20

Gran isla de Sukuti

Acababan de dejar atrás el litoral meridional de la isla cuando Sam se dio cuenta de que los disparos habían causado algo más que desperfectos superficiales. Los pedales del timón estaban flojos y el colectivo y el cíclico respondían a sus órdenes con un ligero retraso.

—¿Qué opinas? —preguntó Remi, con la cara pegada entre los asientos.

—La hidráulica, tal vez. —Examinó los indicadores, buscando la presión del aceite, la temperatura, las revoluciones por minuto…—. El motor también está un poco sobrecalentado, y la presión del aceite parece inestable.

—¿Eso qué significa?

—Nada bueno.

—¿Cuánto falta para la playa?

—Cinco kilómetros, más o menos.

—Rivera no va a rendirse.

—Estoy de acuerdo. La cuestión es si llaman a alguien y lo rápido que reaccionan.

—O lo rápido que arreglan las lanchas.

—Cierto. A ver si puedo estabilizar el helicóptero.

Sam manejó con cuidado los controles, disminuyendo la altitud y la velocidad hasta que estuvieron a treinta metros del agua y moviéndose a sesenta nudos: aproximadamente ciento diez kilómetros por hora. Debajo de ellos, el mar estaba en calma y oscuro exceptuando los reflejos de las luces de navegación estroboscópicas del helicóptero.

—Sam, podrán seguir las luces —dijo Remi.

—Con luces o sin ellas, nos están siguiendo con los prismáticos militares. Cuando crucemos la playa las apagaré. Con la tierra de fondo seremos invisibles.

—Estás dando por sentado que vendrán a por nosotros.

—No les queda más remedio. —Echó un rápido vistazo a los indicadores—. La temperatura del motor ha bajado un poco, pero la presión del aceite sigue siendo poco fiable. Los controles todavía están flojos.

—La hidráulica, entonces.

—Por lo menos. Cualquiera de esas cosas puede hacer que nos hundamos. Lo único que necesitamos son cuatro minutos más o menos.

—Y un aterrizaje no forzoso —añadió Remi.

—Y eso.

Poco a poco, pudieron ver a través del parabrisas cómo la costa oriental de África pasaba de ser una mancha oscura a convertirse en parcelas identificables de tierra firme: árboles, playas de arena blanca, colinas onduladas y ríos y arroyos que serpenteaban por el terreno.

A unos ochocientos metros de la playa Sam notó una sacudida del cíclico en la mano, seguida de unos golpes sobre sus cabezas. La cabina de mando y la cabina de vuelo empezaron a vibrar. Sonó una alarma. Brillaron unas luces amarillas y rojas.

—Eso es un poco inquietante —dijo Remi con una sonrisa tensa.

—Un poco —convino Sam—. Agárrate a algo. Esto se va a mover bastante.

Levantó el colectivo y bajó el morro, y puso el helicóptero a más de ochenta nudos. A través del parabrisas, vio los bancos de arena deslizándose por debajo del fuselaje, luego la playa y más tarde el verde negruzco del bosque. Alargó la mano y apagó las luces de navegación estroboscópicas.

—Hay un gran banco de arena más adelante, en la orilla del río —gritó—. ¿Crees que puedes con la campana?

—Define «poder».

—Empujarla por la puerta.

—Eso sí. ¿Cuál es el plan?

—Yo hago planear el helicóptero, y tú, las armas, las mochilas y la campana bajáis al banco de arena.

—¿Y tú?

—Voy a aterrizar en el río.

—¿Qué? No, Sam…

—Tú misma lo has dicho: vienen a por nosotros. Si nos deshacemos de este cacharro, no sabrán dónde buscar.

—¿Puedes hacerlo?

—Si consigo que los rotores se apaguen lo bastante rápido.

—Más suposiciones —contestó Remi—. Estoy empezando a cansarme.

—Esta será la última por un tiempo.

—Sí, ya he oído eso antes.

—Cuando estés en tierra, busca el tronco más grueso y escóndete detrás. Si los rotores no dejan de girar antes de que vuelque, se soltarán y se convertirán en metralla.

—¿Volcar? ¿Qué quieres decir…?

—Los helicópteros tienen demasiado peso en la parte superior. En cuanto toque el agua, se dará la vuelta.

—Esto no me gusta…

—Se acerca el banco de arena. ¡Prepárate!

—Te estás poniendo furioso, ¿sabes?

—Lo sé.

Remi farfulló un juramento entre dientes, se dio la vuelta y soltó los trinquetes de sujeción colocados alrededor del cajón. Lo rodeó andando como un cangrejo, apoyó la espalda contra el mamparo y las piernas contra el cajón, y lo empujó sobre el suelo del helicóptero hasta que chocó contra la puerta.

—Lista —gritó.

Sam redujo la velocidad y la altitud hasta que estuvieron a nueve metros del banco de arena y a una velocidad de quince nudos. Ahora el helicóptero se bamboleaba; los golpes de antes se habían convertido en un inquietante ciclo de tres segundos que sacudía el fuselaje de un extremo a otro.

—Está empeorando —dijo Remi.

—Ya casi hemos llegado.

Sam dirigía el helicóptero hacia abajo descendiendo pocos centímetros cada vez.

—Comprueba la distancia —pidió a Remi.

Ella entreabrió la puerta corredera de la cabina y asomó la cabeza.

—Seis metros… Cuatro… Tres…

—¿Puedes hacerlo? —preguntó Sam.

—Hace mucho tiempo que dejé de hacer gimnasia, pero todavía puedo saltar tres metros con los ojos cerrados.

Sam activó el acoplador de vuelo estacionario. Levantó las manos de los controles. El helicóptero empezó a dar sacudidas de lado, vibró, bajó en picado y a continuación se estabilizó.

—Muy bien, salta —gritó Sam—. Hazme una señal con la mano cuando estés a salvo abajo.

Remi avanzó encorvada, introdujo la cabeza entre los asientos, le dio un beso, dijo «Buena suerte», volvió y abrió del todo la puerta.

—Procura no chocar contra los patines —dijo Sam.

Remi apoyó los hombros contra el cajón, respiró hondo y empujó. El cajón se desplomó por la abertura y desapareció. Después fue el turno de las armas. Remi lanzó a Sam una última mirada y saltó. Unos segundos más tarde, Sam la vio en el banco de arena más adelante. Ella le hizo un gesto de aprobación con el pulgar y corrió a internarse en la oscuridad.

Sam contó hasta sesenta para que le diera tiempo a ponerse a cubierto y luego cogió el colectivo. Desactivó el acoplador de vuelo estacionario y agarró el cíclico. Bajó el morro ligeramente y dejó que el ángulo de inclinación de la paleta del rotor lo llevara a través del banco de arena hasta sobrevolar el río. Cuando llegó a una zona lo bastante ancha y profunda para sus fines, elevó el morro y manipuló el colectivo de forma que el helicóptero se quedó planeando.

Echó un último vistazo a su alrededor. Una vez que el helicóptero se sumergiera, el interior se quedaría a oscuras. Sin puntos de referencia visuales, tendría que escapar a tientas. Comprobó su cinturón de seguridad para asegurarse de que sabía desabrocharlo, examinó el pestillo de la portezuela de la cabina y ensayó mentalmente sus movimientos.

Bajó el colectivo con mucha suavidad y notó que el helicóptero descendía. Pegó la cara a la ventanilla de la portezuela. Los patines estaban a un metro y medio del agua. Lo bastante cerca. Si se aproximaba más, temía que no tuviera ningún margen de error.

—Allá vamos —murmuró.

Soltó el cíclico, apagó los motores, levantó el colectivo al máximo para reducir la velocidad de las paletas y volvió a coger el colectivo. Notó que el estómago le subía a la garganta. El helicóptero chocó contra la superficie con gran estruendo. Se vio arrojado hacia delante contra las correas. Notó que el helicóptero se ladeaba a la derecha, pensó: «¡El colectivo!», y sacudió el control a la izquierda. El efecto fue inmediato. Con las paletas totalmente inclinadas, el rotor respondió a la orden de Sam ladeándose a la izquierda y alterando el centro de gravedad del helicóptero. El agua subió a toda velocidad por el parabrisas, al principio en horizontal, y luego en diagonal conforme el helicóptero se ladeaba. Sam pegó la barbilla al pecho, agarró las correas con las dos manos y apretó la mandíbula.

Notó una violenta sacudida. Una luz blanca estalló tras sus ojos. Y luego nada.

Se despertó tosiendo. Tenía la garganta llena de agua. Sacudió la cabeza hacia atrás, volvió a escupir y abrió los ojos con gran esfuerzo. Al ver solamente oscuridad, experimentó un instante de pánico. Lo reprimió y se obligó a respirar. Alargó la mano, con los dedos extendidos, hasta que tocó algo sólido: la punta del cíclico. La gravedad tiraba de su cabeza hacia la izquierda. El helicóptero yacía de lado; el río no era lo bastante profundo para que el helicóptero diera una vuelta de campana completa. Era una buena noticia. La mala era que oía el agua entrando a chorros en la cabina detrás de él. Ya le llegaba a la cara.

—Muévete, Sam —murmuró.

Levantó el brazo derecho, palpó el tapizado del asiento del pasajero y siguió tanteando hasta que sus dedos encontraron el cinturón de seguridad. Se agarró, metió la mano izquierda debajo del agua y apretó el botón para desabrochar las correas. Cayó de lado, alzó la mano libre, la juntó con la izquierda y se levantó del agua hasta que sus rodillas llegaron al hueco que separaba la cabina de mando de la cabina de vuelo. Estirando las puntas de los pies, introdujo las piernas por la abertura y las extendió al máximo hasta que sus pies tocaron el mamparo de la cabina. Soltó las correas y se deslizó del todo hasta la cabina. Ahora que estaba de pie encorvado, el agua le llegaba al pecho. Extendió los brazos hacia arriba, palpó la portezuela de la cabina y recorrió su contorno con las puntas de los dedos. El agua entraba a borbotones por las juntas. Encontró el pestillo y lo probó haciendo una ligera presión hacia abajo. Parecía operativo.

—Respira hondo —se dijo.

Llenó los pulmones de aire, bajó el pestillo y abrió la puerta. El agua chocó contra su cabeza. Tropezó hacia atrás y se deslizó bajo la superficie del agua. Dejó que la ola lo empujara contra la pared de la cabina, utilizando el impulso para doblar las piernas por debajo del cuerpo. La presión disminuyó. Empezó a mover las piernas, los brazos estirados por delante, las manos tratando de agarrar el marco de la puerta y empujando, los pies dando patadas…

Su cabeza emergió de la superficie.

—¡Sam! —oyó.

Era la voz de Remi.

Abrió los ojos y se giró en el agua, tratando de orientarse.

—¡Sam! —gritó otra vez ella.

Volvió a girarse y la vio de pie en la orilla haciéndole señas con las manos.

—… dilos —chilló Remi.

—¿Qué?

—¡Cocodrilos! ¡Nada!

Sam hizo lo que ella le dijo, dedicando sus últimos restos de energía a nadar a toda velocidad hacia la orilla. Tocó la arena, se puso de rodillas, luego de pie, y avanzó dando traspiés hasta los brazos de Remi. Juntos caminaron trabajosamente por la arena hasta el terreno llano antes de desplomarse.

—Me había olvidado de los cocodrilos —dijo Sam un par de minutos más tarde.

—Yo también. Los vi en los bajíos unos cincuenta metros río arriba. Deben de haberse despertado con el alboroto. ¿Estás bien? ¿Tienes algún hueso roto?

—Creo que no. ¿Qué tal lo he hecho?

Remi señaló con el dedo hacia el medio del río. Sam fijó la mirada en el lugar, pero sus ojos tardaron varios segundos en adaptarse. Lo único que quedaba visible del helicóptero era un pedazo de la paleta del rotor parecido a una rama que sobresalía quince centímetros por encima de la superficie.

—El resto de los trozos se han hundido en el agua.

—Tal como yo planeé —dijo Sam con una sonrisa de cansancio.

—¿Planeaste?

—Tal como esperaba. ¿Qué tal está la campana?

—Aparte de unas cuantas grietas en la madera, el cajón está sorprendentemente intacto. He recogido las mochilas y las armas. Busquemos refugio por si tenemos visita.