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Zanzíbar

La tormenta que se había cernido sobre la isla a primeras horas de la mañana había continuado avanzando al amanecer, dejando un aire vivificante y el follaje que rodeaba su chalet reluciente de rocío. Sam y Remi estaban sentados en el porche de la parte trasera contemplando la playa y comiendo fruta, pan, queso y café cargado. En los árboles de alrededor chillaban pájaros escondidos.

De repente, una salamanquesa del tamaño de un meñique trepó por la pata de la silla de Remi, correteó a través de su regazo y saltó a la mesa, donde recorrió los platos antes de retirarse por la silla de Sam.

—Creo que se ha equivocado de camino —comentó Sam.

—Tengo un don para los reptiles —dijo Remi.

Bebieron otra taza de café y luego lo recogieron todo, prepararon sus mochilas y fueron a la playa, donde habían varado el yate. Sam lanzó las mochilas por encima de la barandilla y le dio a Remi un empujón.

—¿El ancla? —gritó ella.

—Ya voy.

Sam se agachó junto al ancla con forma de taladro, la extrajo girándola y se la dio a Remi. Ella desapareció, y él oyó sus pies caminando suavemente por la cubierta. Segundos más tarde, los motores arrancaron con un rugido y empezaron a marchar en vacío.

—Reduce la marcha —gritó Sam.

—Reduzco la marcha, sí —contestó Remi.

Cuando Sam oyó que la hélice empezaba a girar, se apoyó con firmeza contra el casco, hundió los pies en la arena húmeda, flexionó las rodillas y empujó. El barco retrocedió treinta centímetros, luego otros treinta, y empezó a flotar libremente. Sam alargó los brazos, agarró la barandilla inferior con las manos, levantó las piernas rápidamente, afianzó el talón en la borda y subió a bordo.

—¿A la isla de Chumbe? —gritó Remi a través de la ventanilla abierta de la timonera.

—A la isla de Chumbe —confirmó Sam—. Tenemos un misterio que resolver.

Estaban varios kilómetros al noroeste de la isla de la Prisión cuando sonó el teléfono por satélite de Sam. Sentado en la cubierta de popa mientras revisaba su equipo, cogió el teléfono y apretó el botón para hablar. Era Selma.

—Tengo buenas noticias y otras no tan buenas —dijo.

—Primero las buenas —contestó Sam.

—Según el reglamento del Ministerio de Recursos Naturales y Medio Ambiente de Tanzania, el sitio donde encontraron la campana está fuera de los límites del santuario. Allí no hay arrecifes, así que no hace falta protección.

—¿Y las noticias no tan buenas?

—La ley de salvamento marítimo tanzana se aplica de todas formas: «Ningún método de excavación extraordinario». Es un área intermedia, pero me parece que van a necesitar algo más que raquetas de ping-pong para recuperar esa campana. He pedido a Pete y a Wendy que investiguen la tramitación de permisos… con discreción, por supuesto.

Los novios Pete Jeffcoat y Wendy Corden —dos californianos rubios, bronceados y de aspecto saludable, licenciados en arqueología y en ciencias sociales, respectivamente— trabajaban como aprendices de Selma.

—Bien —dijo Sam—. Mantennos informados.

Tras una breve parada en los muelles de Stone Town para repostar y recoger provisiones para el día, navegaron pausadamente por la costa y se abrieron paso a través de los canales de las islas exteriores de Zanzíbar durante otros noventa minutos antes llegar a las coordenadas del GPS. Sam se adelantó y soltó el ancla. El aire estaba totalmente en calma y el cielo era de un azul despejado. Como Zanzíbar se encontraba justo por debajo del ecuador, el mes de julio correspondía al invierno en lugar de al verano, de modo que la temperatura no pasaba de los veinticinco grados. Un buen día para bucear. Sam izó en la driza la bandera blanca con una franja roja que alertaba de la presencia de submarinistas y se reunió con Remi en la cubierta de popa.

—¿Botella o snorkel? —preguntó ella.

—Empecemos con snorkel. —La campana estaba a tres metros de profundidad—. Vamos a ver a lo que nos enfrentamos y luego nos reunimos.

Como el día anterior y el noventa por ciento de las veces en Zanzíbar, el agua estaba increíblemente clara y su tono variaba del turquesa al añil. Sam se tiró hacia atrás por la borda, seguido unos segundos más tarde de Remi. Se quedaron flotando sin moverse en la superficie unos instantes, dejando que la nube de burbujas y espuma se disipara, y a continuación descendieron con un golpe de riñón. Una vez que llegaron al fondo de arena blanca giraron a la derecha y no tardaron en alcanzar el borde del banco, donde descendieron otra vez de cabeza y siguieron la cara vertical hacia el fondo. Se pararon, se arrodillaron en la arena y clavaron sus cuchillos de submarinismo en el fondo para usarlos como asideros.

Más adelante podían ver el límite de la zona del adiós. La tormenta de la noche anterior no solo había aumentado la corriente del canal principal, sino que también había agitado mucha rocalla; su densidad era tal que parecía un muro sólido de arena marrón grisáceo. Por lo menos eso mantenía a los tiburones lejos de los bajíos. El inconveniente era que notaban la succión de la corriente desde donde ellos estaban.

Sam dio unos golpecitos en su snorkel y agitó el pulgar hacia arriba. Remi asintió con la cabeza.

Ascendieron a la superficie impulsándose con las aletas y salieron al aire.

—¿Lo has notado? —preguntó Sam.

Remi asintió con la cabeza.

—Parecía como si una mano invisible estuviera intentando cogernos.

—No te separes del banco.

—Entendido.

Volvieron a sumergirse. En el fondo, Sam comprobó la lectura de su GPS, se orientó y a continuación señaló al sur por el banco e hizo señas a Remi: «Nueve metros». Después de volver a salir a la superficie, nadaron en esa dirección uno detrás del otro; Sam iba en cabeza, mirando el GPS y comprobando a la vez su posición. Se paró de nuevo y señaló abajo con el dedo índice.

En el lugar donde la campana sobresalía del banco solo había ahora un cráter con forma de barril. Miraron a un lado y a otro con inquietud. Remi la vio primero, una muesca curvada en el fondo, a tres metros a su derecha, conectada con otra muesca por una línea curva como el rastro de una serpiente de cascabel. La pauta se repetía. La siguieron con la vista hasta que, a seis metros de distancia, vieron un bulto oscuro que sobresalía de la arena. Era la campana.

Hacía falta un poco de imaginación para reconstruir lo que había pasado: a lo largo de la noche, las olas empujadas por la tormenta habían limpiado el banco y habían erosionado la arena alrededor de la campana a un ritmo lento pero constante, hasta que ésta se había caído del lugar en el que reposaba. Desde allí, el oleaje había hecho rodar la campana a lo largo de su boca, y la física, la erosión y el tiempo habían hecho su labor hasta que la tormenta había pasado.

Sam y Remi se volvieron el uno hacia el otro y asintieron con la cabeza, entusiasmados. Allí donde la ley tanzana les había prohibido usar «métodos de excavación extraordinarios», la Madre Naturaleza había acudido en su auxilio.

Nadaron hacia la campana, pero solo habían recorrido la mitad de la distancia cuando Sam alargó la mano de forma vacilante hacia el brazo de Remi. Ella ya se había parado y estaba mirando al frente. Había visto lo mismo que él.

La campana se había parado en el borde del precipicio, con la cintura, el hombro y la corona incrustados en la arena y el anillo y la boca asomando en el espacio abierto.

De vuelta en la superficie, cogieron aire.

—Es demasiado grande —dijo Remi.

—¿Demasiado grande para qué? ¿Para moverla?

—No, demasiado grande para ser del Speaker.

Sam consideró aquello.

—Tienes razón. No me había fijado.

El desplazamiento que constaba del Speaker era de cuatrocientas cincuenta toneladas. Según las medidas habituales de la época en cuestión, su campana no podría haber pesado más de treinta kilos. La campana que ellos habían encontrado era más grande.

—Esto se pone cada vez más interesante —dijo Sam—. Volvamos al barco. Necesitamos un plan.

Estaban a tres metros del barco cuando oyeron el rugido de unos motores diesel que se acercaban por detrás. Llegaron a la escalera de mano y cuando se dieron la vuelta vieron una lancha cañonera del servicio de guardacostas de Tanzania a cien metros de distancia. Sam y Remi subieron a la cubierta de popa del Andreyale y se quitaron el equipo.

—Sonríe y saluda con la mano —murmuró Sam.

—¿Nos hemos metido en un lío? —susurró Remi entre dientes sin dejar de sonreír.

—No lo sé. Dentro de poco lo sabremos.

Sam siguió saludando con la mano.

—He oído que las cárceles tanzanas son desagradables.

—Todas las cárceles son desagradables. Todo es relativo.

Cuando estaba a diez metros de distancia, la lancha viró y se situó en paralelo a ellos, de proa a popa. Sam vio que se trataba de una lancha patrullera china tipo Yulin de los sesenta que había sido modernizada. Solían ver esas embarcaciones varias veces en cada una de sus excursiones, y Sam, que tenía interés por todo, se había documentado: doce metros de eslora y diez toneladas de peso; tres velocidades y motores diesel de dos mil seiscientos caballos; y un par de ametralladoras de 12,7 milímetros en la proa y la popa.

Había dos marineros con uniforme de camuflaje en la cubierta de popa y otros dos en el castillo de proa. Todos llevaban AK-47 colgados del hombro. Un hombre negro, alto, vestido de blanco inmaculado, sin duda el capitán, salió de la cabina y se acercó a la barandilla.

—Hola —gritó.

A diferencia de los anteriores encuentros de Sam y Remi con el servicio de guardacostas, aquel capitán tenía una expresión seria. Ni sonrisa cordial ni cumplidos.

—Hola —contestó Sam.

—Inspección de seguridad rutinaria. Vamos a abordarles. —Adelante.

Los motores de la lancha patrullera borbotearon, y la embarcación se acercó de costado hasta que su proa estuvo a tres metros de distancia. Los motores volvieron a marchar en vacío, y la lancha se deslizó hasta detenerse junto a ellos. Los marineros de la cubierta de popa lanzaron unos neumáticos a modo de protecciones por el costado, alargaron los brazos, agarraron la barandilla del Andreyale y juntaron las embarcaciones. El capitán saltó la barandilla y cayó ágilmente en la cubierta de popa junto a Sam y Remi.

—Veo que están ondeando la bandera de buceo —dijo.

—Hemos estado haciendo un poco de submarinismo —respondió Sam.

—¿Este barco es suyo?

—No, es alquilado.

—Los papeles.

—¿Del barco?

—Y los títulos de buceo.

—Voy a buscarlos —dijo Remi, y bajó rápidamente por los escalones a la cabina.

—¿Con qué intención están aquí?

—¿En Zanzíbar o aquí en concreto?

—Las dos cosas.

—Estamos de vacaciones. Este nos pareció un buen sitio. Estuvimos aquí ayer.

Remi volvió con los documentos y se los entregó al capitán, quien primero examinó el contrato de alquiler y luego los títulos de buceo de ambos. Alzó la vista y escrutó sus caras.

—Ustedes son Sam y Remi Fargo.

Sam asintió con la cabeza.

—Los buscadores de tesoros.

—A falta de una palabra mejor —dijo Remi.

—¿Están buscando tesoros en Zanzíbar?

Sam sonrió.

—No hemos venido por eso, pero intentamos mantener los ojos abiertos.

Por encima del hombro del capitán, detrás de las ventanas tintadas de la cabina de la lancha, Sam vio una figura ensombrecida. Parecía que los estuviera mirando fijamente.

—¿Han encontrado algo en esta visita?

—Una moneda.

—¿Están al tanto de la ley en estos asuntos?

Remi asintió con la cabeza.

—Sí.

El capitán lanzó una mirada por encima del hombro, les dijo a Sam y Remi: «Esperen aquí», y regresó a la cabina de la lancha saltando por encima de la barandilla. Volvió a aparecer un minuto más tarde y saltó de nuevo al barco.

—La moneda que han encontrado… descríbanla.

Sin vacilar, Remi dijo:

—Redonda, de cobre, aproximadamente del tamaño de una moneda de cincuenta chelines. Está muy deteriorada. No hemos podido averiguar nada de ella.

—¿La tienen aquí?

—No —dijo Sam.

—¿Y dicen que no están buscando barcos naufragados ni ningún tesoro en concreto?

—Correcto.

—¿Dónde se alojan en Zanzíbar?

Sam no vio la necesidad de mentir; ellos lo comprobarían.

—En un chalet en la playa de Kendwa.

El capitán les devolvió los documentos y se despidió ladeando la gorra.

—Buenos días.

Y a continuación saltó otra vez la barandilla y entró en la cabina de la lancha Yulin. Los motores de la embarcación retumbaron, los marineros desatracaron y la lancha viró al oeste hacia el canal. Sam dio dos largas zancadas, se metió en la cabina y volvió a aparecer con los prismáticos. Se los llevó a los ojos y enfocó la lancha con ellos. Después de veinte segundos, bajó los prismáticos.

—¿Qué? —preguntó Remi.

—Había alguien en la cabina dando órdenes.

—El golpe en la ventana —dijo Remi—. ¿Lo has visto?

Sam asintió con la cabeza.

—No era blanco ni llevaba uniforme. Parecía hispano… tal vez mediterráneo. Delgado, nariz aguileña, cejas pobladas.

—¿Qué civil extranjero tendría poder para dar órdenes a la tripulación de una lancha de la guardia costera?

—Alguien muy rico.

Pese a lo mucho que les gustaban Tanzania y Zanzíbar y sus gentes, era indiscutible que la corrupción estaba extendida. La mayoría de los tanzanos ganaban unos cuantos dólares al día; los militares, solo un poco más.

—No adelantemos acontecimientos. Ahora mismo no sabemos nada. Solo por curiosidad, Remi, ¿por qué has mentido sobre la moneda?

—Ha sido una reacción instintiva —contestó ella—. ¿Crees que debería haber…?

—No. Yo he tenido el mismo impulso. La guardia costera tanzana tiene dos lanchas Yulin para cubrir la costa central, el canal principal y Zanzíbar. Me ha dado la impresión de que nos estaban buscando.

—A mí también.

—Y teniendo en cuenta cómo son las inspecciones de seguridad, esta ha sido inútil. No nos ha preguntado por los chalecos salvavidas, ni por la radio, ni por el equipo de buceo.

—¿Y cuándo ha sido la última vez que hemos visto a un oficial tanzano que no fuera sonriente y simpático?

—Nunca —respondió Sam—. En cuanto a la moneda de Adelise…

Remi abrió la cremallera del bolsillo lateral de sus pantalones cortos de buceo, extrajo la moneda y la mostró sonriendo.

—Bravo —dijo Sam.

—¿Crees que registrarán el chalet?

Sam se encogió de hombros.

—Entonces ¿qué significa todo esto?

—Ni idea, pero a partir de ahora vamos a andarnos con cuidado.