25
Savannah, Georgia
Después de escuchar el resto de la exposición de Julianne Severson y el lugar donde presentía que podían desentrañar la siguiente pista sobre Blaylock, Sam y Remi reservaron unos billetes para el avión que salía de Dulles a primera hora de la tarde. Aterrizaron en Savannah poco antes de las tres.
Mientras Sam se colocaba ante el mostrador de Hertz y realizaba las gestiones para alquilar un coche, Remi escuchó el buzón de voz. Sam se acercó a ella con las llaves en la mano.
—Selma ha recibido la campana esta mañana —anunció Remi.
Sam sonrió y dejó escapar un suspiro exagerado.
—Tengo que reconocer que después de todo lo que hemos pasado para conseguirla me la imaginaba cayéndose del avión y hundiéndose en el mar.
—Yo también. Dice que está en muy buen estado. Ha llamado a Dobo; va a ir a recogerla.
Alexandru Dobo —quien prefería que se dirigieran a él por su apellido— era surfista/playero a tiempo completo, experto en restauración a tiempo parcial, y hombre de confianza de los Fargo en proyectos que escapaban a sus conocimientos. Como ex conservador del Departamento de Arquitectura, Restauración y Conservación de la Universidad Ovidio de Rumania y principal asesor del Museo Naval Rumano y del Museo Nacional de Historia y Arquitectura de Constanza, Dobo todavía no se había topado con ninguna reliquia que no pudiera restaurar.
Puesto que Selma era del país vecino de Rumania, Hungría, a ella y a Dobo les gustaba volver la vista atrás y discutir sobre su «viejo país».
—Dice que va a trabajar en la campana durante la noche —añadió Remi.
—¿Qué pasa, hay malas olas?
—Terribles.
—¿Qué tal les va con el diario?
—Solo me ha dicho: «Seguimos trabajando».
En el idioma de Selma, eso significaba un progreso lento pero constante que se podía ver en peligro por nuevos asuntos.
—También ha mencionado la espiral y la secuencia de Fibonacci. Las están encontrando repetidas por todas partes. Como un mantra. Qué hombre tan interesante ese Blaylock.
Sam hizo tintinear las llaves y dijo:
—En marcha.
—¿Qué has alquilado?
—Un Cadillac Escalade.
—Sam…
—Híbrido.
—Está bien.
Para Sam y Remi, Savannah representaba el encanto y la historia sureños: estaban presentes en cada rincón de sus sombreadas calles bordeadas de robles y de barba de viejo; en sus plazas llenas de flores de cerezo y alrededor de sus cuidados monumentos; colgando de los balcones y los muros de piedra en forma de hortensias y madreselva; y en las fachadas de las haciendas con columnas de estilo neogriego y las extensas fincas neoclásicas. Hasta el zumbido de las cigarras formaba parte del encanto de Savannah. De hecho, fue su pasión por Savannah lo que los animó a aceptar la propuesta de viaje de Severson sin preguntar. Al insistirle para que les diera una pista, la bibliotecaria simplemente había sonreído y había dicho:
—Creo que allí encontrarán algo familiar.
Pese al calor que hacía, mantuvieron bajadas las ventanillas del Escalade para poder admirar el paisaje. Con una mano en su ondeante sombrero de paja, Remi preguntó:
—¿Adónde vamos exactamente?
—A Whitaker Street, cerca de Forsyth Park. Muy cerca de Heyward House, creo.
Antigua residencia veraniega del dueño de una plantación y uno de los firmantes de la Declaración de Independencia, Heyward House era uno de los muchos lugares de interés del barrio histórico de Bluffton. Un paseo por Bluffton era como un paseo por la historia.
Aparcaron en el lado este de Forsyth Park bajo un roble achaparrado y recorrieron una manzana hacia el sur hasta una casa gris pardo con contraventanas de color verde menta. Sam cotejó la dirección con la que les había dado Severson.
—Es aquí.
Un letrero pintado a mano encima de los escalones del porche rezaba en fluidas cursivas: Museo y Galería de la Señorita Cynthia.
Cuando subieron los escalones, un sabueso negro con el hocico blanco levantó la cabeza de la alfombra sobre la que estaba tumbado, soltó un aullido y agachó otra vez la cabeza para volver a dormir.
La puerta principal se abrió, y una mujer arrugada con una falda blanca y una blusa rosa apareció detrás de la mosquitera.
—Buenas tardes, amigos —dijo con un melódico acento georgiano.
—Buenas tardes —contestó Remi.
—Bubba es mi timbre, ¿saben?
—Lo hace muy bien —dijo Sam.
—Oh, sí, se toma su trabajo muy en serio. Pasen, por favor.
Levantó el pestillo de la mosquitera y la entreabrió unos centímetros. Sam la abrió del todo y siguió a Remi.
—Soy la señorita Cynthia —dijo la mujer, y les tendió la mano.
—Remi…
—Fargo, sí. Y usted debe de ser el señor Sam Fargo.
—Sí, señora. ¿Cómo lo…?
—Julianne me ha dicho que iban a venir. Y como no recibo muchas visitas, era fácil de adivinar. Pasen, por favor. Estoy preparando té.
Con una vacilante pero extrañamente elegante forma de arrastrar los pies, los llevó hasta una estancia que Sam y Remi habrían descrito como un salón. Los pesados y ornamentados muebles, las cortinas de encaje y los sofás y sillones tapizados de terciopelo podrían haber salido de Lo que el viento se llevó.
—Señorita Cyntia, ¿de qué se conocen usted y Julianne? —preguntó Sam.
—Intento ir a Washington una vez al año. Me encanta su historia. Conocí a la señorita Julianne hará cinco años durante una visita. Supongo que mis molestas preguntas le parecieron entrañables, así que seguimos en contacto. Cada vez que encuentro una pieza nueva que no puedo identificar, la llamo para pedirle ayuda. Ha venido a visitarme. Discúlpenme, voy a ver cómo va el té. —Desapareció a través de otra puerta y regresó dos minutos más tarde—. Está reposando. Mientras esperamos, les enseñaré lo que han venido a ver.
Los condujo de nuevo afuera del salón, atravesaron el recibidor, recorrieron un breve pasillo y cruzaron una puerta que daba a una habitación pintada de blanco nieve e iluminada por el sol.
—Bienvenidos al Museo y Galería de la Señorita Cynthia —dijo.
Al igual que el Museo y Tienda de Curiosidades de Morton en Bagamoyo, la señorita Cynthia había reunido multitud de objetos —los suyos relacionados con la guerra de Secesión—, desde balas de mosquete y rifles hasta insignias de uniformes y daguerrotipos.
—He reunido todo esto yo misma —dijo la señorita Cynthia—. En lugares de batallas, mercadillos… Se sorprenderían de lo que se puede encontrar cuando sabes lo que buscas. Vaya, ha sonado muy presuntuoso, ¿verdad?
La señorita Cynthia se dirigió a la pared norte de la habitación, que estaba repleta de fotografías y dibujos enmarcados del suelo al techo. Se quedó delante, con los labios fruncidos, desplazando la vista de un lado a otro.
—Ah, aquí estás.
Se acercó cojeando a la esquina, alargó el brazo y cogió una imagen de diez por quince con el marco negro. Volvió arrastrando los pies y se la dio a Sam.
Un daguerrotipo con grano mostraba un barco de madera con tres mástiles anclado.
—Dios mío —dijo Remi con voz entrecortada—. Es él.
—Remi, mira esto.
Sam acercó aún más la fotografía.
En la esquina inferior derecha de la foto, grabado con tinta desvaída, había una sola palabra: Ophelia.
Cinco minutos más tarde, en el salón y con las tazas de té en la mano, seguían mirando la fotografía mudos de asombro.
—¿Cómo la…? ¿Dónde…?
—Julianne tiene mucha memoria: eidética, creo que se llama.
—Memoria fotográfica.
—Sí. Se pasó horas en mi museo. Esta mañana me mandó un dibujo a lápiz por la cosa esa del correo electrónico y me pidió que lo comparara con mi foto. Me imagino que el dibujo es de ustedes.
—Algo nos dice que es más suyo que nuestro —respondió Remi.
La señorita Cynthia sonrió y agitó la mano.
—Le dije a Julianne que podían ser gemelos, a pesar de la diferencia de medios. Son iguales hasta en la inscripción.
—Ophelia.
—Sí. Por desgracia, nunca supimos gran cosa de ella.
—¿Cómo? —dijo Sam.
—Perdonen. Me estoy adelantando. Verán, William Lynd Blaylock fue mi tío tatara… No estoy segura del grado, pero era mi tío.
La señorita Cynthia sonrió dulcemente y bebió un sorbo de té.
Sam y Remi intercambiaron miradas. Remi frunció los labios, pensando, y entonces dijo:
—¿Es usted una Blaylock?
—Oh, no. Soy una Ashworth. Como Ophelia hasta que se casó con William. Después de la muerte de mi tía Ophelia, mi tatara… mi abuela Constance siguió en contacto con William. Nunca pasó de una amistad, por supuesto, pero supongo que había cariño entre los dos. Él le escribía a menudo; empezó pocos meses después de que volviera de Inglaterra y siguió escribiendo hasta el final. En torno a mil ochocientos ochenta y tres, creo.
—El final —repitió Sam—. ¿Se refiere a su muerte?
—Oh, no lo sé. De hecho, nadie sabe lo que fue de él. Me refería a la última carta que envió a mi abuela Constance. —Los ojos de la señorita Cynthia se iluminaron—. Hay docenas de ellas, con matasellos y sellos maravillosos de todo el mundo. Él era todo un personaje. Siempre embarcado en alguna aventura o misión. Por lo que tengo entendido, mi abuela Constance temía que estuviera un poco tocado del ala. Ella se tomaba todas sus historias con ciertas reservas.
—Ha mencionado usted las cartas —dijo Remi—. ¿Todavía las…?
—Oh, sí, desde luego. Están en el sótano. ¿Les gustaría verlas?
Sam, incapaz de articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza.
La siguieron a través de la cocina y bajaron por una estrecha escalera situada junto a la puerta de atrás. Como era de esperar, el sótano era oscuro y húmedo, con ásperas paredes de piedra y un suelo de hormigón jaspeado. Gracias a la iluminación natural que bajaba a raudales por la escalera, la señorita Cynthia encontró el interruptor de la luz. En el centro del sótano se encendió una bombilla de sesenta vatios. Las paredes y el suelo estaban llenos de cajas de cartón de todos los tamaños y formas.
—¿Ven esas cajas de zapatos? —dijo la señorita Cynthia—. ¿Al lado de la caja del árbol de Navidad?
—Sí —contestó Sam.
—Son las cartas.
De vuelta en el salón, Sam y Remi abrieron las cajas y descubrieron aliviados que las cartas habían sido separadas y guardadas en grandes bolsas de plástico con cierre hermético.
—Señorita Cynthia —dijo Sam—, es usted nuestra heroína.
—Tonterías. Eso sí, con una condición —dijo la mujer severamente—. ¿Me están escuchando?
—Sí, señora —respondió Sam.
—Cuídenlas y devuélvanmelas cuando hayan acabado.
—No lo entiendo —contestó Remi—. Nos deja…
—Por supuesto. Julianne dijo que eran personas honradas. Dijo que estaban intentando averiguar qué fue de mi tío Blaylock en África… o dondequiera que acabara. En nuestra familia ha sido un misterio durante ciento veintisiete años. Sería bonito que se resolviera. Como yo soy demasiado vieja para esa clase de aventura, por lo menos podré enterarme luego por ustedes. Pero tienen que prometerme que volverán y me lo contarán todo.
—Lo prometemos —dijo Sam.