22

Goldfish Point, La Jolla, California

Agotados y deseosos de ponerse a trabajar inmediatamente cuando llegaran a casa, Sam y Remi se pasaron la mayor parte de los vuelos de vuelta a casa durmiendo y comiendo y procurando en general no pensar en lo que Selma había dicho de Winston Blaylock. Su investigadora jefe no era propensa a las hipérboles, de modo que se tomaron en serio su sospecha, que de ser cierta empañaría sus esfuerzos por recuperar la campana del Shenandoah. A pesar de todo, la campana poseía un importante valor histórico, pero la críptica inscripción en la cara interior de la campana y la obsesión de Blaylock con el barco (ya fuera con la apariencia del Ophelia, el Shenandoah o El Majidi) les había hecho pensar en un misterio más profundo: uno que aparentemente había empujado a Itzli Rivera y tal vez a una figura del gobierno mexicano a asesinar a nueve turistas.

Tal y como les habían prometido, Pete Jeffcoat y Wendy Corden estaban esperándolos en la zona de recogida de equipaje. Pete cogió su equipaje de mano.

—Tienen cara de cansados.

—Deberías habernos visto dieciocho horas y varias zonas horarias antes —contestó Sam.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Wendy, señalando el pómulo hinchado de Sam y su dedo herido.

Mientras que el dedo ya estaba debidamente vendado con esparadrapo, el corte del pómulo tenía una corteza de pegamento Super Glue: un remedio mejor que los puntos según Ed Mitchell.

—Quemé una cazuela, y Remi se cabreó —dijo Sam. Su mujer le dio un leve manotazo en el brazo como respuesta.

—Los hombres son como niños, eso es lo que pasó —dijo Remi a Wendy.

—Nos alegramos de que estén en casa —dijo Pete—. Selma estaba que se tiraba de los pelos. No le digan que se lo he dicho.

La cinta transportadora empezó a girar, y Pete fue a recoger el equipaje de Sam y Remi.

—¿Alguna noticia sobre la campana? —preguntó Sam a Wendy.

—Está en camino. Ahora mismo debe de estar cruzando el Atlántico. Con suerte, la tendremos aquí pasado mañana.

—¿Puedes decirnos por qué Selma cree que Blaylock estaba chiflado?

Wendy negó con la cabeza.

—No ha dormido durante casi tres días seguidos intentando atar cabos. Prefiero que ella se lo explique.

La casa y base de operaciones de Sam y Remi era una residencia de estilo español de más de mil cien metros cuadrados con cuatro plantas, espacios diáfanos, techos abovedados con vigas de arce y tantas ventanas y tragaluces que tenían que comprar el limpia cristales en bidones.

El piso superior albergaba el dormitorio principal de Sam y Remi, y en el piso de debajo había cuatro cuartos de huéspedes, una sala de estar, un comedor y una cocina/salón que sobresalía por encima del precipicio. En el segundo piso había un gimnasio con aparatos de aerobic y de entrenamiento en circuito, una sauna, una interminable piscina de entrenamiento, un muro de escalada y un espacio con el suelo de madera noble de cien metros cuadrados para que Remi practicara esgrima y Sam judo.

La planta baja disponía de doscientos metros cuadrados de espacio de oficina para Sam y Remi y un espacio de trabajo contiguo para Selma, con tres ordenadores Mac Pro conectados a unas pantallas de cine de treinta pulgadas, y un par de televisores de LCD de treinta y dos pulgadas fijados a las paredes. En la pared este se hallaba el orgullo de Selma: un acuario de agua salada de casi cuatro metros y medio con capacidad para dos mil doscientos litros de agua lleno de peces multicolores, cuyos nombres se sabía de memoria.

Selma abordaba su otra afición, las infusiones, con la misma pasión; un armario entero de la sala de trabajo estaba dedicado a su reserva, que contaba con un raro híbrido de Phoobsering y Osmanthus procedente de Darjeeling que Sam y Remi sospechaban que constituía la fuente de su energía aparentemente ilimitada.

Selma Wondrash lucía una apariencia ecléctica en extremo. Llevaba un corte de pelo muy de los años sesenta —media melena corta y flequillo recto—, unas gafas con montura de carey, junto con una cadena para el cuello y un uniforme inalterable compuesto por pantalones color caqui, zapatillas de deporte y una camiseta de manga corta desteñida.

Por lo que a Sam y Remi respectaba, Selma podía ser todo lo rara que quisiera. No había nadie mejor que ella en materia de logística, investigación y búsqueda de recursos.

Sam y Remi entraron en el espacio de trabajo y encontraron a Selma inclinada sobre el acuario escribiendo algo en un portapapeles. Se volvió, los vio, levantó el dedo y terminó de escribir antes de apartar el portapapeles.

—Mi Centropyge loríenla está desmejorado —dijo, y acto seguido tradujo—: el pez ángel llameante.

—Es uno de mis favoritos —comentó Remi.

Selma asintió con la cabeza seriamente.

—Bienvenidos a casa, señor y señora Fargo.

Hacía mucho tiempo que Sam y Remi habían dejado de intentar convencer a Selma para que los llamara por sus nombres.

—Da gusto estar en casa —contestó Sam.

Selma se dirigió a la larga mesa de trabajo con superficie de arce que recorría el centro de la sala y se sentó. Sam y Remi se colocaron en los taburetes situados enfrente de ella. El enorme bastón de Blaylock estaba posado a lo largo sobre la mesa.

—Tienen buen aspecto.

—Pete y Wendy no opinan lo mismo.

—Estaba comparando su actual estado con el que me imaginaba que tendrían durante los últimos días. Todo es relativo.

—Es verdad —dijo Remi—. Selma, ¿te estás andando con rodeos?

Selma frunció los labios.

—No me gusta darles información incompleta.

—Lo que tú llamas incompleto nosotros lo llamamos misterioso, y nos encanta el misterio.

—Entonces les va a encantar lo que les tengo preparado. Primero, una pequeña introducción. Con la ayuda de Pete y Wendy, analicé, catalogué y tomé notas de la biografía de Morton sobre Blaylock. Está en nuestro servidor en formato PDF, por si quieren leerla más tarde, pero aquí está la versión resumida.

Selma abrió una carpeta de manila y empezó a leer.

—Blaylock llegó a Bagamoyo en marzo de mil ochocientos setenta y dos con lo puesto, unas cuantas monedas de plata, un rifle Henry del calibre cuarenta y cuatro, un cuchillo de monte «lo bastante grande para talar un baobab» escondido en la bota y una espada corta ceñida a la cadera.

—Está claro que Morton tenía capacidad creativa —dijo Remi. Miró a Sam—. ¿Te acuerdas de la noticia que leímos sobre la turista británica asesinada?

—Sylvie Radford —contestó Sam.

—¿Te acuerdas de lo que encontró mientras buceaba?

Sam sonrió.

—Una espada. Es una posibilidad muy remota, pero tal vez lo que encontró pertenecía a Blaylock. Selma, ¿puedes…? La investigadora jefe ya estaba garabateando una nota.

—Veré lo que puedo averiguar.

—Y una espada corta y un cuchillo de caza se podrían confundir fácilmente. Quizá Morton se equivocó. Perdona, Selma, continúa.

—Evidentemente, Blaylock aterrorizaba a la gente de la zona. No solo les sacaba treinta centímetros y era más ancho que casi todos ellos, sino que no acostumbraba sonreír. Su primera noche en Bagamoyo, media docena de matones se juntaron y decidieron quitarle el dinero. Dos de ellos murieron, y los demás necesitaron atención médica.

—Les disparó —dijo Sam.

—No. No utilizó el revólver ni el cuchillo ni la espada. Luchó con las manos. Después de eso, nadie le molestó.

—Probablemente ésa era la intención —respondió Sam—. Hacerles eso a seis hombres estando desarmado suele impresionar a la gente.

—Desde luego. Al cabo de una semana, estaba trabajando de guardaespaldas para un irlandés rico que estaba de safari; al cabo de un mes, había montado su propio negocio como guía. Y si era bueno con las manos, era todavía mejor con el revólver. Mientras que otros guías y cazadores europeos usaban rifles de caza de gran calibre, Blaylock podía matar a un búfalo cafre (un mbogo) con el revólver de un solo disparo.

»Aproximadamente dos meses después de su llegada, Blaylock contrajo la malaria y pasó seis semanas convaleciente al borde de la muerte mientras sus dos amantes (unas mujeres masái que trabajaban en Bagamoyo) lo cuidaban. Aunque Morton no lo dice en ningún momento, el haber estado a punto de morir dejó a Blaylock algo… tocado de la cabeza.

»Después de haberse recuperado de la malaria, Blaylock desaparecía durante meses seguidos en lo que él llamaba “expediciones visionarias”. Vivió con los masái, tuvo concubinas, estudió con brujos, vivió solo en el monte, buscó las minas del rey Salomón y Tombuctú, desenterró fósiles en la garganta de Olduvai, siguió el rastro de Mansa Musa con la esperanza de encontrar su bastón de oro… Incluso circula la leyenda de que Blaylock fue el primero que encontró a David Livingstone. Según la versión de Morton, Blaylock mandó un mensajero a Bagamoyo para avisar a Henry Morton Stanley; poco después, la pareja vivió el famoso momento de “Doctor Livingstone, supongo” cerca del lago Tanganica.

—Entonces, si hacemos caso a Morton —dijo Remi—, Winston Lloyd Blaylock fue el Indiana Jones del siglo XIX.

Sam sonrió.

—Cazador, explorador, héroe, místico, casanova y salvador indestructible todo en uno. Pero todo eso según la biografía de Morton, ¿no?

—Sí.

—Por cierto, ¿estamos dando por hecho que a Morton lo llamaron así por… Henry Morton Stanley?

—Sí. De hecho, según el árbol genealógico que aparece en la contraportada del libro, todos los descendientes directos de Blaylock recibieron nombres relacionados de alguna forma con África: los lugares, la historia, personajes convertidos en mitos…

—Si has sacado todo eso de la biografía, ¿qué hay del diario que mencionaste?

—Usé la palabra «diario» a falta de una mejor. En realidad, es un popurrí: diario, cuaderno de dibujo…

—¿Podemos verlo?

—Si lo desean. Está en la cámara. —Junto al espacio de trabajo, Selma tenía una zona de archivo con control de temperatura y humedad—. Se halla en mal estado: comido por los insectos, manchado y con las páginas pegadas y deterioradas por el agua. Pete y Wendy lo están restaurando. Estamos fotografiando y digitalizando las páginas que podemos antes de trabajar en las partes dañadas. Una cosa más: parece que el diario también sirvió de cuaderno de bitácora de Blaylock.

—¿Qué? —dijo Remi.

—Aunque en ningún momento menciona el Shenandoah ni El Majidi, muchas entradas indican claramente que de vez en cuando pasaba largos períodos en el mar. Sin embargo, Blaylock sí que menciona a Ophelia bastante a menudo.

—¿En qué contexto?

—Era su mujer.

—Eso explicaría su obsesión —dijo Sam—. No solo cambió mentalmente el nombre del Shenandoah, sino que también grabó el nombre de Ophelia en la campana.

Ophelia es un nombre claramente poco africano —terció Remi—. Tenía que ser el nombre de su mujer en Estados Unidos.

Selma asintió con la cabeza.

—En la biografía no se la menciona. Y él nunca habla detenidamente de ella en el diario: solo en pequeños fragmentos repartidos por todo el libro. No sé si simplemente la añoraba o si se trataba de algo más, pero siempre la tenía presente.

—¿Aparecen fechas en el diario? —preguntó Sam—. ¿Alguna cosa que podamos cotejar con la biografía de Morton?

—En los dos libros solo se mencionan meses y años; en el diario aparecen pocos y muy espaciados. Estamos intentando compararlos, pero están surgiendo discrepancias. Por ejemplo, hemos encontrado una fecha en la que según la biografía estaba de viaje por el Congo, mientras que según el diario estaba en el mar. De momento la cosa va lenta.

—Algo no encaja —dijo Sam.

—¿Solo una cosa? —contestó Remi—. Yo tengo una lista larga.

—Yo también. Pero en relación con el cuaderno de bitácora, si creemos que Blaylock pudo haber navegado a bordo del Shenandoah (El Majidi, quiero decir), nos encontramos con una incoherencia. Según todos los indicios, después de que el sultán de Zanzíbar comprara el Shenandoah en mil ochocientos sesenta y seis, prácticamente lo dejó anclado hasta que fue destruido en mil ochocientos setenta y dos o mil ochocientos setenta y nueve. Creo que alguien se habría dado cuenta de que faltaba.

—Buena observación —dijo Selma, tomando nota—. Otro detalle curioso: el sultán Majid murió en octubre de mil ochocientos setenta, y lo sucedió su hermano e implacable rival Sayyid Barghash bin Said, que se convirtió por defecto en dueño de El Majidi. A algunos historiadores les resulta curioso que Sayyid no cambiara el nombre del barco, y no digamos que lo conservara.

—¿Podemos trazar una cronología del Shenandoah/El Majidi? Sería más fácil visualizar los acontecimientos.

Selma cogió el teléfono y llamó a la sala del archivo.

—Wendy, ¿puedes preparar una cronología aproximada del Shenandoah / El Majidi? Gracias.

—También necesitamos averiguar más sobre la vida de Blaylock antes de viajar a África —dijo Remi.

—También estoy trabajando en ello —contestó Selma—. He contactado con una vieja amiga que podría ayudarnos.

Wendy salió de la sala del archivo, les sonrió, levantó el dedo para indicar «Un momento» y a continuación se sentó ante uno de los ordenadores. Tecleó durante cinco minutos y dijo:

—Lo tienen en la pantalla.

Selma utilizó el mando a distancia para buscar el nuevo gráfico:

• Marzo de 1866: El Shenandoah es vendido al sultán de Zanzíbar.

• Noviembre de 1866: El Shenandoah llega a Zanzíbar con el nuevo nombre de El Majidi.

• Noviembre de 1866 - octubre de 1870: El Majidi pasa la mayor parte del tiempo anclado o realizando algún que otro viaje comercial.

• Octubre de 1870: El primer sultán muere. Comienza el reinado de su hermano.

• Octubre de 1870 - abril de 1872: El Majidi permanece supuestamente anclado.

• Abril de 1872: Un huracán causa daños a El Majidi. El barco es enviado a Bombay para ser reparado.

• Julio de 1872: Supuestamente, El Majidi se hunde camino de Zanzíbar.

• Julio de 1872 - noviembre de 1879: Seis años de desaparición. Ubicación desconocida.

• Noviembre de 1879: Camino de Bombay, El Majidi se hunde supuestamente cerca de la isla de Socotra.

—Tenemos dos versiones aparentemente fiables del hundimiento que se contradicen, y más de seis años en los que no hay constancia de El Majidi —dijo Sam.

—Selma, ¿cuál es la fecha más antigua que aparece en el diario de Blaylock?

—Que nosotros sepamos, agosto de mil ochocientos setenta y dos, unos cinco meses después de que llegara a África. En nuestra cronología, eso es un mes después del primer hundimiento y al comienzo de sus años de desaparición.

—Seis años —repitió Remi—. ¿Dónde estuvo todo ese tiempo?

Ciudad de México, México

A unos veinticinco mil kilómetros al sur, Itzli Rivera se hallaba en la sala de espera del presidente Garza aguardando para ser recibido, como durante la última hora.

La ayudante de Garza, una chica que tenía poco más de veinte años con ojos de cordero y figura curvilínea, estaba sentada a su mesa tecleando, paseando los dedos índices por el teclado y pulsando de vez en cuando una tecla. Su expresión era de perplejidad. «Como si estuviera intentando resolver un sudoku para expertos», pensó Rivera. Estaba claro que los conocimientos administrativos de la joven no habían sido prioritarios en su proceso de contratación.

Para matar el tiempo, Rivera se preguntó si Garza habría ordenado a la joven que se pusiera un nombre mexica. De ser así, ¿cuál sería? En el momento justo, la voz del presidente Garza sonó por el intercomunicador de la mesa de la joven en respuesta a la pregunta de Rivera.

—Chalchiuitl, haz pasar al señor Rivera.

—Sí, señor.

La chica sonrió a Rivera y señaló hacia la puerta con una de sus uñas ridículamente largas.

—Ya puede…

—Lo he oído, gracias.

Rivera atravesó la alfombra, cruzó la puerta de dos hojas y la cerró tras de sí. Se dirigió a la mesa de Garza y se puso medio firme.

—Siéntate —ordenó Garza.

Rivera obedeció.

—Estaba leyendo tu informe —dijo Garza—. ¿Tienes algo que añadir?

—No, señor.

—Haré un resumen, si no te importa…

—Adelante, señor.

—Lo decía en sentido retórico, Itzli. Después de ser burlados durante días por esos buscadores de tesoros, los Fargo, tú y tus hombres por fin conseguís apoderaros de la campana y la transportáis a la isla de Okafor, para que os la acaben robando delante de vuestras propias narices. Rivera asintió con la cabeza.

—Y no solo os robaron la campana, sino también el helicóptero de Okafor valorado en cuatro millones de dólares.

—Y perdí a un hombre. Nochtli se cayó del helicóptero y se partió el cuello.

El presidente Garza agitó la mano despectivamente.

—No has precisado cómo los Fargo consiguieron subir a bordo del helicóptero. ¿Puedes explicármelo detenidamente? ¿Dónde estabas cuando pasó todo eso?

Rivera se aclaró la garganta y se movió con nerviosismo en su asiento.

—Estaba… inconsciente.

—¿Cómo?

—Ese hombre, Sam Fargo, me atacó a bordo del yate de Okafor. Me sorprendió. Está claro que ha recibido instrucción en artes marciales.

—Está claro. —Garza giró su silla y miró por la ventana. Estuvo tamborileando con los dedos sobre el vade de sobremesa durante un minuto y a continuación dijo:

—Debemos pensar que no van a rendirse. Eso podría beneficiarnos. Si son tan listos como parecen, sabemos que visitarán como mínimo una de las zonas que nosotros ya hemos registrado.

—Estoy de acuerdo.

—Acude a tus contactos: funcionarios de inmigración, empleados del aeropuerto, cualquiera que pueda avisarnos cuando los Fargo aparezcan.

—Sí, señor. Empezaré por Antananarivo. ¿Alguna cosa más?

Garza miró fijamente a su subordinado.

—¿Quieres decir si tu fracaso va a tener alguna repercusión?

—Sí, señor.

Garza soltó una risita sin ganas.

—¿Qué esperas, Itzli? ¿Algo de película, quizá? ¿Que saque un revólver con la culata de nácar y te dispare? ¿O que abra una trampilla debajo de ti?

Rivera dejó que una sonrisa asomara a su rostro.

La expresión de Garza se tornó fría.

—De momento sigues siendo el mejor hombre para este trabajo. El mejor que tengo, de hecho. Ahora quiero que demuestres que no he derrochado inútilmente mi confianza. Lo ideal para eso sería que Sam y Remi Fargo acabaran muertos.

—Sí, señor presidente. Gracias.

—Una cosa más antes de que te marches: quiero organizar un funeral.

—Para Nochtli —dijo Rivera—. Sí, señor, yo…

—No, no, para el otro: Yaotl. Por lo visto, él y su mujer han muerto esta mañana en un accidente de tráfico.

A Rivera se le erizó el vello de la nuca.

—¿Qué?

—Una lástima, ¿verdad? Perdió el control y despeñó el coche por un precipicio. Los dos murieron en el acto.

—Tenían una niña de cinco años.

Garza frunció los labios como si estuviera sopesando la pregunta.

—Ah, la niña. Se encuentra bien. Estaba en el colegio cuando pasó. Supongo que tendremos que buscarle un nuevo hogar. ¿Te ocuparás de eso también?

—Sí, señor presidente.