7
Zanzíbar
Veinticinco minutos más tarde, cuando Sam subió a bordo del Andreyale, encontró a Remi sentada en una tumbona, bebiendo despreocupadamente una botella de cerveza keniata Tusker. Su invitado, Yaotl, yacía como un pez capturado en la cubierta, con la espalda arqueada y las muñecas atadas a los pies, anudados a su vez a la abrazadera más cercana. Seguía inconsciente.
—Bienvenido —dijo ella, dándole una cerveza—. ¿Qué tal el accidente?
—Parece que se lo han tragado. ¿Qué tal está él?
—Tiene un bulto feo en un lado de la cabeza, pero respira bien. Aparte de la jaqueca que le durará un día o dos, sobrevivirá. Estaba bien armado.
Señaló con la cabeza dos objetos situados a sus pies: uno era el cuchillo del que estaban al corriente; el otro, una pistola semiautomática. Sam la sopesó.
—Una Heckler & Koch P30. Nueve milímetros, recámara de quince balas.
—¿Cómo demonios sabes…?
Sam se encogió de hombros.
—Ni idea. Acumulo datos. No puedo evitarlo. Si no me equivoco, no es un arma de civiles. Solo se las venden a las fuerzas del orden y al ejército.
—Entonces ¿nuestro invitado es, o ha sido, policía o soldado?
—O alguien influyente. ¿Llevaba algo más?
—Solo una linterna de bolsillo. Ni cartera, ni identificación. Y la ropa y el calzado son de aquí. He mirado las etiquetas.
—Entonces son profesionales.
—Eso parece —dijo Remi—. En cuanto a las golosinas que le dejamos a Santa Claus…
—Ya hemos visto lo que pensaban de la moneda. La tiraron como si fuera un penique. Pero el cuaderno es otra historia.
Antes de preparar la escena para sus invitados, Sam y Remi habían decidido que el hombre misterioso, Nariz Aguileña, podía estar interesado en cinco cosas: una, la moneda de Adelise; dos, la campana; tres, los propios Fargo; cuatro, algo que temía que encontraran; y cinco, nada: la hipótesis del grano de arena hecho montaña.
Gracias a su treta, habían descartado las posibilidades número uno y cinco y contemplaban las número dos, tres y cuatro. Sam y Remi habían llenado un cuaderno de garabatos y cifras en su mayoría absurdos, menos una parte: un diagrama lateral de la campana de un barco y, debajo, una hora (las 2.00 de la tarde), un lugar (Chukwani Point Road) y un número de teléfono proporcionado por Selma que, en caso de llamada, atenderían Mnazi Freight & Haul. Si Nariz Aguileña mordía el anzuelo, podrían estar razonablemente seguros de que le interesaba la campana.
Claro que eso planteaba una pregunta: ¿cómo se había enterado Nariz Aguileña de la existencia de la campana? Sam y Remi solo habían hablado de ella con Selma. Como Nariz Aguileña no los había visitado antes de que sacaran la campana usando la balsa, ¿no podía haber sido alguien que había visto la campana cuando la trasladaban a la laguna? Pero, por otra parte, no habían visto a nadie en la zona, ni en tierra ni en la costa.
—Dentro de poco amanecerá —dijo Sam—. Recojamos nuestro botín y busquemos un sitio donde escondernos hasta que podamos alojarnos en otra parte.
—¿Y él? —preguntó Remi, señalando con la cabeza a Yaotl.
—Será mejor que lo llevemos adentro. No nos interesa que empeore, ¿verdad?
Una vez que Yaotl estuvo resguardado en la cabina, levaron anclas y cruzaron la laguna hacia el lugar donde estaba escondida la balsa de la campana. Después de acercarla remolcándola a la playa, Sam saltó por el costado y la movió hasta que la campana quedó flotando a treinta centímetros del fondo.
—Efecto de palanca… —murmuró Sam para sí—. Remi, necesito el hacha de la caja de herramientas.
Ella la cogió y se la dio. Sam llegó a tierra vadeando y desapareció entre los árboles con una linterna. Remi escuchó cómo se movía en la oscuridad: unas ramas partiéndose, el ruido seco de la madera golpeando contra madera, unos cuantos juramentos en voz baja y luego varios minutos cortando leña. Poco después Sam regresó con un par de palmeras jóvenes de casi dos metros y medio de largo y diez centímetros de ancho. En cada una de ellas había hecho una muesca. Le dio los palos a Remi y subió a bordo.
—¿Te importa contarme tu plan? —preguntó ella.
Sam le guiñó un ojo.
—No quiero aguarte la fiesta, pero vamos a necesitar la luz del día.
La espera fue breve. Diez minutos más tarde vieron los primeros tonos amarillos anaranjados de la puesta de sol hacia el este y se pusieron manos a la obra. Sam desató la balsa, saltó al agua y giró la balsa de forma que el lado por el que sobresalían los tres troncos quedara orientado hacia la playa. Se montó a horcajadas en el tronco exterior, lo que hizo que se hundiera quince centímetros, y gritó:
—¡Atrás a toda máquina!
—Atrás a toda máquina —repitió Remi.
Los motores arrancaron rugiendo. El barco retrocedió hasta que el espejo de popa chocó contra la balsa.
—¡Sigue! —gritó Sam.
Entre su peso y la potencia del barco, los troncos que asomaban se hundieron bajo la superficie y empezaron a enterrarse en la arena. El agua de debajo de la popa se llenó de espuma. Cuando los troncos se incrustaron treinta centímetros en la arena, Sam gritó:
—Para.
Remi redujo la velocidad y se dirigió a la popa. Sam se sumergió bajo la balsa y asomó por el centro de la misma, debajo del travesaño central.
—Yo empujaré este tronco y tú tirarás.
—Entendido.
Subieron juntos los troncos en la borda con los extremos sobresaliendo por encima de la cubierta de popa.
Remi retrocedió y se secó las manos.
—Creo que ya veo por dónde vas. —Recitó:
—«Dadme una palanca lo bastante larga y un punto de apoyo en el que colocarla…».
—«… y moveré el mundo» —concluyó Sam—. Arquímedes.
Utilizando el hacha, Sam hizo una muesca en cada extremo de los troncos posados sobre la borda. A continuación, cogió una de las palmeras, se la dio a Remi y luego él cogió otra.
—Ahora la parte complicada —dijo Sam. Cada uno colocó la punta con muesca de su palmera en la muesca correspondiente del tronco y acto seguido aseguraron el otro extremo contra las abrazaderas de babor y estribor respectivamente.
—*¿Quieres hacer los honores? —preguntó Sam.
—¿Dónde estarás tú?
—En la cabina, contigo. Si las palmeras ceden, no nos conviene estar cerca. Ve más despacio, si lo prefieres.
Remi aceleró e hizo retroceder el barco con cuidado. Poco a poco, la parte delantera de la balsa empezó a elevarse. Las palmeras temblaron y se curvaron como un par de arcos a los que tensaran. Los troncos crujieron. Centímetro a centímetro, la campana salió del agua hasta que su boca quedó al nivel de la borda.
—Sigue —dijo Sam—. Velocidad mínima de maniobra.
Cogió el resto de la amarra y puso el pie en la cubierta de popa, desplazando la vista rápidamente de una temblorosa palmera a la otra. Se inclinó ante el travesaño, ató la amarra alrededor de la corona de la campana y entró en la cabina caminando hacia atrás, al tiempo que desenrollaba la amarra.
—Atrás a toda máquina —murmuró.
Remi se recostó y le susurró al oído:
—Si esa cosa se cae en la cubierta, seguro que perdemos el depósito.
Sam se rió entre dientes.
—Tenemos el seguro a todo riesgo.
El barco retrocedió con cuidado. Las palmeras siguieron curvándose, al tiempo que crujían. Sam tensó con cautela la cuerda. La campana se deslizó sobre la borda, rebotó en el borde y empezó a balancearse.
—Sam… —le advirtió Remi.
—Lo sé —murmuró Sam—. Para. Calma…
Se dio la vuelta, bajó por la escalera a toda prisa y apareció unos segundos más tarde con un colchón. Moviendo las dos manos como un jugador de bolos, deslizó el colchón por la cubierta hacia el espejo de popa.
—¡Acelera! —gritó.
Remi aceleró al máximo. Sam tiró hacia atrás de la amarra. Las palmeras se partieron con el sonido de dos disparos simultáneos y saltaron dando vueltas. La campana cayó sobre el colchón con un ruido apagado, rodó de lado y se quedó quieta.