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Zanzíbar

Sam vio aparecer a Itzli Rivera en la parte norte del campo de criquet, andando entre los árboles que bordeaban el aparcamiento. Detrás de él, otro hombre caminaba hacia el este a través del solar, pero Sam no le veía la cara. La resolución de su paso le hacía destacar. «Ese debe de ser Nochtli», pensó Sam.

En mitad del campo, unos adolescentes estaban jugando un partido de criquet. Sus risas y gritos resonaban a través del parque. Rivera avanzó tranquilamente por la acera del lado oeste del campo y se detuvo frente al banco en el que estaba sentado Sam.

—Ha venido solo —dijo Rivera.

Al ver a Rivera de cerca a la luz del día, Sam cambió inmediatamente de opinión respecto al hombre. Aunque no había dudado en ningún momento de la destreza de Rivera, su rostro de facciones marcadas y su figura fibrosa hacían pensar en alguien duro y curtido. Sus ojos negros observaban a Sam impasivamente: una expresión que Sam sospechó que no variaba nunca, tanto si Rivera estaba comiéndose un sándwich como si estaba asesinando a otro ser humano.

—Siéntese —dijo cordialmente Sam pese al temor que sentía.

Era como si estuviera dando de comer de la mano a un gran tiburón blanco. Rivera se sentó.

—Usted ha concertado la cita —dijo.

Sam no contestó. Observó el partido de criquet. Pasó un minuto. Rivera rompió el silencio.

—La broma del cajón… Muy divertida.

—Sin embargo, algo me dice que no les ha hecho gracia.

—No. ¿Dónde está su esposa, señor Fargo?

—Haciendo un recado. Puede indicarle a su amigo que deje de rodear el parque. No va a encontrarla.

Rivera consideró aquello unos instantes y a continuación levantó la mano del respaldo del banco y cerró el puño. Al otro lado del parque, Nochtli se detuvo.

—Hablemos de nuestro problema —dijo Sam.

—¿Y cuál es en su opinión el problema?

—Ustedes creen que tenemos algo que les interesa.

—Dígame exactamente qué creen que tienen.

De repente, Sam se levantó.

—Me gustan los duelos verbales tanto como a cualquiera, pero hoy no estoy para juegos.

—Está bien, está bien. Siéntese, por favor.

Sam se sentó.

—La gente para la que trabajo ha estado buscando un buque naufragado. Creemos que desapareció en esta zona.

—¿Qué barco?

—El Ophelia.

—Hábleme de él.

—Era un velero de pasajeros a vapor. Se cree que se hundió en estas aguas en la década de mil ochocientos setenta.

—¿Es todo lo que saben de él?

—Más o menos.

—¿Cuánto hace que lo buscan?

—Siete años. —¿Concienzudamente?

—Sí, concienzudamente.

—¿En Zanzíbar y en los alrededores?

—Por supuesto.

—Supongo que tiene experiencia en rescates o de lo contrario no lo habrían contratado.

—Así es.

—A la gente para la que trabaja… ¿qué le interesa en concreto?

—Prefiero no contestar.

—¿Algo de valor monetario? —preguntó Sam—. ¿Algo que el Ophelia llevaba en la bodega cuando se hundió?

—No es una suposición descabellada.

—Y creen que lo que hemos encontrado pertenece al Ophelia.

—Es una posibilidad que a mis jefes les gustaría considerar.

Sam asintió con la cabeza pensativamente. Durante los últimos minutos, había estado intentando que Rivera se pusiera en entredicho, que hiciera alguna declaración que él y Remi pudieran aprovechar en su investigación.

—Deben de andar detrás de un premio muy gordo. Sobornan al capitán de una lancha tanzana para que nos intimide y nos vigile; después, cuando anochece, se cuelan en la laguna y abordan nuestro barco con cuchillos.

Aquello pilló a Rivera por sorpresa. Respiró hondo y dejó escapar un suspiro de frustración.

—Lo presenciamos todo.

—¿Desde dónde?

—¿Acaso importa?

—No, supongo que no. Por favor, acepte mis disculpas. Mis amigos son ex soldados. Hay costumbres difíciles de abandonar. Se han emocionado demasiado con el trabajo. Ya han recibido su castigo.

—¿Los tres?

—Sí.

Por supuesto, Sam no se creyó el mea culpa de Rivera, pero dijo:

—Muy bien. ¿Cuál era su plan? ¿Robar lo que creen que hemos encontrado?

—En ese momento no sabíamos qué habían encontrado.

Sam hizo una pausa durante diez largos segundos y luego dijo:

—No sé si cree que somos idiotas o si tiene un problema de memoria a corto plazo.

—¿Cómo?

—Está sentado aquí gracias al letrero que yo dejé en el cajón. Han encontrado el cajón gracias a las anotaciones que dejamos al lado del diagrama de una campana que encontraron en nuestro barco. Creen que hemos encontrado la campana de un barco. ¿Por qué no lo dice de una vez?

—Considérelo dicho.

—Le aseguro una cosa: la campana que hemos encontrado no pertenecía al Ophelia.

—Discúlpeme si no le creo.

—¿Ah, sí? —dijo Sam.

—Me gustaría inspeccionar la campana personalmente.

—¿La misma campana por la que usted y sus hombres nos habrían matado si hubiéramos subido a bordo de nuestro barco? Creo que voy a declinar la oferta.

—Me han autorizado a ofrecerles una cantidad por el hallazgo si la campana resulta ser la que estamos buscando.

—No, gracias. Nos sobra el dinero.

—Lléveme hasta la campana, déjeme inspeccionarla, y mi jefe donará cincuenta mil dólares a la obra benéfica que ustedes elijan.

—No.

Los ojos de Rivera se tornaron fríos, y soltó un gruñido apagado.

—Señor Fargo, me está haciendo enfadar.

—Hay pastillas para eso.

—Prefiero otra forma de enfocarlo.

Rivera levantó el faldón de su chaqueta para mostrar la culata de una pistola, una Heckler & Koch P30: igual que la que le habían quitado a Yaotl, como Sam pudo apreciar.

—Ahora vamos a marcharnos —murmuró Rivera—. No monte una escena o lo mataré de un tiro. Antes de que la policía reciba el aviso ya habremos desaparecido.

—La policía —repitió Sam—. ¿Como la de la comisaría que tenemos detrás, al otro lado de la calle?

Rivera echó un vistazo por encima del hombro de Sam. Su boca se puso tirante, y los músculos de su mandíbula palpitaron.

—Debería haberse documentado. Ya sé que es una vieja escuela, pero ¿tanto les habría costado comprobarlo? Esto debe de ser bochornoso para usted.

—¡Cabrón![1]

Sam no estaba muy versado en el lenguaje coloquial español, pero sospechaba que Rivera acababa de poner en duda el honor de sus padres.

—Si mira más detenidamente, verá a un hombre y a una mujer sentados en un banco al lado de la escalera de la comisaría.

—Los veo.

Sam sacó su teléfono, activó el sistema de marcación rápida, dejó que sonara dos veces y colgó. Un instante después, Remi Fargo se volvió en el banco, miró hacia el campo de criquet y saludó con la mano.

—El hombre con el que está hablando es un superintendente de la policía tanzana de Dar es Salaam.

—La policía se puede sobornar. Igual que los oficiales de marina.

—Éste, no. Resulta que es amigo íntimo del agregado legal del FBI en la embajada estadounidense.

—Se está marcando un farol.

—Ahora mismo puede que mi mujer esté hablándole al superintendente de un hombre llamado Yaotl que anoche intentó entrar en nuestra residencia de vacaciones o puede que no. Iba armado con una pistola idéntica a la que usted lleva y no tenía pasaporte.

Rivera frunció el entrecejo.

—El accidente… la barca. No era Yaotl.

Sam negó con la cabeza.

—¿Cómo lo hicieron?

—Recibí unas cuantas clases de teatro en la universidad.

—Da igual. Él no hablará. Y aunque lo haga, no sabe nada.

—Solo su nombre y su aspecto.

—Las dos cosas se pueden cambiar. Déme la campana y devuélvame a mi hombre, y nadie volverá a molestarle.

—Deje que lo piense. Le llamaré mañana al final del día. Si nos molesta antes de entonces, llamaré a nuestro amigo el superintendente. ¿Puede decirme dónde se alojan?

Rivera esbozó una sonrisa forzada y negó con la cabeza.

—No, no puedo. —Recitó su número de teléfono—. Espero recibir buenas noticias.

Sam se levantó.

—Puede esperar lo que le dé la gana. Se volvió y se marchó.

Sam cruzó la calle hacia la comisaría de policía. Remi puso punto final a la conversación con el superintendente con un caluroso apretón de manos y un «gracias». El hombre dedicó a Sam un gesto con la cabeza y una sonrisa, y a continuación se marchó.

—Un hombre encantador, Huru —dijo Remi—. Ha dicho que le demos recuerdos a Rube.

—¿Qué le has contado? —preguntó Sam, sentándose al lado de ella.

—Que creíamos que anoche alguien intentó entrar a la fuerza en nuestra casa. Ha dicho que lo llamemos personalmente si tenemos más problemas. ¿Qué tal tu charla con el esqueleto humano?

—Como era de esperar. Dice que trabaja para alguien rico que lleva años buscando el Ophelia. El problema es que asegura que no sabe casi nada de la historia del barco.

—Ha intentado improvisar sobre la marcha —dijo Remi—. Creía que podría engañarte.

Cualquiera que pasaba un período mínimo de tiempo buscando buques naufragados acababa siendo un experto en todos los aspectos de la historia de una embarcación. El hecho de que Rivera fingiera ignorancia con respecto al Ophelia confirmó a Sam y a Remi que el pecio era de vital importancia para Rivera y su jefe.

—¿Ha mencionado el grabado oculto?

—No, y podría ser revelador. Es otro detalle que un buscador con experiencia conocería. No lo ha mencionado porque espera que se nos haya pasado por alto.

—¿Alguna pista de lo que están buscando en concreto?

—Ha insinuado que era algo que estaba en la bodega del Ophelia. Algún tipo de tesoro. Incluso nos ha ofrecido una cantidad de dinero por el hallazgo.

—Qué amable. ¿En qué situación nos deja eso?

—Rivera ha dicho que tenía experiencia en rescates, lo que puede ser verdad o mentira, pero también ha dicho que sus jefes han estado buscando concienzudamente el Ophelia.

En el mundo de la caza de tesoros, una búsqueda concienzuda es una categoría muy concreta que requiere la organización de expediciones: mojarse y ensuciarse trazando mapas, realizar pruebas con magnetómetros, hurgar en el lodo y en el fango. Por no hablar del seco pero no menos desalentador trabajo de investigación: entrevistar a familiares, explorar lugares y visitar viejas y polvorientas bibliotecas en busca de la más mínima pista del posible paradero del objetivo.

—Si Rivera lleva tanto tiempo en esto —dijo Remi—, habrá documentos administrativos, artículos de periódicos, permisos…

—He pensado lo mismo. Investiguemos y nos haremos una idea más aproximada de lo que Rivera y su gente están buscando.

Estuvieron sentados diez minutos a la sombra de los árboles frente a la comisaría de policía mientras Sam observaba cómo Rivera y su compañero salían del aparcamiento del campo de criquet y luego realizaban abiertamente un circuito alrededor de la comisaría de policía. Sam y Remi se despidieron de ellos con la mano la última vez que pasaron.

Una vez que estuvieron seguros de que no iban a volver, fueron andando hacia el este a un mercado al aire libre, donde compraron comida y artículos de primera necesidad, y avanzaron por los laberínticos callejones mientras buscaban señales que hicieran pensar que los estaban siguiendo. Al no hallar ninguna, recorrieron tres manzanas hacia el norte hasta una agencia de coches de alquiler. Su reserva, un Toyota Land Cruiser de 2007, les estaba esperando. Cuarenta minutos más tarde estaban de vuelta en su casa en la playa de Uroa.

El teléfono de Sam sonó cuando estaban recorriendo el camino de entrada. Remi señaló la bolsa que él llevaba y entró en la casa. Sam comprobó la identidad de la persona que llamaba: Rube.

—Buenos días, Rube.

—Buenos y tempranos días. ¿Cómo ha ido la reunión?

—Bien. Huru nos ha dicho que te saludemos de su parte.

—Es un buen hombre. ¿Le has entregado a vuestro invitado?

—Todavía no —contestó Sam, y a continuación le relató su conversación con Rivera—. Hemos llamado a Selma. Está consultando las bases de datos de buques naufragados en la zona. Mañana iremos a la universidad para documentarnos un poco.

—Bueno, sé que ya os lo he dicho, pero tened mucho cuidado. He hecho algunas averiguaciones sobre Itzli Rivera. Además de su pasado militar que ya conocéis, también estuvo en la Sección de Inteligencia del Departamento de Defensa. Se retiró hace unos ocho años y pasó al sector privado. Y ahora viene lo bueno: según el director de la agencia en Ciudad de México, Rivera ha sido detenido seis veces por la policía federal, pero nunca ha sido inculpado.

—¿De qué lo acusaron?

—Robo, soborno, chantaje, asesinato, secuestro… Y todo relacionado con la política nacional.

—Así que es un sicario.

—Un sicario con adiestramiento militar. Es una distinción que conviene tener presente. Nadie sabe exactamente para quién trabaja.

—¿Cómo se libró de todos los cargos?

—Lo de siempre: los testigos se retractaron o bien por cambio de opinión o bien por cambio de su estado corporal.

Sam soltó una risita.

—Ya lo pillo, Rube.

—El resto es bastante habitual: pruebas extraviadas, tecnicismos, etcétera.

—Se puede decir entonces que Rivera tiene a un pez gordo a su lado.

—Un pez gordo con una obsesión por las reliquias de buques naufragados. ¿Qué vais a hacer con la campana?

—Todavía no lo hemos decidido. La verdad es que no creo que les importe la campana en sí. Tanto si están buscando el Ophelia como si están buscando el barco del misterioso grabado, el sitio donde encontramos el objeto sigue siendo el mismo. Eso es lo que les preocupa… Bueno, eso y el hecho de que no estemos dispuestos a dejarlo correr.

—A lo mejor no se trata de algo que están buscando —aventuró Rube—, sino de algo que no quieren que nadie encuentre.

—Interesante —dijo Sam.

—Lo de la donación a la beneficencia… —continuó Rube—. Ese tipo os quería a ti, a Remi y a la campana juntos en un mismo sitio. ¿Por qué no aceptar una foto de la campana enviada por correo electrónico? Y si lo único que querían era encontrar el Ophelia, ¿por qué no contrataros? Todo el mundo sabe cómo trabajan los Fargo: un gran porcentaje del dinero del hallazgo va a parar a obras benéficas, y vosotros no os quedáis con nada. Sam, creo que lo que intentan es ocultar algo, no encontrarlo.