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Madagascar, océano índico

—África otra vez —murmuró Sam, deteniendo el Range Rover a un lado del camino de tierra. Apagó el motor y puso el freno de mano—. Tenía que ser África.

—Que la gente de la zona no te oiga decir eso —contestó Remi—. Estamos a casi quinientos kilómetros de la costa africana. Por lo que respecta a esta gente, Madagascar es un mundo en sí mismo.

Sam levantó las manos en señal de rendición. Sabía que ella tenía razón. Su maratoniana ruta San Diego - Atlanta - Johannesburgo - Antananarivo les había brindado tiempo de sobra para informarse sobre Madagascar.

Salieron del vehículo, se dirigieron a la parte trasera del Rover y empezaron a recoger su equipo.

Solo habían tardado unas horas en identificar el mapa oculto dentro del bastón de Blaylock, mientras Pete y Wendy registraban la extensa base de datos cartográficos que los Fargo habían adquirido con los años. Resultó que el mapa en cuestión solo era una parte de un mapa más grande trazado por un explorador francés llamado Moreau en 1873, unos veintitrés años después de la anexión de la isla a Francia. La palabra incompleta que aparecía en la esquina superior izquierda era en realidad Prunes —«ciruelas» en francés—, el nombre dado por un explorador a una serie de atolones situados a lo largo de la costa. A partir de ahí, a Pete y a Wendy no les había costado cotejar los nombres de los ríos y aislar la zona de la costa en cuestión.

Sin embargo, lo que seguía siendo un misterio era por qué Madagascar había sido tan importante para Blaylock. Era una pregunta a la que Sam y Remi esperaban encontrar respuesta mientras Selma, los Gemelos Maravilla y Julianne Severson, de la Biblioteca del Congreso, seguían examinando detenidamente y analizando el diario de Blaylock, sus cartas a Constance Ashworth y el recién bautizado Códice de Orizaga.

Por su parte, lo único que Sam y Remi tenían como guía, aparte de un mapa topográfico actual, era una copia plastificada del mapa de Moreau y una ampliación de la parte alrededor de la anotación miniaturizada —que coincidía con la letra de Blaylock— que Pete había descubierto escrita sobre una cueva en la línea de la costa. Acostumbrados como estaban a la predilección de Blaylock por los fragmentos de pensamiento, no les había sorprendido descubrir que la nota solo constaba de ocho palabras:

1442 tramos 315°

hasta la Boca del León

Madagascar, la cuarta isla más grande del mundo, era en muchos sentidos un mundo aparte. Por ejemplo, albergaba un cinco por ciento de las especies animales y vegetales del mundo. De esas especies, el ochenta por ciento no se encontraban en ninguna otra parte: lémures de toda clase y tamaño, cocodrilos que vivían en cuevas, plantas carnívoras y escarabajos que escupían, y ciempiés gigantes, treinta y dos especies de camaleones, doscientas dos especies de aves y una serie de baobabs que parecían salidos de la mente de un director de cine de ciencia ficción. Y debido a todo ello, ninguna serpiente venenosa endémica consideraba la isla su hogar.

La historia de Madagascar no era menos singular. Aunque la historia oficial de la isla comenzó en el siglo VII, cuando los bantúes utilizaron los campamentos en el extremo norte de Madagascar como factorías para los comerciantes árabes de paso, los hallazgos arqueológicos descubiertos en décadas recientes exigían una investigación más a fondo. Dichos hallazgos hacían pensar que los primeros colonizadores de Madagascar habían llegado de Sulawesi, en Indonesia, entre 200 y 500 d.C.

Durante los siguientes mil cien años, Madagascar se convirtió en el crisol de África, poblado en su mayoría por colonos portugueses, indios, árabes y somalíes, hasta que llegó la era de la Exploración y dieron comienzo los combates por África. Tanto las fuerzas coloniales europeas como los piratas se dirigieron a toda prisa a Madagascar, y por la isla pasaron una serie de dinastías dominantes hasta finales del siglo XVIII, cuando la familia Merina consiguió, con la ayuda de los británicos, hacerse con el control de la mayor parte de la isla en una hegemonía que tocó a su fin casi un siglo más tarde con la invasión de Francia en 1883 y lo que se dio a conocer como la guerra franco-malgache. En 1896 Francia se anexionó Madagascar, y la familia real Merina fue desterrada a Argelia.

Inspeccionaron su equipo y se colocaron las mochilas antes de detenerse a contemplar el paisaje. El trayecto en coche desde el aeropuerto de Antananarivo los había llevado al este por la Ruta 2, y habían continuado desde la sierra central que avanzaba de norte a sur por el espinazo de la isla hasta donde se encontraban, en las tierras bajas del litoral, una franja de selva tropical de un kilómetro y medio de ancho y terreno lleno de barrancos apuntalado por acantilados de cuatrocientos cincuenta metros de altura entremezclados con cascadas. A sus espaldas estaba el canal de los Pangalanes, una cadena de lagos naturales y artificiales y cuevas conectadas por canales de ocho kilómetros de longitud.

Era en esa parte de los Pangalanes donde esperaban encontrar el lugar que Blaylock había indicado con su críptica anotación. A partir de allí, sería cuestión de andar 1442 «tramos» (que esperaban que hiciera referencia a la longitud del bastón de Blaylock) con una marcación de la brújula de 315 grados y de buscar una «Boca del León» en la que pudieran saltar o que pudieran contemplar o lo que quiera que Blaylock tuviera en mente. El problema era que Moreau, el autor del mapa, no había asistido a clase de cartografía en la Escuela de Exploradores. Su sentido de la escala y la distancia era prácticamente nulo. La exploración de Sam y Remi tendría que basarse en el método de prueba y error.

—Nunca pareció fácil —dijo Remi—, pero mirando este sitio…

Su voz se fue apagando, y sacudió la cabeza con frustración.

Sam asintió.

—La tierra de la que el tiempo se olvidó.

Sam se situó en cabeza y salió del camino de tierra a lo que parecía un sendero de caza, que desaparecía a los cien metros, donde desenfundó su machete y empezó a abrirse paso a través de la maleza que le llegaba a la frente. A cada paso que daban, unas hojas dentadas les arañaban la piel descubierta y unos tallos con espinas les tiraban de la ropa, y a menudo tenían que hacer un alto para liberarse. Después de treinta minutos habían recorrido cuatrocientos metros cuando un amplio claro se abrió ante ellos. Remi tomó una lectura con su GPS, miró a su alrededor para orientarse y señaló con el dedo. Partieron de nuevo, Sam abriéndose paso a machetazos y Remi haciendo de guía. Los treinta minutos se convirtieron en una hora. El sudor perlaba su piel llena de pinchazos, y su ropa acabó tan empapada que parecía que hubieran salido de una piscina. Pese al sol abrasador, los dos tenían un poco de frío. Después de otros treinta minutos de travesía, Sam se paró súbitamente y levantó la mano para pedir silencio. Se volvió, miró a Remi y se dio unos golpecitos en la nariz. Ella asintió con la cabeza. Humo. Cerca de allí había una hoguera.

Entonces, en algún lugar a su izquierda, sonó un murmullo. Algo se estaba moviendo en la maleza. Permanecieron inmóviles, sin apenas respirar, tratando de determinar su posición. El ruido volvió a oírse, pero más lejos.

De repente sonó una voz de hombre:

—¿Están perdidos por casualidad?

Sam miró a Remi, quien se encogió de hombros.

—Yo no diría tanto «perdidos» como «explorando al azar» —contestó Sam.

La voz soltó una risita.

—Bueno, es un principio. Si les apetece un descanso, estoy preparando café.

—Claro, ¿por qué no? ¿Dónde…?

—Miren a su izquierda.

Hicieron lo que les dijo la voz. Un momento más tarde, la punta en llamas de una rama asomó de la maleza a unos diez metros.

—Si siguen recto otros diez o doce pasos, encontrarán un sendero de caza que los traerá directos aquí.

—Vamos para allá.

Cinco minutos más tarde, salieron del sendero a un claro rodeado de baobabs enanos. En el centro del claro, cercada por un par de troncos caídos a modo de asientos, crepitaba una pequeña hoguera. Un hombre de setenta y tantos años con cabello y perilla plateados les sonreía. Sus ojos eran de un verde pícaro.

—Bienvenidos. Siéntense.

Sam y Remi se quitaron las mochilas y se sentaron en el tronco situado enfrente del hombre. Se presentaron. El hombre asintió con la cabeza, sonrió y dijo:

—Todo el mundo me llama Niño.

Sam señaló con la cabeza el revólver que el hombre llevaba en la cadera.

—¿Por eso?

—Más o menos.

—¿Es un Webley?

—Buen ojo. Modelo Mark VI, calibre cuatrocientos cincuenta y cinco. De alrededor de mil novecientos quince.

—Dejad de hablar de pistolas —dijo Remi—. Agradecemos la invitación. Parece que lleváramos dos días ahí fuera.

—En Madagascar eso son unas dos horas.

Sam consultó su reloj.

—Tiene razón. —Sam se fijó en algo parecido a una pirámide de terrones de sesenta centímetros de altura situada a los pies del hombre—. ¿Puedo preguntarle…?

—Ah, esto. Son trufas de Madagascar. Las mejores del mundo.

—Nunca había oído hablar de ellas —contestó Remi.

—La mayoría de ellas se venden en Japón. A mil dólares el medio kilo.

—Pues parece que tiene varios miles de dólares al lado de las botas.

—Más o menos.

—¿Cómo las encuentra? —preguntó Remi.

—Por el olor, el lugar, los rastros de animal. Después de diez años, es más una sensación que otra cosa.

—¿Diez años? Espero que no haya estado aquí fuera todo el tiempo.

Niño se rió entre dientes.

—No. La temporada de trufas dura solo cinco semanas. Las otras cuarenta y siete semanas tengo una casita en la playa cerca de Andevoranto. Un poco de pesca, un poco de buceo, un poco de caminata, y muchas tardes contemplando la puesta de sol.

—Suena de maravilla.

—Lo es, señora. Lo que no es tan maravilloso es la bonita colección de arañazos que tienen ustedes.

Sam y Remi se miraron los rasguños de sus brazos y sus piernas. El hombre metió la mano en una vieja mochila de lona apoyada contra el tronco, hurgó en ella y sacó un frasco de cristal sin etiqueta que lanzó a Remi.

—Una receta local —dijo Niño—. Hace milagros. No pregunten de qué está hecho.

Sam y Remi se untaron los arañazos con el hediondo ungüento verdoso. El picor desapareció enseguida.

—Huele a orina de animal y…

Niño sonrió.

—Les dije que no preguntaran. —Les sirvió a cada uno una taza de café de la cafetera cubierta de hollín colocada en el borde de la lumbre—. Si no les importa la pregunta, ¿qué hacen aquí fuera, amigos?

—Estamos buscando un sitio que puede que exista o puede que no —respondió Sam.

—Ah, el canto de sirena de las tierras perdidas. Da la casualidad de que los lugares imaginarios son una de mis especialidades.

Sam metió la mano en el bolsillo lateral de su mochila, sacó el mapa de Moreau y se lo dio al hombre. Niño lo examinó durante unos segundos y se lo devolvió.

—Tengo una noticia buena y otra mala. Elijan.

—La mala —contestó Remi.

—Llegan con unos ochenta años de retraso. La zona de los Pangalanes fue engullida después del terremoto de mil novecientos treinta y dos.

—¿Y la buena?

—Ahora es terreno seco. Y probablemente yo pueda llevarlos a pocos metros del lugar que buscan.

Cuando terminaron el café, Niño echó tierra sobre el fuego con el pie y recogió sus cosas. A continuación los tres partieron, Niño a la cabeza, Remi en medio y Sam detrás. Niño se dirigió al nordeste sin necesidad de machete ni de brújula, siguiendo unos rastros que a primera vista no parecían más que claros en el follaje. Pese a su edad, se movía a un ritmo moderado y constante que reveló a Sam y a Remi que su guía había pasado más tiempo de su vida al aire libre que bajo techo.

Después de andar en amigable silencio durante cuarenta minutos, Niño dijo por encima del hombro:

—El sitio que están buscando… ¿qué tiene de especial?

Remi se volvió y miró atrás a Sam con una expresión inquisitiva en el rostro. Sam pensó un instante y contestó:

—Me parece usted un hombre honrado, Niño. ¿Me equivoco?

Niño dejó de andar y se dio la vuelta. Sonrió.

—No se equivoca. En mi vida he guardado más secretos que pasos he dado.

Sam le sostuvo la mirada unos instantes y acto seguido asintió con la cabeza.

—Siga adelante. Vamos a contarle una historia.

Niño se dio la vuelta y echó de nuevo a andar.

—¿Ha oído hablar del barco de los Estados Confederados Shenandoah?

Al cabo de una hora más la maleza empezó a volverse menos espesa, y no tardaron en encontrarse rodeados de la sabana salpicada de grupos de baobabs. A un kilómetro y medio a la izquierda, la pradera dio paso de nuevo a la selva tropical que se elevó hasta juntarse con el acantilado, mientras a la derecha podían ver el canal de los Pangalanes; más allá, el azul del océano Indico.

Se detuvieron e hicieron un descanso para beber agua. Después de tomar un trago de su cantimplora, Niño dijo:

—Ese tal Blaylock… parece todo un personaje. Remi asintió con la cabeza.

—El problema es que todavía no sabemos qué parte de la historia es verdad y qué parte es una fantasía fruto de la malaria y de la melancolía.

—Eso es lo bueno y lo malo de la aventura —respondió Niño—. Por lo que a mí respecta, nunca habría que desaprovechar la oportunidad de tomar el camino menos transitado.

Sam sonrió y alzó su cantimplora.

—Brindo por eso.

Entrechocaron sus cantimploras.

—¿Por qué no se toman un descanso? Voy a reconocer el terreno. Creo que estamos cerca, pero tengo que inspeccionar la zona.

Niño dejó su mochila y se alejó entre la hierba que le llegaba a las rodillas. Sam y Remi se dejaron caer pesadamente en el suelo y escucharon cómo las olas rompían en la playa. Un enjambre de mariposas multicolores pasó por encima de la hierba, sobrevoló sus cabezas por unos instantes y siguió adelante. En un baobab cercano había un lémur de cola anillada colgado boca abajo que los miraba fijamente. A los dos minutos, trepó lentamente al árbol y desapareció.

Niño volvió a aparecer detrás de ellos sin hacer el más mínimo ruido.

—¡Eureka! —fue lo único que dijo.

El lugar en cuestión estaba a cinco minutos andando. Cuando llegaron a lo alto de un pequeño montículo con una pronunciada ladera, Niño extendió las manos.

—¿Aquí? —preguntó Sam.

—Aquí. Después del terremoto, la cueva se cerró y el agua se evaporó, dejando solo la parte superior de la isla descubierta. Ochenta años de sedimentos marinos y de tormentas rellenaron la depresión.

Sam y Remi miraron a su alrededor. Por suerte, el montículo no medía más de cuarenta metros cuadrados.

—Podemos buscar el centro y empezar a andar —dijo Remi.

—¿Cuántos tramos indicó Blaylock? —preguntó Niño.

—Mil cuatrocientos cuarenta y dos. Poco menos de tres kilómetros.

Niño miró al cielo.

—En tiempo de Madagascar, eso son tres o cuatro horas, la mayor parte de ellas en la selva tropical. Les recomiendo que busquen un lugar para pasar la noche.