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Madagascar, océano índico

Remi se disponía a abrir la boca para contestar cuando el estallido de un disparo resonó por la cueva. A su izquierda oyeron algo que golpeó contra una estalagmita. Apagaron las linternas y se tiraron al suelo. Totalmente inmóviles, sin apenas respirar, esperaron a que sonaran más disparos. No hubo ninguno. En la boca del túnel de la derecha, la bengala chisporroteaba, prácticamente consumida. La luz roja parpadeaba en la pared.

—¿Ves algo? —susurró Remi.

—Creo que ha venido de fuera. Espera aquí. Vuelvo enseguida.

Sam se levantó. Corrió encorvado hacia una columna mineral, se detuvo a mirar y a escuchar, y a continuación siguió avanzando, serpenteando de escondite en escondite hasta pegarse contra la pared contigua a la entrada. Sacó el revólver y se agachó en la entrada.

¡Pam!

Una bala alcanzó el suelo junto a él y rebotó en la caverna. Sam se metió en la gruta a toda prisa y torció a la izquierda hasta que llegó al lugar por donde habían entrado. Se tumbó boca abajo y se arrastró entre un par de cantos rodados hasta que su cabeza se deslizó por debajo de la cascada. Entornando los ojos contra el torrente de agua, miró al frente hasta que vio la laguna.

Seis hombres, todos armados con fusiles de asalto, estaban en la playa. Iban vestidos con téjanos raídos, camisetas de manga corta andrajosas y botas militares. Todos sin excepción llevaban un pañuelo blanco con las esquinas teñidas de rojo atado al antebrazo. Dos de ellos se hallaban arrodillados junto a las mochilas de Sam y Remi, clasificando el contenido en dos montones. Sam escudriñó la zona de la laguna y los árboles de alrededor, pero no vio rastro de Niño.

Un hombre —el líder, supuso Sam, a juzgar por sus gestos y por la pistola semiautomática que llevaba en el cinturón— gritó algo a los otros y luego señaló la cascada. Los cinco subordinados empezaron a abrirse paso cuidadosamente alrededor de la laguna.

Sam se arrastró hacia atrás, enfundó el revólver y entró de nuevo a toda prisa en la caverna. Encontró a Remi donde la había dejado.

—Seis hombres, todos armados: los rebeldes de los que habló Niño —dijo.

—¿Lo has visto?

—No, creo que ha escapado.

—Bien.

—Vienen a investigar. Tenemos un minuto, tal vez dos.

—¿Cuántos son?

—Cinco.

—Estamos en desventaja si hay un tiroteo. Propondría que recorriéramos el otro túnel y buscáramos una salida, pero no me apetece ser devorada.

Sam sonrió.

—Seguro que nuestros visitantes piensan lo mismo. Tú busca un escondite mejor y yo armaré un poco de jaleo. Vuelvo en un instante.

Sam atravesó corriendo la caverna, saltó el arroyo y enfiló el túnel de la derecha. Después de coger la bengala de la arena, bajó corriendo por la rampa hasta la orilla y encendió la linterna de su cabeza. A unos seis metros vio un batiburrillo de colas escamosas, patas con garras y hocicos con colmillos. Contó al menos tres cocodrilos. Los reptiles sisearon y se revolvieron cuando la luz los enfocó.

—Perdón por la intrusión —murmuró Sam.

Levantó el brazo y lanzó la bengala chisporroteante por el túnel. Dio en el blanco. La bengala cayó sobre el lomo del cocodrilo más próximo y rebotó en medio de los animales. Los cocodrilos sisearon y se revolvieron frenéticamente. Empezaron a alejarse en masa de la bengala y a dirigirse a la rampa.

Sam apagó la linterna de su cabeza, se volvió y echó a correr. Cuando llegó al arroyo vio que la linterna de Remi se encendió una vez junto a la pared opuesta. Corrió en esa dirección y la encontró encorvada entre una medialuna de cantos rodados. Patinó hasta detenerse y, justo al arrodillarse, oyó el eco de las voces en la entrada de la caverna.

—¿Están inquietos los nativos? —susurró Remi a Sam al oído.

—Más bien furiosos. Si la bengala sigue encendida, nuestros visitantes irán directos a ella.

—Y se encontrarán con una desagradable sorpresa.

—Esperemos que la sorpresa no se vuelva contra nosotros.

Sus visitantes tardaron menos de un minuto en hacerse notar. Después de haberse acostumbrado al torrente constante aunque amortiguado de la catarata, Sam y Remi oyeron que la pauta del sonido variaba cuando los cuerpos atravesaron la cascada. A continuación, escucharon un ruido de botas en la gruta y unas voces susurradas a través de la entrada y en la caverna principal. Los susurros cesaron, seguidos del sonido apenas perceptible de pies arrastrándose sobre piedra.

—Un hombre —susurró Sam a Remi al oído—. Un rastreador.

Era un momento decisivo de su plan. Si el rastreador decidía investigar la bengala por su cuenta, la recepción de los cocodrilos probablemente les haría huir a él y a sus compañeros. Sin embargo, si acudían en masa, la recepción de los cocodrilos y el jaleo que se armaría puede que también afectaran a Sam y a Remi.

Permanecieron inmóviles, escuchando. El sonido de pisadas se interrumpió. Una voz gritó algo. Más silencio. Luego más pisadas, solapándose, atravesando el túnel de la entrada. A continuación, el crujido de las pisadas moviéndose sobre las rocas sueltas y el sedimento. El grupo se estaba internando en la caverna. Sam y Remi, cuya vista se había adaptado a la oscuridad, podían ver claramente el tenue parpadeo rojo de la bengala en el túnel de la derecha. La cuestión era cuánto tardaría el grupo en ver la luz.

Sam y Remi volvían la cabeza a un lado y al otro, tratando de determinar la posición del grupo.

—Están cerca de la pared del fondo —susurró Remi.

El crujido de las pisadas cesó. Una voz dijo algo en un idioma que Sam supuso que era malgache, y aunque no entendió la palabra, la inflexión de la voz era de aviso y de sorpresa, como si dijera: «¡Mirad, una bengala!».

Dijera lo que dijese, tuvo el efecto deseado. El grupo continuó, pero avanzaron a un paso más cauto. Pronto Sam y Remi vieron que la primera figura entraba en la luz chisporroteante de la bengala. Luego otra. Y así sucesivamente hasta que aparecieron los cinco hombres. A continuación bajaron por la rampa de uno en uno. Sus botas chapoteaban en el agua.

—En cualquier…

Un grito gutural resonó por la caverna.

—… momento —terminó de decir Sam. Al primer grito se le unió otro, y luego más chillidos. Remi consiguió distinguir una palabra, una maldición.

—Alguien tiene un problema de incontinencia intestinal —susurró.

Sam sacó el revólver y apoyó el cañón en la roca que tenía delante.

Al otro lado de la caverna se oyeron sonidos de chapoteo en el agua y luego de botas subiendo pesadamente por la rampa de piedra. Acto seguido, los primeros disparos, vacilantes al principio, y luego en ráfagas automáticas, el pam, pam, pam rebotando en las paredes de la caverna. Los fogonazos simultáneos de las bocas de las armas emitían un parpadeo anaranjado en la boca del túnel de la derecha; bajo la luz estroboscópica, los hombres retrocedían, tropezaban y se levantaban con dificultad.

—He contado cinco —susurró Sam.

—Yo también.

Cuando estuvieron de nuevo en terreno llano, los rebeldes se volvieron y echaron a correr a toda velocidad, la mayoría de ellos directos a la entrada. Sin embargo, uno, claramente aterrado, corrió precipitadamente hacia el escondite de Sam y Remi. El hombre se metió en el arroyo dando traspiés, se cayó y cruzó el riachuelo arrastrándose hasta la otra orilla. Se levantó, dio unos pasos hacia Sam y Remi, y se detuvo para mirar a su alrededor.

Recortado contra la luz de la bengala, el hombre era una simple silueta. Sam apuntó con la mira delantera del revólver al punto central situado entre sus hombros.

—Vuélvete, maldito… —Aunque él y Remi habían matado con anterioridad, a ninguno de los dos le gustaba la sensación. Independientemente de lo necesario que resultara, era desagradable—. Vuélvete… —murmuró Sam.

Entonces una voz gritó desde la entrada principal:

Rakotomalala!

El hombre se dio la vuelta, se detuvo un instante y echó a correr hacia la entrada. Sam bajó el revólver y espiró profundamente.

Él y Remi esperaron hasta que volvieron a oír la interrupción del sonido de la cascada, y entonces Sam se levantó y se abrió camino cuidadosamente hacia la entrada y atravesó la gruta. Se arrastró de nuevo entre los cantos rodados y asomó la cabeza lentamente por la cascada hasta que vio la laguna. El grupo estaba tan asustado que ninguno de sus miembros se había molestado en avanzar entre los cantos rodados y habían vuelto nadando. En ese momento estaban llegando a la playa. Gesticulando como locos y gritando, narraron lo sucedido con los cocodrilos a su jefe, quien los miró coléricamente y luego gritó una orden. Los hombres recogieron las mochilas de Sam y Remi, y el grupo se marchó en fila india río abajo.

Sam observó hasta que desaparecieron a la vuelta del recodo y esperó otros cinco minutos por si acaso. Volvió junto a Remi.

—Ya se han marchado.

—¿Cómo podemos estar seguros?

—No podemos, pero o seguimos adelante o esperamos a que anochezca, y no me apetece quedarme. Ya hemos tentado demasiado a la suerte con nuestros anfitriones reptiles.

Remi lanzó una mirada al túnel de la derecha. Los cocodrilos se habían sosegado un poco, pero el siseo y los golpes simultáneos de las colas indicaban que el grupo no estaba ni mucho menos tranquilo.

—Tal vez sea mejor que escapemos ahora —concedió Remi.

Algo se movía en la rampa, y poco a poco un hocico alargado salió de entre las sombras. La boca se abrió lentamente, se cerró, y el morro volvió a la oscuridad.

—Definitivamente es mejor que escapemos ahora —dijo Remi.