8
Zanzíbar
—Hemos perdido a un hombre —dijo Itzli Rivera por teléfono.
—Ah —respondió el presidente Quauhtli Garza. Pese a los miles de kilómetros de distancia, su desinterés era patente.
—Yaotl. Se ahogó. Su cuerpo desapareció en el canal. Era un buen soldado, señor presidente.
—Y dio su vida por una causa mayor. Es una muerte digna. En nauhatl, Yaotl significa «guerrero», ¿lo sabías? Será recibido por Hitzilopochtli y vivirá eternamente en el Omeyocan —contestó Garza, refiriéndose al dios azteca de la guerra que mantenía el sol en movimiento en el cielo y al más sagrado de los trece reinos celestiales aztecas—. ¿No es suficiente recompensa?
—Por supuesto, señor presidente.
—Por favor, Itzli, dime que es lo único que tienes que comunicarme.
—No. Hay más. Es posible que los Fargo hayan encontrado algo. Una campana de un barco.
—¿Qué quieres decir con «es posible»?
—Hemos registrado su barco y hemos encontrado un diagrama de la campana de un barco en un cuaderno.
—Descríbela. ¿Es la que buscamos?
—Era poco más que un esbozo. Puede que ni siquiera sepan lo que tienen. En cualquier caso, parece que van a intentar sacarla de la isla. Al lado del diagrama había anotado el nombre de una empresa de transportes y una hora. El lugar de recogida está un poco más al sur del aeropuerto.
—Eso no puede ocurrir, Itzli. Esa campana no puede salir de la isla. La investigación de los Fargo tienen que acabar aquí y ahora.
—Lo entiendo, señor presidente.
—Entérate de dónde y de cuándo estarán. Nos lo jugaremos todo a una sola carta.
—Eso sí que es una campana mimada —dijo Remi.
De pie, frente a ella, en el sombreado patio de adoquines, Sam asintió con la cabeza. Durante la última hora había estado envolviendo la campana en sábanas empapadas en una solución caliente de agua y ácido nítrico. En ese momento la campana reposaba, cubierta y humeante, en el centro de una mancha de vegetación marina disuelta por el ácido que se extendía poco a poco.
—¿Cuánto falta para que nos cambiemos?
Sam consultó su reloj.
—Diez minutos más.
Tres horas antes, después de desmontar la balsa y esparcir sus partes, se habían marchado del manglar y se habían dirigido al sur por la costa más allá de Fumba Point, hasta la bahía de Menay. Mientras Remi se encargaba del timón, Sam llamó a Selma y la puso al día, y luego le explicó lo que necesitaban. Cuarenta minutos más tarde, cuando estaban rodeando el extremo sur de Zanzíbar, Selma llamó.
—Es un poco más pequeña que su chalet, pero está apartada, y el agente me ha prometido que dejará las llaves debajo de la alfombra. Tienen la semana pagada por adelantado.
—¿Qué es y dónde está?
—Es una casa de campo en la zona este de la isla, a tres kilómetros al norte del hotel Tamarind Beach. El toldo del porche tiene rayas rojas y verdes. Hay un viejo muelle de piedra en la playa.
—Eres maravillosa, Selma —dijo Sam, y colgó y volvió a marcar, esa vez el número de teléfono de la casa de Abasi Sibale.
Sin hacer ninguna pregunta, Abasi accedió a reunirse con ellos en la playa de la casa con su camioneta. Al ver la campana del barco en la cubierta de popa del Andreyale, se limitó a sonreír y sacudió la cabeza.
—Algún día vendrán a nuestra isla y se aburrirán como ostras —dijo.
—Voy a hacer unas averiguaciones sobre nuestro invitado —dijo Sam.
—Yo me aseguraré de que la campana no se escapa —contestó Remi.
—Si lo intenta, déjala.
—Con mucho gusto.
Los dos estaban cansados, y la campana, que se había resistido a sus esfuerzos pero al mismo tiempo había ejercido en ellos una peligrosa atracción, se había convertido en el enemigo. Se sentirían mucho mejor tras dormir un poco y obtener algunas respuestas, que con suerte llegarían después de tener la campana envuelta en ácido nítrico un par de horas más.
Remi sonrió.
—Deja la pistola.
Sam le devolvió la sonrisa, atravesó el patio y cruzó la puertaventana. La casa de campo que Selma les había alquilado tenía unos ciento ochenta metros cuadrados y era de estilo toscano, con descoloridos muros enlucidos de color mostaza, enredaderas y un tejado de tejas rojas. El interior estaba decorado con una mezcla de elementos contemporáneos y de artesanía. Sam se dirigió al cuarto de la parte trasera, donde su visitante, Yaotl, estaba atado de pies y manos a una cama con cuatro columnas. Yaotl vio a Sam y levantó la cabeza.
—Eh, ¿qué pasa? ¿Dónde estoy?
—Depende de quién lo pregunte —respondió Sam—. Para tus amigos, estás flotando boca abajo en alguna parte entre este sitio y Mombasa o recorriendo el aparato digestivo de un tiburón.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Bueno, después de que te dejáramos sin sentido…
—No me acuerdo… ¿Cómo lo hicieron?
Parecía un poco asombrado.
—Me acerqué a ti sin hacer ruido y te pegué con un palo bastante grande. Ahora tus amigos creen que llevas muerto unas… —Sam consultó su reloj—. Unas seis horas.
—No, me buscarán y me encontrarán.
—No estés tan seguro. ¿Qué clase de nombre es Yaotl?
—Es mi nombre.
—¿Tienes hambre? ¿Sed?
—No.
Sam se rió entre dientes.
—No hay nada malo en reconocerlo.
—Haga lo que tenga que hacer, pero acabe de una vez.
—¿Qué crees exactamente que te vamos a hacer? —preguntó Sam.
—¿Torturarme?
—Si eso es lo primero que te ha venido a la mente, es que debes de andar con malas compañías.
—Entonces ¿por qué me han traído aquí?
—Esperaba que estuvieras dispuesto a responder algunas preguntas.
—Usted es estadounidense —dijo Yaotl.
—¿Cómo lo sabes? ¿Por mi irresistible sonrisa?
—Por su acento.
—Supongo que tú eres mexicano. No hubo respuesta.
—Y teniendo en cuenta la pistola que llevabas y cómo os movíais tú y tus compañeros, o sois militares o lo habéis sido. Entonces los ojos de Yaotl se entornaron.
—¿Es de la CIA?
—¿Yo? No. Pero tengo un amigo que sí lo es.
Eso era cierto, Durante su estancia en la AIPAD, Sam había sido adiestrado como agente encubierto en las instalaciones de la CIA en Camp Perry. Los ingenieros de la AIPAD asistían así al entrenamiento de los agentes para hacerse una mejor idea de las necesidades profesionales de estos últimos. Durante su adiestramiento, Sam había coincidido con un agente de inteligencia, Rube Haywood, con quien había trabado una gran amistad.
—Y ese amigo tiene amigos —añadió Sam—. En sitios como Turquía, Bulgaria y Rumania… Creo que lo llaman «extradición». Seguro que has oído hablar de la extradición. Unos tipos vestidos de negro te meten en un avión, desapareces durante unas semanas, y cuando vuelves tienes pánico a la electricidad y a los taladros eléctricos.
La parte de la extradición era, obviamente, un farol, pero las palabras de Sam tuvieron el efecto deseado: Yaotl tenía los ojos muy abiertos, y le temblaba el labio inferior.
De repente, Sam se levantó.
—Bueno, ¿te apetece comer? ¿Te parece bien un poco de pan?
Yaotl asintió con la cabeza.
Sam le dio de comer medio pan de chapata y un litro de agua mineral en una botella deportiva, y luego le preguntó:
—En cuanto a mi amigo… ¿lo llamo o vas a responder a unas cuantas preguntas?
—Responderé.
Sam le preguntó lo básico: su nombre y apellidos; los nombres de sus compañeros, incluido Nariz Aguileña; para quién trabajaban; si habían ido a Zanzíbar en busca dé él y de Remi; qué se suponía que tenían que conseguir; el nombre del buque nodriza… Yaotl respondió parcialmente a la mayoría de las preguntas. Él era tan solo un contratista civil, un ex miembro del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales de México, o GAFE. Había sido reclutado cuatro días antes por un hombre llamado Itzli Rivera, alias Nariz Aguileña, también ex miembro del GAFE, para ir a Zanzíbar a «buscar a unas personas». No le habían dado más información, ni Rivera le había explicado por qué Sam y Remi habían sido elegidos como objetivos. Tampoco sabía si Rivera estaba trabajando por su cuenta o para otra persona.
—Pero lo has visto hablando por teléfono varias veces, ¿no? —preguntó Sam—. ¿Parecía que estuviera informando a alguien?
—Es posible. Solo he oído retazos de conversaciones. Sam lo interrogó durante otros diez minutos, al final de los cuales Yaotl preguntó:
—¿Qué va a hacer conmigo? —Ya te avisaré.
—Pero ha dicho que no me… ¡Eh, espere!
Sam salió de la habitación y se reunió con Remi en el patio. Le relató su conversación con Yaotl.
—Sam… —dijo ella—, ¿electricidad y taladros eléctricos? Es horrible.
—No, hacerlo sería horrible. Yo solo he plantado la semilla y he dejado que él dejara volar su imaginación un rato.
—Yaotl ha dicho que recibió la llamada de Rivera hace cuatro días, ¿no?
—Sí.
—Ese fue nuestro primer día en la isla.
Sam asintió con la cabeza.
—Antes de que encontráramos la campana.
—Entonces están interesados en nosotros.
—Y en la campana quizá. Está claro que la treta del cuaderno ha captado su atención.
—Pero ¿cómo sabían que estábamos aquí? —preguntó Remi, y acto seguido respondió a su propia pregunta—: ¿La entrevista que nos hizo la BBC justo después de que aterrizáramos?
—Podría ser. Atemos cabos. Rivera y quienquiera para el que esté trabajando se enteraron de que estábamos aquí. Temían que encontráramos algo y vinieron a investigar.
—Pero es una isla muy grande —repuso Remi—. Tendrían que ser unos paranoicos para creer que encontraríamos lo que tanto les preocupa. Aunque sea algo tan grande como la campana, sigue siendo una aguja en un pajar.
—El entrevistador nos preguntó dónde teníamos pensado bucear. Le dijimos que en la isla de Chumbe. Tal vez esa fue la frase mágica.
Remi meditó sobre ello.
—Y, nos guste o no, tenemos cierta fama. Hemos tenido mucha suerte encontrando un tesoro que no quería ser encontrado.
Sam sonrió.
—Llámalo suerte. Yo lo llamo…
—Ya sabes a qué me refiero.
—Así que lo que les llamó la atención fue la combinación de quiénes éramos, Zanzíbar y la isla de Chumbe.
Se quedaron callados un minuto, examinando la situación desde varios puntos de vista. Finalmente, Remi rompió el silencio:
—Sam, nuestro amigo… se llama Yaotl, su jefe se llama Itzli, y el tercero se llama…
—Nochtli.
—¿Y son de México?
—Eso ha dicho.
—No son nombres españoles.
—Eso he supuesto.
—Le diré a Selma que haga unas comprobaciones, pero estoy casi segura de que son nombres de origen náhuatl.
—¿Náhuatl?
—Azteca, Sam. El náhuatl es el idioma de los aztecas.
Permanecieron en silencio durante los siguientes diez minutos, observando el vapor que se elevaba de la sábana que cubría la campana. Sam consultó su reloj y dijo:
—Es la hora.
Empleando las puntas de los dedos, desenrolló la sábana de alrededor de la campana, la apartó y la amontonó en el borde del patio. Se volvió hacia atrás y vio a Remi arrodillada ante la campana.
—Tienes que ver esto, Sam.
Él se acercó a su mujer y se inclinó por encima de su hombro.
Aunque todavía estaba muy manchada, el ácido nítrico había extraído suficiente cantidad de pátina para permitirles distinguir la inscripción grabada en el bronce:
OPHELIA
—Ophelia —repitió Remi, susurrando—. ¿Qué es Ophelia?
Sam inspiró hondo y espiró.
—No tengo ni idea.