los aztecas. Aquí, un códice de más de tres metros y medio de longitud pintado a mano detallaba la fundación de Tenochtitlán en una isla pantanosa del lago Texcoco; allá, un cuadro de la diosa azteca de la luna, Coyolxauhqui; al otro lado de la sala, sobre la chimenea, un tapiz del suelo al techo en el que aparecían Huitzilopochtli, el «Brujo Colibrí», y Tezcatlipoca, el «Espejo Humeante», unidos, vigilando a su gente. En la pared, encima del escritorio, había un óleo de Chicomoztoc —«el Lugar de las Siete Cuevas»—, el legendario origen de todos los pueblos de habla náhuatl.

Sin embargo, ninguna de esas cosas le quitaba el sueño por las noches. Ese honor le correspondía al objeto situado en un rincón de la sala. Posada sobre un pedestal de cristal en un cubo de cristal de un centímetro de grosor estaba Quetzalcoatl, el dios serpiente con plumas de los aztecas. Los retratos de Quetzalcoatl eran comunes —en cerámica, en tapices y en multitud de códices—, pero aquella representación era única. Una estatuilla. La única en su género. Con diez centímetros de altura y casi veinte de longitud, era una obra maestra tallada hacía un milenio a partir de un fragmento de jade casi transparente por manos anónimas.

Garza rodeó el escritorio y se sentó en una silla frente al pedestal. La superficie de Quetzalcoatl, iluminada desde arriba por una bombilla halógena, parecía arremolinarse, formando hipnóticas figuras y charcos de color que cambiaban de sitio. La vista de Garza volvió a pasearse por las plumas y las escamas de Quetzacoatl hasta posarse en la cola… o donde debería haber estado la cola, se corrigió. En lugar de terminar en la tradicional cola de serpiente, la estatuilla se ensanchaba a lo largo de varios centímetros antes de terminar bruscamente en una línea vertical dentada, como si lo hubieran separado de un objeto más grande. Esa era, de hecho, la teoría que habían propuesto los científicos de Garza. Y una teoría que él se había esforzado por ocultar.

Esa estatuilla de Quetzalcoatl, ese símbolo del Partido Mexica Tenochca, estaba incompleta. Garza sabía lo que faltaba… o, más exactamente, sabía que la pieza que faltaba no se parecía a ningún elemento del panteón azteca. Era esa idea la que no le dejaba dormir por las noches. Como símbolo del movimiento Mexica Tenochca desde el día en que Garza lo había fundado, esa estatuilla se había convertido en un llamamiento a la resistencia para la oleada de nacionalismo que le había permitido arrasar en las elecciones y hacerse con el poder. Si su credibilidad era puesta en duda… Era algo que Garza no se atrevía a considerar. La idea de que un buque de guerra desaparecido del siglo XIX pudiera destruir todo lo que él había construido era inaceptable. Todo desbaratado por una bagatela o por un objeto hallado por un submarinista ocasional, quien a su vez se lo enseña a alguien con un ligero interés por la historia, quien luego consulta a un experto. Un dominó que al caer destruye el orgullo restaurado de un país.

El zumbido del intercomunicador en el escritorio de Garza lo arrancó de su ensueño. Apagó la luz halógena de la vitrina y regresó a la mesa.

—¿Sí? —dijo.

—Está aquí, señor presidente.

—Hazlo pasar —dijo Garza, y acto seguido se volvió y se sentó detrás del escritorio.

La puerta de dos hojas se abrió un instante después, e Itzli Rivera entró dando zancadas. Con su metro ochenta y sus setenta kilos, Itzli Rivera parecía insignificante visto de lejos —delgado en extremo, con una cara estrecha de facciones marcadas dominada por una nariz aguileña—, pero a medida que se acercaba, Garza recordó lo engañosa que era la apariencia de aquel hombre. Se notaba en la dureza de sus ojos y su boca, en su andar seguro y decidido, y en los músculos y tendones tensos de sus antebrazos descubiertos. Incluso sin conocerlo, un observador perspicaz podría advertir fácilmente que Itzli Rivera conocía bien el sufrimiento humano. Por supuesto, Garza sabía que eso era verdad. Su director de operaciones había infligido sufrimiento a muchos pobres desgraciados, la mayoría de ellos adversarios políticos que no compartían el proyecto de Garza para México. Afortunadamente, era más fácil encontrar una virgen en un burdel que un miembro incorrupto en el Senado o en la Cámara de Diputados, y Rivera tenía mucha habilidad para localizar el punto débil de un hombre y luego hacer que la daga entrara a fondo. El propio Rivera era un partidario leal de la causa que había rechazado su nombre español, Héctor, por el de Itzli, que en náhuatl significa «obsidiana». Un nombre adecuado, pensó Garza.

Ex comandante del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales, GAFE, y ex secretario de la Segunda Sección de Inteligencia S-2 de Defensa Nacional, Rivera había dejado el ejército para convertirse en el escolta personal de Garza, pero éste había visto enseguida el amplio potencial de Rivera y lo había puesto a trabajar como su director de inteligencia privada y operaciones.

—Buenos días, señor presidente —dijo Rivera fríamente.

—Buenos días. Siéntate, siéntate. ¿Te apetece algo? —Rivera negó con la cabeza, y Garza preguntó—: ¿A qué debo esta visita?

—Hemos encontrado algo que tal vez le interese ver: un vídeo. Le he pedido a su secretaria que lo prepare.

Rivera cogió el mando a distancia de su escritorio, apuntó con él al televisor de LCD de cincuenta pulgadas que había en la pared y pulsó el botón de encendido. Después de unos segundos de silencio, un hombre y una mujer de treinta y tantos años aparecieron sentados el uno al lado del otro con el mar de fondo. Fuera de cámara, un periodista estaba haciendo preguntas. Aunque Garza tenía un inglés fluido, los técnicos de Rivera habían añadido subtítulos en español.

La entrevista era breve; no pasaba de los tres minutos. Cuando acabó, Garza miró a Rivera.

—¿Y qué significa?

—Son los Fargo: Sam y Remi Fargo.

—¿Se supone que eso tiene que decirme algo?

—¿Se acuerda del año pasado, la historia de la bodega desaparecida de Napoleón… los espartanos desaparecidos?

Garza asintió con la cabeza.

—Sí, sí…

—Los Fargo estaban detrás. Se les da muy bien lo que hacen.

Eso captó la atención de Garza. Se inclinó hacia delante en su silla.

—¿Dónde fue grabada esta entrevista?

—En Zanzíbar. Por un corresponsal de la BBC. Por supuesto, podría ser una casualidad.

Garza agitó la mano despectivamente.

—No creo en las casualidades. Y tú tampoco, amigo mío, o no me habrías traído esto.

Por primera vez desde que había entrado en el despacho, Rivera mostró un asomo de emoción: un esbozo de sonrisa que en ningún momento llegó a sus ojos.

—Es verdad.

—¿Cómo lo has encontrado?

—Después de la… revelación… mandé a mi equipo técnico que creara un programa especial. Registran Internet en busca de determinadas palabras clave. En este caso, «Zanzíbar», «Tanzania», «Chumbe», «naufragios» y «tesoro». Las dos últimas son las especialidades de los Fargo. En la entrevista insistieron en que era un viaje de vacaciones para hacer submarinismo, pero…

—Se parece al último incidente… el de la mujer británica…

—Sylvie Radford.

Radford, pensó Garza. Por suerte, esa estúpida mujer no tenía ni idea de la importancia de lo que había encontrado; para ella no era más que una baratija, luciéndolo por Zanzíbar y Bagamoyo y preguntando a los lugareños de qué podía tratarse. La necesidad de su muerte había sido una desgracia, pero Rivera se había ocupado del asunto con su habitual discreción: un atraco callejero que había acabado en asesinato, según la policía.

Lo que en realidad había encontrado la señora Radford había sido un hilo finísimo, uno que habría requerido un cuidadoso y experto tratamiento para no romperse. Pero los Fargo… Sospechaba que ellos sabían muy bien cómo seguir hilos fortuitos. Los Fargo sabían descubrir algo de la nada.

—¿Es posible que ella hubiera contado a alguien lo que encontró? —preguntó Garza—. Me imagino que los Fargo tienen su propia red de información. Quizá se hayan olido algo. —Garza entornó los ojos y lanzó una dura mirada a Rivera—. Dime, Itzli, ¿se te pasó algo por alto?

La mirada que había fulminado a muchos ministros y adversarios políticos dejó a Rivera como si nada; el hombre simplemente se encogió de hombros.

—Lo dudo, pero es posible —dijo tranquilamente.

Garza asintió con la cabeza. Aunque la posibilidad de que la señora Radford hubiera compartido su hallazgo con alguien resultaba sorprendente, Garza se alegraba de que Rivera no tuviera inconveniente en reconocer que podía haber cometido un error. Como presidente, se veía rodeado a diario de aduladores y hombres que le decían a todo que sí. Confiaba en que Rivera le dijera la verdad sin adornos y reparara lo irreparable; nunca le había fallado en ninguno de esos dos aspectos.

—Averígualo —ordenó Garza—. Ve a Zanzíbar y averigua qué están tramando los Fargo.

—¿Y si no es una casualidad? No sería tan fácil ocuparse de ellos como de la mujer británica.

—Seguro que se te ocurre algo —dijo Garza—. Si la historia nos ha enseñado algo, es que Zanzíbar puede ser un sitio muy peligroso.