19
Gran isla de Sukuti
—No te muevas —dijo Sam a Remi.
Detuvo el coche de golf y puso el freno de mano. Enfrente podía ver la cima del sendero. Echó a andar hasta que pudo ver por encima de la pendiente. Treinta metros más adelante había un claro donde el camino se bifurcaba hacia la casa principal. A la derecha del claro, bajo la luz de una lámpara de vapor de sodio fijada en un poste, estaba el helipuerto.
Sam regresó al vehículo.
—¿Cuántos? —preguntó Remi.
—Solo he visto tres: el guardia, Nochtli y Yaotl, todos juntos en el borde del helipuerto. Todos están armados con AK-74, pero los llevan al hombro. En cuanto al piloto, ni rastro. O está en la casa o en el helicóptero esperando.
—No te ofendas, Sam, pero espero que sea lo último. Si lo convencemos para que nos lleve…
—No me ofendo.
—¿Y la campana?
—No está en el carro remolcador. Parece que ya han hecho el trabajo pesado. Yo me ocuparé de los tres primeros; tú ve directa al helicóptero. ¿Estás lista?
—Como siempre. —Remi se agachó en el suelo del coche de golf y metió la cabeza debajo del salpicadero de fibra de vidrio. Alzó la vista hacia él—. No te pareces mucho a Rivera.
—Mientras nos acerquemos lo suficiente a la suficiente velocidad, no importará.
Sam sacó el Magnum y la Heckler & Koch de los bolsillos, se metió cada una debajo de un muslo, y a continuación quitó el freno de mano y pisó el acelerador. El cochecito avanzó despacio, y a los pocos segundos estaban sobre la cima con dirección al claro. Sam resistió el impulso de pisar a fondo el acelerador.
—Faltan quince metros —murmuró a Remi—. Todavía no nos han visto.
Cuando faltaban diez metros, Yaotl alzó la vista y vio el coche eléctrico. Dijo algo a los otros dos. Se dieron la vuelta. Todos los ojos estaban ya posados en el vehículo.
—Siguen sin reaccionar —dijo Sam—. Agárrate fuerte. Voy a hacer la entrada.
Pisó el acelerador, y el cochecito aumentó de velocidad y recorrió los últimos seis metros en cuestión de segundos. Pisó el freno al tiempo que ponía el freno de mano, levantó las manos del volante, cogió las dos armas y saltó del vehículo delante del trío, fuera del foco de luz que arrojaba la lámpara. Levantó las dos armas.
—Buenas noches, caballeros —dijo.
—Es usted… —dijo Yaotl.
—Nosotros —lo corrigió Sam.
Sin pronunciar palabra, Remi se apeó del coche de golf y se unió a Sam, quien dijo al grupo:
—Que todo el mundo actúe con normalidad. Nada ha cambiado. Solo sois tres tipos pasando el rato. Quiero veros a todos con una gran sonrisa.
Él y Remi habían considerado la posibilidad de que el helipuerto estuviera vigilado a través de los prismáticos militares del tejado de la mansión. Para evitar levantar sospechas, Yaotl y los otros dos tendrían que conservar las armas hasta que Sam y Remi estuvieran listos para partir.
—Remi, a ver qué puedes hacer con la luz.
Con cuidado de permanecer en el borde del foco de luz, Remi avanzó y examinó el poste.
—No hay ningún interruptor, pero los cables suben desde el suelo. Parece que tenga una tensión normal de ciento diez voltios.
—Okafor es muy amable ahorrándonos el trabajo. —Mientras que las líneas de doscientos veinte voltios llevaban suficiente electricidad para electrocutar a una persona, las de ciento diez solo provocaban una dolorosa sacudida—. ¿Crees que podrás llegar al helicóptero sin que te vean?
—Creo que sí. Vuelvo enseguida.
Remi recorrió de nuevo el camino y se metió entre unos arbustos al lado del helipuerto. Treinta segundos más tarde, apareció en el lado opuesto y, utilizando el helicóptero para cubrir sus movimientos, corrió a la puerta del piloto. Encañonando al piloto con la Heckler & Koch, desanduvo lo andado y regresó a donde estaba Sam. El piloto era un hombre negro y bajo con un mono azul marino. Su expresión era de auténtico miedo.
—El cajón está a bordo, sujeto con correas —dijo Remi.
—¿Dónde está Rivera? —preguntó Yaotl a Sam.
—Echando un sueñecito.
El guardia movió la mano, tratando de descolgar el AK-74. Sam levantó la pistola y le apuntó a la cabeza.
—No lo hagas —le advirtió. Y acto seguido añadió en swahili:
—Usifanye hivyol.
El guardia se detuvo y bajó la mano.
—¿Los tienes, Remi?
—Los tengo.
Sam dio un paso atrás e hizo señas al piloto para que se acercara a él.
—¿Cómo te llamas?
—Jingaro.
—¿Eres el piloto de Okafor?
—Sí.
—Hablas bien mi idioma.
—Fui a la escuela misionera.
—Quiero que pilotes el helicóptero para nosotros.
—No puedo hacer eso.
—Sí que puedes.
—Si lo hago, Okafor me matará.
—Si no lo haces, te mataré yo.
—No como lo hará él. Y quizá también mate a mi familia. Por favor, solo piloto para él, nada más. No estoy metido en esto. Como ve, no tengo pistola. Yo solo piloto el helicóptero.
—¿Estás mintiendo sobre tu familia?
—No, es verdad. Siento no poder ayudarles. No me gusta el señor Okafor, pero no me queda más remedio.
Sam escrutó los ojos de Jingaro y llegó a la conclusión de que decía la verdad.
—¿Está el helicóptero preparado para volar?
—Sí. ¿Es usted piloto?
Sam se encogió de hombros.
—En cuestión de helicópteros, sé poco más que despegar, planear y aterrizar.
Jingaro vaciló y a continuación dijo:
—Este está equipado con un acoplador de vuelo estacionario. Está en el lado derecho del panel de instrumentos. Tiene una etiqueta que pone «A-V-E». Mientras el nivel de vuelo sea estable, puede activar el acoplador, y el helicóptero funcionará con el piloto automático. Además, los pedales del timón son pesados. A mí me gustan así. Es más difícil pasarse compensando. No tenga miedo a pisarlos. Mantenga la velocidad por debajo de cien nudos. Es mucho más fácil de controlar.
—Gracias.
—De nada. Ahora pégueme.
—¿Qué?
—Que me pegue. Si Okafor sospecha que…
—Lo entiendo. Buena suerte.
—Lo mismo digo.
Sam levantó la mano hacia atrás y atizó con la palma al piloto en la punta de la nariz. El golpe no llegó a partirle el hueso, pero inmediatamente empezó a chorrear sangre. El piloto se tambaleó hacia atrás y se desplomó boca arriba.
—Quédate aquí —gritó Sam—. No te muevas. Remi, ¿ves los prismáticos militares desde aquí?
Ella alargó la mano por detrás, cogió los prismáticos del bolsillo lateral de la mochila y enfocó con ellos el tejado de la casa.
—Los veo. Ahora mismo están enfocando el sur. Se mueven despacio en dirección hacia aquí. Dentro de treinta segundos más o menos tendrán el helipuerto a la vista.
Sam miró al guardia.
—Unazungumza kiingereza? —dijo en swahili. «¿Hablas inglés?».
—Un poco.
Sam señaló con el dedo el machete envainado que llevaba sujeto al cinturón y dijo:
—Kisu. Bwaga Ku —ordenó. «Cuchillo. Tíralo». Sam señaló a sus pies y escupió:
—Ahora.
El guardia soltó el machete y lo arrojó hacia Sam, quien lo recogió.
—Éste es el plan —dijo al grupo—. Vamos a ir andando hasta el helicóptero. Nosotros iremos primero, y vosotros nos seguiréis treinta centímetros por detrás, formando una hilera…
—¿Por qué? —preguntó Yaotl.
—Si alguien empieza a dispararnos, nos serviréis de protección. Yaotl, asegúrate de que los otros dos lo entienden.
—No se saldrán con…
—Puede que no, pero vamos a intentarlo al viejo estilo.
—¿Y si nos negamos? —dijo Nochtli.
—Ya que tú lo has mencionado, serás el primero al que dispare.
—No creo que lo hagan. Y aunque lo hagan, el resto de los guardias de Okafor estarán aquí dentro de menos de un minuto.
—Probablemente, pero tú no estarás aquí para verlo. —Sam dio un paso adelante y apuntó a Yaotl en el pecho con el Magnum—. ¿Te acuerdas de que estuviste en nuestra casa?
—Sí.
—Te tratamos dignamente.
—Sí.
—Pues se nos ha acabado la amabilidad. —Para subrayar sus palabras, Sam levantó el revólver para apuntar a Yaotl en la frente—. ¿Quieres una prueba?
Yaotl negó con la cabeza.
—Asegúrate de que los otros entienden el plan.
Yaotl tradujo primero a Nochtli y luego al guardia en swahili macarrónico. Los dos hombres asintieron con la cabeza.
—¿Adónde irá, señor Fargo? —preguntó Yaotl—. Si supiera pilotar, no habría estado hablando con el piloto. Si se detienen ahora y se rinden…
—Nos hemos cansado de isla Pesadilla —lo interrumpió Sam—. Nos vamos, y nos llevamos la campana.
—La campana… ¿Tan importante es que están dispuestos a morir por ella?
Remi intervino.
—¿Tan importante es que asesinasteis a nueve turistas por ella? Sam, nos está entreteniendo.
Sam asintió con la cabeza.
—Vigílalos. Voy a hacer desaparecer esos vehículos. Yaotl, sácate los cordones de las botas y dámelos.
Yaotl se inclinó, extrajo los cordones, formó una bola con ellos y los lanzó hacia delante. Sam los cogió y se dirigió al coche de golf. Treinta segundos más tarde, el volante estaba bloqueado con uno de los cordones. Sam quitó el freno de mano, apoyó los brazos en el parachoques delantero y empujó el vehículo por encima de la cumbre de la cuesta, donde empezó a rodar sin ayuda. A continuación repitió el proceso con el carro remolcador y volvió junto a Remi.
—¿Preparada? —preguntó.
—Es un término relativo.
—No sé cuánto tardarán en reaccionar cuando la luz se apague, así que date prisa.
Sam observó los prismáticos del tejado hasta que se movieron en dirección al poste de la lámpara. Remi lo detuvo.
—Espera, Sam. —Acto seguido, se dirigió a Yaotl y a los otros:
—Daos la vuelta y mirad al helicóptero. —El grupo obedeció—. Ahora mirad arriba a la luz. —Una vez más, el grupo obedeció. Entonces se dirigió a Sam:
—Para impedirles la visión nocturna.
Sam sonrió.
—Una razón más por la que te quiero.
Observó los prismáticos militares en el tejado a través de sus binoculares hasta que apuntaron al sudoeste, y avanzó, se arrodilló junto al poste de la luz, tomó aire y golpeó el cable eléctrico con el filo del machete. Hubo un estallido acompañado de un siseo y una lluvia de chispas. Sam retiró la mano bruscamente. La luz se apagó.
—¿Estás bien? —preguntó Remi.
—Sí, pero me ha distraído; vamos.
Se separaron, caminando en el sentido de las agujas del reloj y en el sentido contrario hasta situarse de cara al grupo.
—Caminad hacia nosotros —ordenó Sam.
Yaotl y los demás empezaron a avanzar parpadeando y sacudiendo la cabeza ante la repentina pérdida de su visión nocturna. Remi se situó a la cabeza y Sam echó a andar hacia atrás, apuntando al grupo con la pistola, y partieron hacia el helicóptero.
—Seis metros —dijo Remi a Sam. Y luego:
—Tres. Sam se detuvo.
—Parad. Separaos —ordenó. A continuación se dirigió a Remi:
—Voy a preparar el vuelo.
—Yo los vigilo.
Sam lanzó sus mochilas a la cabina, abrió la portezuela del piloto y subió. Utilizando la linterna, escudriñó los controles y los paneles, haciendo todo lo posible por no reparar en la mareante variedad de opciones y por concentrarse en lo básico. Después de unos segundos, encontró lo que necesitaba.
Activó el interruptor de la batería. Las lámparas interiores y el panel de control se iluminaron. A continuación, encendió la bomba de combustible, seguida del interruptor de encendido auxiliar, que activó al preinicio de la turbina. Después de gemir unos segundos, la turbina se puso en funcionamiento y empezó a girar. Los rotores comenzaron a dar vueltas; al principio despacio, pero cada vez más deprisa a medida que el indicador de revoluciones por minuto empezaba a subir.
Sam se asomó por la ventanilla y le dijo a Remi:
—Coge sus pistolas.
Remi transmitió la orden al grupo y, de uno en uno, cada hombre dio un paso adelante y lanzó su arma a la cabina de carga del helicóptero. Haciendo señales con las manos, los hizo retroceder hasta que estuvieron fuera del radio del rotor del helicóptero.
En la cabina, Sam vio que las revoluciones por minuto del rotor llegaban al cien por cien.
—Hora de decir adiós —gritó a Remi.
—Con mucho gusto —chilló ella, y subió a bordo.
Sin perder de vista al grupo, metió las armas en la red de seguridad del mamparo.
—Agárrate a algo —gritó Sam.
Ella enrolló la red alrededor de su mano libre.
—¡Ya está!
Sam probó el control cíclico del helicóptero entre sus piernas, luego la palanca del colectivo a un lado, calibrando el paso de los alabes, y por último los pedales antipar hasta que les cogió el tranquillo. Accionó el colectivo, y el helicóptero despegó lentamente. Probó el cíclico, moviendo el helicóptero primero a la izquierda y luego a la derecha, y más tarde el morro arriba y abajo.
—¡Sam, tenemos un problema! —gritó Remi.
—¿Qué?
—¡Mira a la derecha!
Sam echó un vistazo por la ventanilla lateral. Tardó unos instantes en comprender lo que estaba viendo: Yaotl y los otros estaban dispersándose a través del helipuerto mientras una forma rectangular oscura avanzaba dando sacudidas sobre el perímetro lleno de piedras del helipuerto y se dirigía al helicóptero. Era el carro remolcador. Sam vislumbró a Rivera a la pálida luz de la luna, encorvado sobre el volante.
—Se acabó la siesta —gritó Remi.
—Sabía que me olvidaba de algo —chilló Sam—. ¡Las llaves!
Centró de nuevo su atención en los controles, moviendo el colectivo para ganar altitud. Con las prisas, sacudió el cíclico a la derecha y pisó el pedal del timón. El helicóptero bajó en picado a la derecha, y la cola empezó a dar vueltas. Compensó en exceso. El helicóptero cayó directo, rebotó en el helipuerto y volvió a elevarse. Sam se aventuró a echar otro vistazo por la ventanilla lateral.
El carro remolcador estaba a menos de diez metros de distancia y se acercaba rápido. A un lado, una figura —Nochtli, según parecía— cruzó el helipuerto corriendo y se lanzó a la plataforma de carga del carro.
—¡Oblígales a ir más despacio! —gritó Sam—. ¡Apunta al motor! ¡El blanco más grande!
En la parte de atrás, Remi rompió el fuego con uno de los AK-74, disparando descargas controladas de tres balas al suelo delante del carro, pero no consiguió nada. Cambió de blanco. Las balas impactaron en la parte delantera del carro, hicieron saltar chispas en los topes del parachoques y destrozaron la fibra de vidrio. El carro renqueó y empezó a avanzar más despacio, pero no sin antes desaparecer debajo del helicóptero.
Sam levantó el colectivo, tratando de ganar altitud.
—Ya no los veo —gritó Remi.
Sam miró por una ventanilla y luego por la otra.
—¿Dónde…?
De repente, el helicóptero empezó a dar sacudidas de lado y hacia abajo, con la portezuela lateral abierta orientada hacia el suelo. A Remi le resbalaron los pies y se deslizó hacia la abertura. Instintivamente, soltó el AK-74 para agarrarse a las correas de seguridad. El fusil se deslizó por el suelo del helicóptero, rebotó en el cajón de la campana y desapareció por la portezuela.
—¡Hemos perdido un fusil! —chilló Remi.
Un instante después, vio que una mano asomaba por la abertura y arañaba el suelo del helicóptero en busca de asidero. Apareció tras ella la cabeza de Nochtli.
—¡Y tenemos un pasajero! —gritó Remi.
Sam echó un vistazo por encima del hombro.
—¡Dale una patada!
—¿Qué?
—¡Písale los dedos!
Remi levantó la pierna y le dio un pisotón a Nochtli en el dedo meñique con el tacón. El hombre gritó, pero siguió agarrado. Elevó la parte superior del torso sobre el suelo del helicóptero lanzando un gruñido y alargó el brazo para coger las correas de sujeción atadas al cajón. Remi flexionó la pierna para propinarle un segundo golpe.
Abajo se oyeron tres estallidos simultáneos. Las balas impactaron con un ruido seco en la portezuela del piloto.
—¡Sam!
—¡Ya lo oigo! ¡Agárrate fuerte, voy a intentar sacudirlo!
Sam giró el helicóptero bruscamente a la izquierda y miró por las dos ventanillas laterales, tratando de localizar el origen de los disparos. Debajo, a la derecha, Rivera se hallaba en la plataforma de carga del carro con el AK-74 de Remi apoyado en el hombro. La boca del fusil emitió un fogonazo. La ventanilla de la cabina del lado del pasajero se agrietó. Sam volvió a mover el cíclico y siguió deslizando el helicóptero a la izquierda hacia los árboles situados en el borde del helipuerto. Levantó el colectivo para ganar altitud.
En la cabina, Remi elevó otra vez la pierna y propinó un taconazo a Nochtli en el muslo. Este gruñó, cayó de bruces en el suelo del helicóptero y se partió la nariz. Con una mano entrelazada todavía en la red de seguridad, Remi alargó el brazo por encima de la cabeza, buscando a tientas un arma.
Sam miró a la izquierda y vio el oscuro contorno de las copas de los árboles apareciendo ante la ventanilla. Una bala perforó el reposacabezas del asiento del conductor, pasó silbando junto al mentón de Sam y atravesó el parabrisas. Él gruñó y levantó el colectivo, pero era demasiado tarde. Tres ramas rasparon la panza del helicóptero.
—Venga, venga… —gruñó—. Remi, ¿puedes…?
—¡Estoy un poco ocupada!
Una rama se enredó en el fuselaje secundario del helicóptero, y el aparato giró en el sentido de las agujas del reloj como una peonza. Empezaron a sonar alarmas en la cabina. Luces rojas y naranjas parpadeaban en el panel de instrumentos. Sam maniobró con el cíclico, intentando compensar. Tres ramas golpearon la ventanilla de la cabina.
La mano de Remi tocó la culata de madera de un AK-74; la agarró, tiró fuerte, y el fusil se deslizó de la red, pero no se soltó. Ella estiró el cuello hacia atrás. La parte delantera del AK-74 estaba enredada en una correa. Nochtli estaba levantándose en la portezuela. Enganchó una rodilla por encima del borde de la puerta y empezó a arrastrarse hacia Remi. A ella se le escapó la culata de la mano; sus dedos tocaron algo metálico y cilíndrico: el cañón de una pistola. La cogió y la desprendió de la red. Nochtli le agarró el tobillo con la mano libre. Remi apretó los dientes y blandió la pistola en un golpe de revés. La culata dio a Nochtli en un lado del mentón. Su cabeza se ladeó bruscamente, y puso los ojos en blanco. Arrodillado aún, se tambaleó por un instante y acto seguido se inclinó hacia atrás y desapareció por la puerta.
—¡Se ha ido! —gritó Remi a Sam.
—¿Estás bien?
Ella respiró varias veces y contestó:
—¡Agitada, pero sigo aquí!
Las balas acribillaron el fuselaje. Sam vio un hueco en el manto de vegetación y manejó el cíclico y los pedales del timón, haciendo girar el morro hasta que apuntó en la dirección adecuada, y a continuación bajó el morro y levantó el colectivo. El helicóptero avanzó dando sacudidas entre chirridos de madera y aluminio y entró en el claro. Entonces bajó el colectivo y situó el helicóptero por debajo de la línea de vegetación. Se quedó planeando a seis metros por encima de la pendiente, buscó las letras A-V-E que Jingaro había mencionado y activó el acoplador. El helicóptero vibró un poco, se deslizó de lado, bajó en picado y acto seguido planeó de forma estable. Las alarmas y las luces parpadeantes se apagaron. Sam levantó con vacilación las manos de los controles y resopló. En la parte de atrás, Remi se inclinó hacia un lado y cerró la portezuela. El ruido de los rotores se desvaneció.
Sam se volvió en su asiento y estiró el brazo por el hueco, y Remi le cogió la mano y tiró para acercarse a él.
—¿Estás bien? —preguntó Sam.
—Sí. ¿Y tú?
Él asintió con la cabeza.
—Larguémonos de aquí. Creo que molestamos.