5
Zanzíbar
Durante la hora siguiente estuvieron sentados en la cubierta de popa, bebiendo agua helada, disfrutando del suave balanceo del barco y escuchando cómo las olas lamían el casco. En los treinta minutos posteriores a la partida de la lancha, la embarcación apareció dos veces más, a un kilómetro y medio de distancia, navegando primero de norte a sur y luego de sur a norte. Desde entonces no se la había vuelto a ver.
—No puedo evitarlo, pero me preocupa que la campana se haya caído por el borde —dijo Remi—. Me lo estoy imaginando.
—Yo también, pero prefiero arriesgarme a eso a que vuelvan cuando estemos sacándola. Esperemos veinte minutos más. En el peor de los casos, probablemente todavía podamos alcanzarla.
—Sí, pero a cincuenta metros de profundidad las cosas empiezan a ser peligrosas. Recuperarla supondría un riesgo.
Pese al enorme tamaño de la campana, después de rebotar por una pendiente de cincuenta metros podría acabar prácticamente en cualquier parte, como la canica de un niño que se pierde en el comedor pero acaba debajo del frigorífico de la cocina.
—Y cuando la encontremos, subirla a la superficie no será fácil. Necesitaremos un mejor equipo de buceo, compresor, bolsas de transporte, cabrestante…
Sam asentía con la cabeza. No habría ninguna posibilidad de ocultar ese nivel de actividad a curiosos o fisgones. Simplemente alquilar el equipo en Stone Town —incluso de forma anónima— dispararía los rumores. Al final del día habría espectadores en la costa y en embarcaciones cerca del litoral, incluida, tal vez, la lancha Yulin y su misterioso pasajero.
—Esperemos que no sea necesario —dijo.
Llevaron el barco a diez metros del lugar de la campana. Sam saltó por el costado y clavó el ancla detrás de un afloramiento rocoso, y luego, de nuevo a bordo, desenroscaron los treinta metros de sólida amarra trenzada con dos centímetros de grosor que habían comprado en Stone Town. Pasaron la amarra por la portilla y por las abrazaderas de la borda situadas en la parte trasera de estribor, y luego fijaron bien el lazo en el centro con un eslabón de rosca. Lo que quedaba del rollo lo lanzaron por la popa. Dos minutos más tarde estaban equipados con los snorkéls y las aletas en la superficie del agua, arrastrando la cuerda detrás de ellos.
Para sorpresa de los dos, encontraron la campana donde la habían dejado, posada en el borde del precipicio, pero enseguida descubrieron que la situación era más precaria de lo que habían anticipado. La arena situada bajo la boca de la campana se estaba erosionando ante sus ojos, y la corriente arrancaba puñados de arena y pedazos de roca.
Remi introdujo la punta de la amarra por el eslabón de su cinturón de buceo y acto seguido se la pasó a Sam, que hizo otro tanto y luego sujetó el eslabón con rosca de la amarra entre los dientes.
Subieron a la superficie moviendo las aletas, llenaron los pulmones media docena de veces y volvieron a zambullirse.
Sam hizo señas a Remi: «Fotografías». Si ocurría lo peor y perdían la campana, las fotografías por lo menos les permitirían identificar la pieza. Mientras Remi empezaba a disparar fotos, Sam se adelantó hasta que pudo ver por encima del borde. La pendiente no era totalmente vertical, sino más bien de sesenta o sesenta y cinco grados; aunque tampoco importaba mucho. Como Remi había calculado, el peso de la campana sobrepasaba el de la campana del Speaker en diez o quince kilos. Si la campana caía finalmente por el borde, el ángulo de la pendiente solo reduciría un poco la velocidad de su descenso.
Y entonces, en el momento justo, la arena de debajo de la campana cedió. La corona se inclinó hacia arriba, se quedó suspendida por una fracción de segundo y acto seguido la campana empezó a deslizarse por la pendiente con la boca por delante.
Llevado por un impulso del que inmediatamente se arrepintió, Sam flexionó las piernas, dio una brusca patada de delfín y siguió la campana por encima del borde del precipicio. Oyó fugazmente el grito amortiguado de Remi, que chilló «¡Sam!», pero a continuación el sonido desapareció, sustituido por la corriente. La arena le acribilló el cuerpo como si fueran mil picaduras de abeja. Mientras caía de cabeza, alargó los brazos en la que esperaba fuera la dirección del banco. Los dedos extendidos de su mano derecha golpearon algo con fuerza, y sintió un intenso dolor que le recorrió el dedo meñique. Haciendo caso omiso del dolor, notó que la campana tomaba velocidad, pues el efecto excavador de la boca perdió contra la física del impulso. Todo comenzó a darle vueltas cuando sus pulmones empezaron a consumir las últimas moléculas de oxígeno. El corazón le martilleaba en la cabeza como si fueran cañonazos.
Operando únicamente con el tacto, deslizó la mano por la cintura de la campana y luego por encima de la cabeza. Sus dedos encontraron la abertura de la corona. Se llevó la mano izquierda a la boca, cogió el eslabón y lo introdujo por la corona. Lo enrolló alrededor de la cuerda y, usando el pulgar, cerró la rosca.
La campana se detuvo de una sacudida. La amarra emitió un ruido apagado. A Sam se le escapó la cuerda de las manos y empezó a deslizarse hacia abajo, dando manotadas a la superficie de la campana y arañando con los dedos en busca de asidero. No había nada. Entonces, de repente, un surco se deslizó bajo la palma de su mano. Notó otra punzada de dolor en el meñique. El friso, pensó. Cerró las puntas de los dedos que habían caído sobre el friso justo por encima de la boca de la campana. Alargó la otra mano, agarró el friso y se impulsó hacia arriba, aleteando con ambas piernas contra la succión de la corriente hasta que apareció la amarra, una trenza de un blanco inmaculado en el torbellino de arena. La agarró. Notó que unos dedos le tocaban el dorso de la mano. Una cara apareció en la oscuridad: Remi. La veía brillante y oscurecida en los bordes. Remi bajó por la amarra, alargó el brazo, le agarró la muñeca derecha y tiró.
Instintivamente, Sam se aferró a la cuerda y empezó a subir.
Diez minutos más tarde estaba sentado en la silla de la cubierta, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás bajo el sol. Después de permanecer así dos minutos, volvió a levantar la cabeza, y cuando abrió los ojos vio a Remi sentada en la borda mirándolo. Ella se inclinó hacia delante y le dio una botella de agua.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó suavemente.
—Sí. Mucho mejor. Pero me he hecho daño en el dedo. Me escuece.
Ella se lo sostuvo para inspeccionarlo; el dedo estaba recto pero hinchado. Él lo flexionó e hizo una mueca.
—No está roto. Nada que no cure un poco de esparadrapo.
—¿No te has hecho nada más? Sam negó con la cabeza.
—Bien, me alegro —dijo Remi—. Sam Fargo, eres tonto.
—¿Cómo?
—¿En qué estabas pensando, yendo detrás de esa cosa?
—Reaccioné de forma instintiva. Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo ya era demasiado tarde, Remi. De perdidos, al…
—Fondo del mar —replicó ella sacudiendo la cabeza con el ceño fruncido—. Te lo juro, Fargo…
—Lo siento —dijo Sam—. Y gracias por venir a por mí.
—Tonto —repitió Remi, y acto seguido se levantó, se acercó y le dio un beso en la mejilla—. Pero eres mi tonto. Y no hace falta que me des las gracias… Aunque es agradable de todas formas.
—Dime que todavía la tenemos —dijo Sam, mirando a su alrededor—. ¿Todavía la tenemos?
Aún estaba un poco aturdido. Remi señaló la popa, donde la amarra, tensa como una cuerda de piano, formaba un arco y se introducía en el agua.
—Mientras tú estabas echando una siestecita, yo la arrastré por la pendiente. Debería estar apoyada a un metro y medio del borde.
—Bien hecho.
—No te emociones. Todavía tenemos que levantarla. Sam sonrió.
—No tengo miedo, Remi. La física es nuestra aliada.
Sin embargo, antes de que pudieran poner en práctica la idea de Sam, tenían que utilizar la fuerza bruta. Con el meñique herido y envuelto en cinta aislante, Sam estaba de pie en la popa tensando la amarra mientras Remi daba marcha atrás al barco y seguía las señas que él le hacía con la mano hasta que se situaron justo encima de la campana. Sam desenrolló la amarra de las abrazaderas, tensó la cuerda que quedaba, hizo un lazo y volvió a cerrar el eslabón.
—Avante despacio. Con calma.
—Eso está hecho.
Remi empujaba el acelerador medio centímetro cada vez. Inclinado sobre la popa, con las gafas de buceo en el agua, Sam observaba él progreso de la campana a medida que se arrastraba a través de la arena. Cuando estuvo a seis metros del precipicio, gritó:
—Para.
Remi redujo la velocidad.
Sam se colocó las gafas y se zambulló para examinar su premio. Un minuto más tarde volvió a salir a la superficie.
—Pinta bien. No tiene muchas lapas, lo que significa que probablemente lleva incrustada en ese banco bastante tiempo.
Remi extendió la mano y ayudó a Sam a subir a bordo.
—¿Daños? —preguntó.
—Ninguno que yo haya visto. Es gruesa, Remi; probablemente se acerca a los treinta y cinco kilos. Ella lanzó un silbido tenue.
—Qué grande. Según la medida normal, eso quiere decir que el barco tenía… ¿cuánto, un desplazamiento de mil toneladas?
—Entre eso y mil doscientos. Mucho más grande que el Speaker. La proximidad de la moneda y de la campana es pura coincidencia.
Una vez que la campana no corrió peligro de caer en el canal, la desengancharon y viraron cien metros al norte, luego atravesaron con cuidado la ensenada del tobillo de la isla y aparecieron en la laguna del tacón de aguja.
Con tan solo ochocientos metros de anchura y de longitud, la laguna era en realidad un manglar. Un par de docenas de «islas flotantes» sobresalían del agua: sombreretes de tierra situados sobre el soporte de raíces de mangle descubiertas y nudosas. El tamaño de las islas oscilaba entre el de un cuartucho y el de un garaje doble, todas estaban cubiertas de espesos hierbajos, y la mayoría de ellas servían de soporte a bosques en miniatura de matorrales y arbustos. En el extremo sur del pantano había una playa estrecha, y más allá un bosquecillo de cocoteros. Había un silencio inquietante, y el aire estaba completamente inmóvil.
—Esto no es algo que se vea todos los días —murmuró Remi.
—¿Algún rastro del Sombrerero Loco o de Alicia?
—No, toquemos madera.
—Sigamos adelante. El tiempo vuela.
Se abrieron paso entre las islas flotantes, echaron el ancla junto a la playa y llegaron a tierra vadeando.
—¿Cuántos vamos a necesitar? —preguntó Remi.
Se recogió hábilmente su cabello castaño rojizo de la nuca con una mano, enrolló una goma elástica alrededor y se hizo un moño impecable.
Sam sonrió.
—Parece magia. ¿Cómo lo haces?
—Somos una especie maravillosa —convino Remi sonriendo, y se escurrió el agua de los faldones—. Bueno, ¿cuántos?
—Seis. No, cinco.
—¿Seguro que no podemos coger lo que necesitamos en Stone Town y volver aquí sin llamar la atención?
—¿Quieres arriesgarte? Algo me dice que el capitán de la lancha estaría encantado de detenernos. Si cree que le hemos mentido…
—Es verdad. Muy bien, Gilligan, vamos a construir tu balsa.
No tuvieron problemas para encontrar numerosos árboles caídos, pero sí para encontrar unos de un tamaño manejable. Sam identificó cinco candidatos, todos de unos dos metros y medio de largo y del grosor de un poste telefónico. Él y Remi arrastraron cada tronco hasta la playa, donde los colocaron en una hilera.
Sam se puso manos a la obra. La construcción era bastante simple, explicó. Cogió un trozo de madera de deriva que había cerca y dibujó el plano en la arena:
—No es precisamente el Queen Mary —comentó Remi sonriendo.
—Para eso necesitaría como mínimo cuatro troncos más —contestó Sam.
—¿Por qué sobresalen las puntas?
—Por dos motivos: estabilidad y efecto de palanca.
—¿Para qué?
—Ya lo verás. Ahora mismo necesito cuerda: varias docenas de trozos de un metro ochenta. Remi saludó. —A sus órdenes.
Después de una hora de trabajo, Sam se enderezó y se quedó mirando su creación. Sus ojos entornados indicaron a Remi que su marido estaba haciendo ecuaciones mentalmente. Después de permanecer un minuto de ese modo, Sam asintió con la cabeza.
—Está bien. Debería flotar lo suficiente —proclamó—. Con el veinte por ciento más o menos de reserva.
Con la balsa a remolque, volvieron a atravesar la ensenada hacia la parte oeste de la isla y se dirigieron al sur a lo largo de la costa hasta situarse otra vez sobre el lugar en el que reposaba la campana. Utilizando el arpón, Sam movió la balsa hacia la parte del barco más próxima a tierra y la fijó a las abrazaderas.
—Mi instinto me dice que vamos a recibir otra visita —dijo Sam, sentado en una silla en la cubierta.
Remi se sentó junto a él, y bebieron agua y contemplaron el agua el uno al lado del otro hasta que, treinta minutos más tarde, la lancha Yulin apareció al norte, a unos ochocientos metros de distancia.
—Buena corazonada —dijo Remi.
La embarcación redujo el avance a velocidad normal, y desde la cubierta de popa del barco Sam y Remi vieron una figura de uniforme blanco en la cubierta de popa de la lancha. El sol lanzaba destellos en las lentes de unos prismáticos.
—Sonríe y saluda con la mano —dijo Sam.
Los dos hicieron lo que Sam había indicado hasta que la figura bajó los prismáticos y desapareció dentro de la cabina. La lancha viró y comenzó a dirigirse hacia el norte. Sam y Remi esperaron hasta que desapareció a la vuelta del recodo de la isla y se pusieron otra vez manos a la obra.
Con el ancla preparada en una mano, Sam se puso las aletas y las gafas con el tubo de buceo y se tiró por el costado del barco. Después de pelearse un poco con la balsa, la centró sobre la campana. Anudó el cabo de la amarra al lado opuesto de la balsa, se zambulló en diagonal hasta que la cuerda estuvo tensa y luego clavó la oreja del ancla en la arena.
De nuevo en la superficie del agua, cogió la cuerda que Remi le lanzó, la pasó por el tronco central de la balsa, se zambulló y sujetó el eslabón a la corona de la campana. Un minuto más tarde estaba de nuevo en la cubierta de popa, donde fijó la cuerda de Remi a las dos abrazaderas.
Evaluó la estructura con los brazos en jarras.
Remi le dedicó una sonrisa torcida.
—Estás muy satisfecho de ti mismo, ¿verdad?
—Sí.
—No es para menos, mi intrépido ingeniero.
Sam dio una palmada.
—Vamos allá.
Mientras Remi se encontraba al timón, Sam gritó:
—Avante poca.
—Avante poca —repitió ella.
El agua de debajo de la popa se llenó de espuma, y el barco avanzó con cuidado treinta centímetros y luego sesenta. La cuerda sujeta a las abrazaderas empezó a salir del agua. Con un chapoteo amortiguado, la cuerda cinchó el tronco transversal de la balsa y tiró hacia abajo.
—Pinta bien —gritó Sam—. Sigue.
La balsa empezó a moverse, recorriendo la distancia hasta la popa.
—Vamos —murmuró Sam—. Vamos…
En el lado opuesto de la balsa, la amarra temblaba de la tensión al tiempo que anulaba la resistencia del barco sobre la balsa. Sam se puso las gafas, se inclinó por encima del costado y metió la cabeza en el agua. Seis metros más abajo, la campana se hallaba suspendida a escasos centímetros del fondo.
—¿Cómo vamos? —gritó Remi.
—De maravilla. Sigue.
Levantaron la campana a intervalos de treinta centímetros hasta que por fin la corona asomó por la superficie del agua y golpeó el tronco transversal.
—¡Reduce a marcha en vacío! —ordenó Sam—. Lo justo para mantener la posición.
—¡Marcha en vacío! —contestó Remi.
Sam cogió el trozo de cuerda de un metro ochenta de la cubierta y se sumergió por el costado. Llegó a la balsa con tres brazadas. Y haciendo cinco lazadas a través de la corona de la campana y un nudo de bolina sobre el tronco transversal, la campana quedó bien sujeta. Sam levantó las manos triunfalmente, como un vaquero que acabara de coger con lazo a un becerro.
—¡Ya está! —gritó.
Los motores del barco renquearon y se quedaron en silencio. Remi salió a la cubierta de popa, sonrió y devolvió a su marido el gesto de aprobación con el pulgar.
—Enhorabuena, Fargo —gritó—. Y ahora ¿qué?
La sonrisa de Sam se desvaneció poco a poco.
—No estoy seguro. Todavía lo estoy pensando.
—No sé por qué, pero me imaginaba que dirías eso.