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El descenso duró menos de un segundo.

Cayó de pie en un montón de algo blando, rodó hacia atrás dando una voltereta al revés y se quedó de rodillas. Su linterna estaba tirada a unos metros de distancia. Se acercó a rastras, la cogió y enfocó con ella.

El montón sobre el que había caído era de un blanco casi inmaculado. Lo primero que pensó es que era arena, pero entonces lo olió: el inconfundible olor acre de la sal. El torrente de las olas resonaba a su alrededor, rebotando en las paredes, desvaneciéndose y multiplicándose como si estuviera atrapado en el auditorio de una casa de la risa.

Sam consultó su reloj: dieciséis minutos.

Alzó la vista. La rampa desde la que había caído estaba tres metros por encima de su cabeza. Se dio la vuelta y recorrió el lugar con su linterna. La pared más próxima brillaba como si tuviera incrustados pequeños espejos. Se acercó a ella.

—Sal —murmuró.

Bajo su capa blanca con facetas distinguió una veta más oscura. Era verde, de un verde translúcido. La franja subía por la pared, se ensanchaba en una banda de treinta centímetros de grosor y volvía a cambiar, bifurcándose en docenas de vetas más. Las ramificaciones continuaban hasta formar un gigantesco entramado debajo de la sal blanca.

La caverna era más o menos ovalada y tenía un diámetro de menos de doce metros de ancho. Con la mirada fija en el techo, empezó a cruzar la caverna. Notó un chorro de aire que le subió por la pierna. Se paró y se agachó.

En el suelo había un agujero de un metro y veinte centímetros de ancho perfectamente camuflado por una capa de sal, salpicado de agujeros por los que el aire salía a presión. Sam se levantó y miró a su alrededor. Ahora que sabía lo que tenía que buscar, vio docenas de agujeros dentro de la zona que iluminaba el haz de su linterna.

Llegó al centro de la caverna. Separadas a intervalos regulares a su alrededor, había algo parecido a estalagmitas incrustadas de sal, cada una aproximadamente de un metro y medio de alto. Había siete. Advirtió que eran montones de piedras ceremoniales. Cada montón era una metáfora, tal vez.

—El Lugar de las Siete Cuevas —murmuró—. Chicomoztoc.

Teniendo cuidado de dónde ponía el pie, se acercó al montón más cercano, se arrodilló y pegó el frontal de la linterna a su superficie. Debajo de la sal cristalizada vio un brillo verde apagado. Utilizó la parte posterior de la linterna para golpear suavemente la superficie. Al tercer golpe se desprendió una costra de sal, seguida de una piedra del tamaño de una pelota de ping-pong. La recogió. Era de un verde translúcido, igual que la estatuilla del maleo. La piedra absorbió el brillo de la linterna y produjo destellos, hasta que el interior pareció brillar y relucir por sí mismo. Sam se metió la piedra en el bolsillo.

—¡…argo! —gritó la voz débil de Rivera.

—¡Maldita sea! —murmuró Sam.

Se volvió, arrojando luz por todas partes. Necesitaba un plan. Necesitaba algo… El haz de la linterna se posó sobre un montón de sal. El germen de una idea cobró forma. Era vaga como mucho, pero era lo único que tenía.

Regresó corriendo al montón de sal sorteando agujeros.

Cogió un puñado y se la metió en el bolsillo. Recorrió con la linterna la pared situada junto a él. Formaba una curva a la derecha. La siguió. El suelo bajó en pendiente, a continuación subió y luego torció a la izquierda. El susurro de las olas se desvaneció detrás de él. A la derecha vislumbró una tenue fuente de luz. Corrió hacia ella. Las paredes se estrecharon y el techo descendió hasta que tuvo que correr encorvado.

Atravesó una pared de follaje dando traspiés y se cayó hacia delante.

—¡…argo!

Sam se dio la vuelta y recobró el aliento.

—¡Aquí!

—Once minutos.

Permaneció inmóvil treinta segundos, puliendo su plan hasta que estuvo convencido de que podía funcionar. Pero decir que «podía funcionar» distaba mucho de afirmar que «funcionaría». No tenía alternativa, ni otras opciones, y prácticamente se le acababa el tiempo.

Se abrió camino despacio al fondo de la cuenca y regresó al claro.

—He encontrado algo.

—¿Me está mintiendo? —contestó Rivera.

—No.

Rivera se levantó.

—Vamos.

—Un momento.

Sam se acercó a Remi y se sentó a su lado. Ella abrió los ojos y le sonrió.

—Hola.

—Hola. ¿Te duele?

—No. Es un dolor sordo. He estado contando los latidos de mi corazón para pasar el rato. Sam se rió entre dientes.

—Nunca te aburres, ¿eh?

—Nunca.

—He encontrado algo. Voy a llevar a Rivera.

—¿Es…?

—Creo que sí. Creo que lo he encontrado. —Se inclinó y la besó en la mejilla—. Voy a llevarlo allí dentro —susurró—. Con suerte, saldré solo.

—Entonces te veré cuando vuelvas.

Sam se levantó y se volvió hacia Rivera.

—Listo.

—Enséñeme el camino.

Sam llevó a Rivera a la salida, le dio la linterna y se apartó mientras el mexicano asomaba la cabeza por la entrada. Rivera lanzó la linterna a Sam.

—¿Qué hay ahí dentro?

—No he llegado lejos.

Rivera hizo una pausa. Sam sabía que se estaba planteando si los Fargo se habían convertido en un lastre.

—Pero hasta donde he llegado, me he perdido tres veces. En uno de los túneles laterales hay una bajada; más allá, he visto algo en la pared. Una especie de símbolo.

Sus palabras surtieron efecto. Rivera indicó a Sam con la mano que entrara en el túnel. Él se metió y avanzó encorvado hasta que las paredes y el techo se ensancharon. Rivera iba unos pasos por detrás de él.

—¿En qué dirección?

Sam fingió confusión durante unos segundos y a continuación torció a la derecha y siguió los declives y las cuestas del suelo en pendiente hasta que finalmente aparecieron en la caverna de sal.

—¿Eso son olas? —preguntó Rivera, mirando a su alrededor.

—Creo que sí. Probablemente haya un laberinto de cuevas marinas allí abajo.

—¿Y las paredes? ¿Sal cristalizada?

—Sal marina, arrastrada desde las cuevas. ¿Ve las vetas oscuras? —Sam enfocó la pared más cercana con la linterna—. Eche un vistazo.

Apuntando a Sam en el pecho con la pistola, Rivera se acercó de lado a la pared.

—Es una especie de filón de mineral —dijo Sam—. Esmeralda o jade.

Asintiendo distraídamente con la cabeza, Rivera siguió con la mirada las vetas que subían en espiral por la pared y atravesaban el techo.

—¿Qué es este túnel lateral?

Sam enfocó al otro lado de la caverna, con cuidado de no iluminar el suelo con el haz. Contuvo el aliento, temiendo que Rivera se fijara en los montones de piedras y en su distribución, pero no reparó en ellos.

—Adelante.

Sam empezó a cruzar el suelo. Con el corazón palpitante, trató de mantener un paso regular, observando la colocación de sus pies al pasar por encima de los agujeros y a lo largo de sus bordes. Al cruzar el punto central de la caverna, se oyó un crujido, como el hielo de un estanque al ceder. Rivera soltó un juramento.

Sam se dio la vuelta.

—¡Maldita sea, no me alumbre los ojos!

Rivera había pisado uno de los agujeros más pequeños y se había caído hasta la entrepierna. Luchó por salir, esforzándose por sacar su pierna libre de debajo de su cuerpo. Lo intentó dos veces más y se detuvo.

—Tendrá que venir aquí y ayudarme a levantarme. Si…

—Lo sé —respondió Sam—. Me disparará.

Sam avanzó con la linterna en la mano izquierda. Enfocó a Rivera en los ojos y a continuación bajó otra vez al suelo. Al mismo tiempo, se metió la mano derecha en el bolsillo, cogió un puñado de sal y lo sacó.

—¡Maldita sea! —gruñó Rivera—. Aparte la luz…

—Perdón.

—Ahí está bien. Déme la muñeca. No me agarre.

Sam alargó la muñeca. Rivera la cogió y empleó el contrapeso de Sam para salir. Sam notó que el peso de Rivera se desplazaba hacia delante. Le dio vueltas a la linterna entre sus dedos y enfocó directamente a Rivera a los ojos.

—Perdón —dijo otra vez.

Al tiempo que pronunciaba las palabras, se movió de lado a la izquierda, aprovechando la ceguera momentánea de Rivera para esquivar el cañón de la pistola. Balanceó la mano derecha hacia delante como si estuviera lanzando una pelota de béisbol. La sal alcanzó a Rivera de lleno en los ojos. Consciente de lo que se avecinaba, Sam se tumbó boca abajo.

Rivera gritó y empezó a apretar el gatillo. Las balas impactaron con un ruido sordo en las paredes y el techo. Cayeron cristales de sal, brillantes a la luz de la linterna de Sam. Rivera daba vueltas como loco, tratando de recuperar el equilibrio mientras se tambaleaba por el suelo, el revólver dando sacudidas en su mano.

Sam se arrodilló, flexionó las piernas como un corredor en los tacos de salida y echó a correr con intención de atacar. Rivera oyó el crujido de las pisadas de Sam y se volvió en dirección al sonido mientras disparaba. Sin dejar de correr, Sam se tumbó otra vez boca abajo y se deslizó a través del suelo; los cristales de sal le desgarraron el pecho y la mejilla. Permaneció inmóvil. Contuvo el aliento.

Rivera se dio la vuelta otra vez, tratando de localizar el sonido. Volvió a perder el equilibrio, se tambaleó de lado y pisó otro agujero. Sus piernas se hundieron con un crujido como el de una cremallera. Extendió los brazos para detener la caída. La pistola se le cayó de la mano y se deslizó por el suelo cubierto de sal hasta parar junto a la cara de Sam.

Él cogió la pistola y se levantó.

—¡Fargo! —gritó Rivera.

Sam se acercó al agujero. Rivera tenía los brazos totalmente extendidos. Solo las palmas de sus manos tocaban tierra firme. Le temblaban los brazos; los tendones de su cuello estaban en tensión bajo la piel. Cegado aún por la sal, Rivera volvía la cabeza como loco de un lado a otro.

Sam se agachó a su lado.

—¡Fargo!

—Estoy aquí mismo. Se encuentra en un pequeño aprieto.

—¡Sáqueme de aquí!

—No.

Sam enfocó el agujero con la linterna. De las paredes sobresalían afloramientos rocosos incrustados de sal como púas, que solo dejaban un hueco de sesenta centímetros en el centro. Mucho más abajo, Sam oía el rugido de las olas azotando la roca. Cogió una piedra del tamaño de una pelota de béisbol que había cerca, la tiró y escuchó cómo rebotaba en las rocas hasta que el sonido se desvaneció.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Rivera.

—Es la llamada del karma —contestó Sam—. Unos treinta metros de karma más o menos, según la segunda ley de Newton.

—¿Qué cono significa eso? ¡Sáqueme de aquí!

—No debería haber disparado a mi mujer.

Rivera gruñó de la frustración. Intentó impulsarse hacia arriba, pero solo consiguió elevarse unos centímetros. Volvió a desplomarse. La cabeza se le hundió por debajo del nivel del suelo. Bajo la camisa, sus músculos temblaban del esfuerzo.

—Acabo de darme cuenta de una cosa —dijo Sam—. Cuanto más le sudan las manos, más se disuelve la sal debajo. Creo que es lo que los expertos en economía llaman rendimiento decreciente. No es una metáfora perfecta, pero creo que capta la idea.

—Debería haberlo matado.

—Consuélese con esa idea. Dentro de poco será lo único que le quede.

La mano izquierda de Rivera resbaló por el borde. Por un instante, arañó el suelo con la mano derecha, y sus uñas se hicieron trizas antes de que se ladeara y empezara a descender. Cayó boca arriba sobre uno de los afloramientos y se partió la columna. Gritó de dolor, se deslizó y siguió desplomándose, golpeándose la cabeza contra una roca tras otra antes de desaparecer.