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Biblioteca del Congreso, Washington, D. C.

La primera pista sobre la vida de Winston Blaylock antes de su llegada a África se la proporcionó una vieja amiga de Selma, Julianne Severson, que se había encargado de la División de Colecciones Especiales de la Biblioteca del Congreso después de la partida de Selma.

Severson se reunió con Sam y Remi en la entrada reservada para investigadores del edificio Jefferson, en la calle Segunda. Los otros dos edificios que formaban el campus de la biblioteca, el Adams y el Madison, se encontraban a una manzana al este y al sur respectivamente.

Después de estrecharse la mano, Severson dijo:

—Es un placer recibirlos, señor y señora Fargo.

—Sam y Remi —dijo Remi.

—Estupendo. Yo soy Julianne. Os sigo desde hace mucho tiempo. Probablemente no lo sepáis, pero vuestras aventuras despiertan mucho interés por la historia, sobre todo entre los niños.

—Gracias, Julianne —contestó Sam.

Les dio un par de tarjetas plastificadas sujetas a un cordón para el cuello.

—Tarjetas identificativas de lector —les explicó encogiéndose de hombros y sonriendo—. Forma parte del Programa de Seguridad de Colecciones. Desde el Once de Septiembre, los protocolos son mucho más estrictos.

—Lo entendemos.

—Si sois tan amables de seguirme… —Echaron a andar—. Os atenderé personalmente mientras estéis aquí…

—Es muy amable por tu parte —dijo Remi—, pero no queremos robarte tiempo.

—Tonterías. La biblioteca funciona muy bien sola; mi ayudante se ocupará de todo lo que surja. —Severson subió por una escalera de mármol, y Sam y Remi la siguieron—. ¿Qué sabéis de la biblioteca?

—La hemos visitado varias veces, pero aunque no te lo creas nunca como investigadores —contestó Remi.

Sam y Remi sabían que la visita era una experiencia asombrosa. La Biblioteca del Congreso, la institución federal más antigua del país, fue fundada en 1800 y emplazada en el edificio del Capitolio hasta 1814, cuando las tropas británicas incendiaron el edificio y destruyeron la colección central de la biblioteca compuesta por tres mil volúmenes. Un año más tarde, el Congreso votó por el restablecimiento de la Biblioteca y compró la biblioteca personal de Thomas Jefferson con unos seis mil libros.

La colección de la biblioteca ha aumentado considerablemente desde entonces: 33 000 0000 de libros y materiales impresos, 3 000 000 de grabaciones, 12 500 000 de fotografías, 5 300 000 de mapas, 6 000 000 de hojas de partitura y 63 000 000 de manuscritos —que representan un total de casi 500 idiomas—, unos 145 000 000 de objetos distintos en 1200 kilómetros de estanterías.

—Parece más una catedral que una biblioteca —dijo Remi—. La arquitectura es…

—¿Impresionante? —apuntó Severson.

—Exacto. Los suelos y las columnas de mármol, los arcos, los techos abovedados, las obras de arte.

Severson sonrió.

—Creo que Selma se refirió una vez a este sitio como «parte catedral, parte museo, parte galería, con una pizca de biblioteca». En mil ochocientos quince la majestuosidad debía de ser lo más importante en la mente colectiva del Congreso. Después de que los británicos lo saquearan todo, me imagino que en la reconstrucción pensaron: «Vamos a enseñarles lo que es bueno».

—Más grande, mejor y más ostentoso. Una burla arquitectónica, por así decirlo —comentó Remi.

Severson rió.

—¿Vamos a la sala de lectura principal, Julianne? —preguntó Sam.

—No, vamos al segundo piso: Libros Raros y Colecciones Especiales. En la sala principal hay una visita de colegios de enseñanza primaria de la zona. Hoy va a haber mucho ajetreo allí dentro.

Llegaron a una puerta con el número 239 y entraron.

—Si queréis sentaros a la mesa, yo me pondré al ordenador. Aunque con los años nuestro catálogo se ha habilitado para los usuarios, será más fácil si yo hago el trabajo.

»Bueno, Selma me ha mandado algunos documentos y me ha puesto un poco en antecedentes: Winston Lloyd Blaylock, esposa llamada Ophelia, afincado según se cree en Estados Unidos antes de marzo de mil ochocientos setenta y dos. ¿Algo más?

—Tenemos una descripción física aproximada —dijo Remi.

—Todo sirve.

—Un metro noventa y cinco de estatura y probablemente unos ciento quince kilos de peso.

—Además llevaba un rifle Henry de calibre cuarenta y cuatro —añadió Sam—. Tengo entendido que no era un arma muy común.

—Desde luego no tan común como el Winchester, el Remington o el Springfield. El rifle Henry no fue el arma de dotación oficial durante la guerra de Secesión, pero muchos soldados de la Unión los compraron con su propio dinero. Sin embargo, el gobierno se los daba a los exploradores, a los grupos de ataque y a las unidades de las Fuerzas Especiales. Los soldados confederados odiaban el Henry. Tenía capacidad para dieciséis cartuchos, y un soldado adiestrado podía disparar veintiocho por minuto. En aquel entonces era lo más parecido a una ametralladora de mano que se podía conseguir. ¿Sabemos si Blaylock era experto en su uso?

—Según nuestra fuente, era un tirador de primera.

Severson asintió con la cabeza. Empezó a teclear, y durante los siguientes cinco minutos lo único que se oyó en la sala fue el ruido de las teclas y los «Fascinante» o «Interesante» murmurados por Severson. Al final alzó la vista.

—Tengo un historial de servicio, una copia en microficha de los Archivos Nacionales. En realidad, son dos fuentes: el HSMC, o Historial de Servicio Militar Compilado; y las publicaciones M594 y M861, que son el Servicio de Unidades Militares en Organizaciones Sindicales Voluntarias tanto de la Unión como de los Estados Confederados.

—¿Alguna referencia a Blaylock?

—En realidad, tengo cincuenta y nueve entradas. Como Blaylock llevaba un rifle Henry, empecemos por la lista de la Unión. —Severson comenzó a teclear otra vez—. El problema es que en muchas de las entradas aparece solo el nombre, la inicial intermedia y el apellido. Tengo varios W. Blaylock y dos W. L. Blayclock. El primero tiene un archivo adjunto, un historial médico. ¿Resultó herido vuestro Blaylock?

—No que nosotros sepamos.

Severson dio unos golpecitos en la pantalla sonriendo, visiblemente emocionada con lo que había encontrado.

—Pierna derecha amputada en un hospital de campaña durante la batalla de Antietam. Supongo que eso lo descarta, ¿no? Perdón, ha sonado un poco morboso, ¿verdad?

—Tranquila —dijo Sam—. Tú y Selma sentís la misma pasión por la investigación. Estamos acostumbrados.

—Bueno, aquí está la otra entrada. Ésta es interesante. Este Blaylock fue destacado del Ejército de la Unión en septiembre de mil ochocientos sesenta y tres, pero no se detalla el motivo. No fue trasladado ni herido. Simplemente destacado.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Remi.

—No estoy segura. A ver si puedo encontrar algo más que un resumen sobre él.

Quince minutos más tarde Severson volvió a alzar la vista de su ordenador.

—¡Ya lo tengo! Un historial de servicio completo. Este podría ser vuestro hombre: William Lynd Blaylock.

—Se parece —dijo Sam—. Se parece claramente.

—Su descripción física también se parece: un metro noventa y cinco de estatura y noventa y cinco kilos de peso.

—No debe de ser difícil engordar quince o veinte kilos después de dejar el ejército —comentó Remi.

Severson estaba frunciendo el entrecejo.

—Faltan algunas partes del historial. Hay datos antiguos de su instrucción y de las misiones de su unidad, ascensos, campañas en las que participó, evaluaciones… Pero después de mil ochocientos sesenta y dos, sus misiones constan como «servicio complementario».

—Suena muy a lo James Bond —dijo Remi.

—No vas descaminada —contestó Severson—. En los historiales de la guerra de Secesión, la expresión «servicio complementario» normalmente se asocia a unidades de guerrilla: lo que actualmente llamaríamos Fuerzas Especiales.

—Como los Rangers de Loudoun, los Raiders de Quantrill, los Jayhawkers de Kansas…

Severson asintió con la cabeza.

—Exacto. Si sumamos eso a que Blaylock fue destacado misteriosamente del Ejército de la Unión en mil ochocientos sesenta y tres, creo que estáis buscando a un soldado que se convirtió en espía.

La tarde transcurrió mientras Severson trabajaba ante su ordenador tecleando, tomando notas y compartiendo de vez en cuando sus progresos con Sam y Remi. A las cuatro de la tarde, Severson paró y consultó su reloj.

—Madre mía, el tiempo pasa volando. Casi es la hora de cerrar. No tenéis por qué quedaros. ¿Por qué no volvéis a vuestro hotel y cenáis? Os llamaré si encuentro algo. Perdón, cuando encuentre algo.

—Por favor, Julianne, vete a casa —dijo Remi—. Seguro que tienes otros planes.

—No. Mi compañera de habitación dará de comer a mi gato, y yo cenaré aquí.

—No podemos… —dijo Sam.

—¿Estás de broma? Para mí esto es como ir a Disney World.

—Eso me suena —dijo Remi sonriendo—. ¿Seguro que tú y Selma no sois familia?

—Somos miembros de una sociedad secreta: los Bibliotecarios Armados —respondió Severson—. Marchaos y dejadme hacer mi trabajo. Estaremos en contacto.

Como hacían cada vez que se alojaban o pasaban por Washington, Sam y Remi habían reservado la suite Robert Mills del hotel Monaco. Veinte minutos después de salir de la Biblioteca del Congreso, su taxi redujo la marcha delante del Monaco y sus escalones cubiertos por un toldo rojo. El portero abrió la puerta un instante después de que el coche parara. Sam y Remi salieron.

El Monaco, antiguo edificio de la Oficina General de Correos de Estados Unidos y en la actualidad un lugar de interés histórico nacional reconocido, está situado en un barrio de Washington del siglo XIX conocido como Penn Quarter, a un paseo de la Explanada Nacional, del Museo de Arte Estadounidense Smithsonian, del edificio J. Edgar Hoover, del edificio conmemorativo a la Marina de Estados Unidos, y de suficientes restaurantes de cinco estrellas para tener a un glotón extasiado durante años.

—Bienvenidos, señor y señora Fargo —dijo el portero. Se dirigió a la parte de atrás del taxi y cogió su equipaje del maletero—. Haré que les suban sus cosas inmediatamente. Si son tan amables de pasar, creo que el conserje les está esperando.

Diez minutos más tarde estaban en su suite. Cansados aún de la odisea africana, echaron una siesta de una hora, se ducharon, se vistieron para cenar y bajaron a la calle. Accedieron al restaurante del Monaco, la brasserie Poste Moderne, situada a la vuelta de la esquina en la calle Octava, a través de un portal situado en el edificio.

Después de echar un vistazo a la carta de vinos blancos y al menú, se decidieron por una botella de muscadet Domaine de la Quilla de 2007 —un vino enérgico y vivificante del valle del Loira—, ensalada de rúcula con albahaca, menta y parmesano, y mejillones al vapor con vino blanco, azafrán, mostaza y ajo confitado. Al igual que la estancia en el Monaco, la elección de la cena era una especie de tradición para la pareja.

Remi bebió un sorbo de vino. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.

—Tengo algo que confesarte, Sam. Me gustan las aventuras como a la que más, pero la buena comida y una cama caliente con sábanas limpias tienen sus ventajas.

—No te lo voy discutir.

El iPhone de Remi sonó. Miró la pantalla y lo apartó.

—Selma. Ha encontrado otro símbolo azteca en el diario de Blaylock.

Antes de partir a Washington, le habían pedido que centrara su investigación en la búsqueda de algo que se pareciera remotamente al glifo Miquiztli. Como referencia, Remi le había descargado de Internet una imagen en alta resolución del calendario azteca de veinticuatro toneladas, la Piedra del Sol, expuesta en el Museo Nacional de Antropología de Ciudad de México.

—Eso quiere decir que hasta ahora hay cuatro símbolos —dijo Remi.

—¿Algún dibujo distinguible? ¿Alguna anotación junto a los símbolos?

—Ninguna. Dice que están aislados.

—Vas a tener que darme un curso de introducción al mundo azteca.

—Veré lo que puedo hacer. Hay pocos pueblos antiguos con una historia y una cultura más complejas. Incluso después de un semestre entero de estudio, tenía la sensación de que apenas había rascado la superficie. Cada símbolo tiene múltiples significados, y cada dios, múltiples identidades. Tampoco ayuda que la mayoría de las crónicas sean parciales con los españoles.

—Los vencedores escriben la historia —dijo Sam.

—Triste pero cierto.

Sam bebió un sorbo de vino.

—Parece casi seguro que Rivera y para quienquiera que trabaje comparten su obsesión con Blaylock, aunque separados por ciento cuarenta años. Pero no me preguntes cómo. El elemento mexicano puede ser una casualidad. ¿O los árboles no nos dejan ver el bosque?

—No lo creo, Sam. Es el único denominador común que relaciona a Blaylock, el barco, la campana y Rivera. La pregunta es: ¿qué pintan los dos del medio?

El camarero apareció con sus ensaladas.

—Todavía no sabemos cómo se interesó Rivera por el Shenandoah. Demonios, ni siquiera sabemos si es el Shenandoah. Aparte del Ophelia, que es invención de Blaylock, el barco tuvo otros dos nombres: el Sea King y El Majidi. No solo tenemos que responder al qué, sino también al cuándo.

—¿Y si se tropezaron con algo relacionado con Blaylock: otro diario o unas cartas, por ejemplo? Peor aún, ¿y si Selma tiene razón y el brote de malaria que sufrió Blaylock lo volvió loco, y los garabatos de su diario son pura fantasía?

—En otras palabras —dijo Sam—, todos podríamos estar buscando inútilmente.

Después de cenar compartieron una porción de pudín de fresa y ruibarbo y terminaron con dos tazas de café etíope descafeinado. Volvieron a su habitación poco antes de las nueve. La luz de los mensajes parpadeaba en el teléfono.

—Sabía que me olvidaba de algo —dijo Remi—: no le he dado a Julianne nuestros números de móvil.

Sam activó el buzón de voz del teléfono del hotel y encendió el altavoz.

—Sam, Remi, soy Julianne. Son las ocho y media más o menos. Voy a seguir trabajando desde casa, pero mañana volveré a la biblioteca a las seis de la mañana. Pasaos a eso de las ocho. Creo que he encontrado algo.