6
Zanzíbar
En realidad, no había nada que pensar. No se atrevían a remolcar la campana por la costa hasta su chalet. Necesitaban un lugar seguro para esconderla mientras tomaban decisiones y hacían preparativos.
Aunque los dos reconocían que el encuentro con la lancha Yulin podía haber sido un grano de arena del que ellos habían hecho una montaña, también habían llegado a fiarse de sus instintos, y, en el asunto que les ocupaba, las reacciones instintivas de Sam y Remi coincidían: ni la visita inicial de la lancha ni sus repetidas apariciones eran casuales. Además, las preguntas del capitán eran variaciones sobre un mismo tema: ¿estaban buscando los Fargo algo en concreto? Eso hacía pensar que a alguien —tal vez a la silueta desdibujada que se entreveía en la cabina de la lancha— le preocupaba que algo importante fuera descubierto. ¿Se trataba de la campana, de la moneda de Adelise o de otra cosa?
—La pregunta es: —dijo Sam— ¿esperamos a ver lo que hacen o sacudimos un poco el árbol?
—No me gusta estar cruzada de brazos.
—Lo sé. A mí tampoco.
—¿Qué tenías pensado?
—Que nos comportáramos como si tuviéramos algo que esconder.
—Tenemos algo que esconder —respondió Remi—. Una campana de barco de noventa kilos enganchada a una balsa casera.
Sam se rió al oír el comentario. Su mujer tenía un don para llegar al meollo de un asunto.
—Si no estamos exagerando, probablemente ya hayan registrado el chalet, sean quienes sean.
—Y no habrán encontrado nada.
—Exacto. Así que vigilarán y esperarán a que volvamos a casa.
Remi asentía con la cabeza, sonriendo.
—No volveremos a casa.
—Exacto. Si vienen a buscarnos, tendremos la confirmación de que el juego ha comenzado.
—¿Has dicho «El juego ha comenzado»? ¿De verdad?
Sam se encogió de hombros.
—Me apetecía probar, para ver cómo sonaba.
—Oh, Sherlock… —dijo Remi, poniendo los ojos en blanco.
Con la campana y la balsa a remolque, desanduvieron la ruta a través de la ensenada hacia el manglar. Solo faltaban un par de horas para que anocheciera. Se pasaron una hora navegando alrededor del perímetro de la laguna en busca de un escondite adecuado para la balsa, que encontraron a lo largo de la costa este, en un lugar donde estaba creciendo un grupo de cipreses en diagonal respecto a la orilla. Utilizando el arpón, introdujeron con cuidado la balsa debajo de las ramas que colgaban, y luego Sam se zambulló en el agua y la ató a uno de los troncos.
—¿Qué tal? —gritó Sam desde detrás de la pantalla.
—No se ve nada. Tendrían que entrar para encontrarla.
Volvieron a la boca de la ensenada, donde Sam utilizó un cabo de amarra para pescar cuatro pequeños pargos, luego regresaron a la laguna y llegaron a la playa vadeando. Remi, que era la que mejor cortaba en filetes de los dos, limpió y preparó los pargos mientras Sam recogía leña para la lumbre. Pronto los filetes chisporroteaban y, mientras el sol se ponía tras los cocoteros, comieron.
—Creo que me gusta vivir sin comodidades, ¿sabes? —dijo Remi, desmenuzando un trozo de pescado y metiéndoselo en la boca—. Hasta cierto punto, claro.
—Lo entiendo.
Lo entendía de verdad. Remi era una luchadora; nunca se había amilanado ante un desafío y había permanecido al lado de él en el barro y la nieve, cuando les habían disparado y les habían perseguido, y casi siempre veía el lado bueno de las cosas. Sin embargo, a pesar de todo, también le gustaba disfrutar de comodidades. Como a él.
—Cuando hayamos resuelto el asunto de nuestra campana misteriosa, iremos a Dar es Salaam, pediremos una suite en el Royal, beberemos gin-tonics en nuestra terraza y apostaremos a los partidos de criquet.
A Remi se le iluminaron los ojos. El Moevenpick Royal Palm era el único hotel de cinco estrellas de Dar es Salaam.
—Tus palabras son música para mis oídos, Sam Fargo.
—Pero primero —contestó él, mirando el sol y consultando su reloj—, tenemos que prepararnos para nuestros invitados.
Cuando se hizo de noche, la laguna cobró vida con el canto de los grillos. En los árboles repartidos a lo largo de la costa y en los matorrales que crecían sobre las islas flotantes, las luciérnagas parpadeaban. Sam había situado el barco entre dos de las mayores islas flotantes y echó el ancla con la proa mirando hacia el oeste. El cielo estaba despejado, un telón de fondo negro salpicado de puntos luminosos y una media luna rodeada de un borroso anillo prismático.
—Mañana podría llover —comentó Sam.
—¿Esa leyenda también se aplica al hemisferio sur?
—Supongo que acabaremos averiguándolo.
Permanecieron sentados en la cubierta de popa bebiendo café a oscuras y contemplando el espectáculo luminoso de los insectos. Desde su posición podían ver la boca de la ensenada y la playa, donde habían montado una tienda improvisada con una lona que habían encontrado en un armario. Detrás de la lona se veía el tenue fulgor amarillo de una linterna, y a escasa distancia de la tienda, una pequeña hoguera. Sam tenía suficientes leños de cocotero para mantener las brasas encendidas toda la noche.
Remi bostezó.
—Ha sido un día largo.
—Ve a dormir —dijo Sam—. Yo haré la primera guardia.
—Eres un encanto. Despiértame dentro de dos horas. Le dio un beso en la mejilla y se marchó.
Las dos primeras guardias transcurrieron sin incidentes. Cerca del final de la sexta hora, poco antes de las tres de la madrugada, a Sam le pareció oír un tenue rugido de motores a lo lejos, pero el sonido se atenuó. Cinco minutos más tarde volvió, esa vez más fuerte y más cerca. Algún lugar al norte. Sam escudriñó la desembocadura de la laguna con los prismáticos, pero solo veía ondas en la superficie del agua donde la corriente atravesaba la ensenada. Los motores se atenuaron otra vez. No, no se atenuaron, se corrigió Sam. Se pararon. Como si los hubieran apagado. Se llevó otra vez los prismáticos a los ojos.
Pasó un minuto. Dos. Y entonces, a los cuatro minutos, una sombra apareció en la ensenada. Como el hocico bulboso de un tiburón, el objeto parecía flotar varios centímetros por encima de la superficie. La embarcación Zodiac, que avanzaba a una velocidad inferior a la normal, se deslizó silenciosamente de la ensenada a la desembocadura de la laguna. Treinta segundos más tarde, apareció otra Zodiac, seguida de una tercera. Navegaron a la deriva en fila india a lo largo de unos quince metros antes de girar en formación y entrar en la laguna.
Sam bajó por la escalera de mano sin hacer ruido, se acercó a la litera y tocó el pie de Remi. Ella levantó la cabeza de golpe de la almohada. Sam susurró «Compañía». Ella asintió con la cabeza, y en cuestión de segundos estaban de nuevo en la cubierta de popa y se metieron en el agua por la borda. De forma instintiva, Sam alargó la mano hacia atrás por encima del costado y cogió su única arma posible, el arpón, del soporte en el que estaba.
Ya habían ensayado el plan y sabían que había un breve recorrido de diez segundos a braza hasta la siguiente isla flotante. Con Remi en cabeza, se abrieron paso serpenteando entre las raíces de mangle descubiertas y hurgaron en la maraña hasta que llegaron a un hueco en el centro. La inspección previa de la cavidad les había mostrado que tenía casi un metro de diámetro y casi dos metros y medio de altura, elevándose hacia la parte inferior del sombrerete de tierra. A su alrededor se descolgaban y se enrollaban raíces de cola de rata y enredaderas. El aire estaba cargado de un olor acre a moho y a marga.
A través de la maraña de raíces, veían su barco a tres metros a su derecha. Sam y Remi estaban tan cerca el uno del otro que casi se abrazaban. Se volvieron para poder ver la desembocadura de la laguna. Al principió no observaron nada anormal. Oscuridad, agua iluminada por la luna y silencio.
Entonces sonó un zumbido tenue, casi imperceptible.
Sam acercó los labios al oído de Remi.
—Embarcaciones Zodiac con motores eléctricos. Se mueven muy despacio.
—Si hay varias Zodiac, probablemente haya un buque nodriza —contestó Remi susurrando.
Tenía razón. Aunque las Zodiac podían navegar en las aguas costeras de Zanzíbar, la mayoría de los motores eléctricos tenían un alcance limitado y una velocidad máxima de cuatro a cinco nudos. Quienesquiera que fueran sus visitantes, se habían hecho a la mar cerca de allí. La hipótesis de Remi sobre la existencia de un barco mayor parecía la más probable.
—¿Has dejado las golosinas para Santa Claus?
Ella asintió con la cabeza.
—Tendrán que buscar un poco, pero está todo allí.
Pasaron dos minutos hasta que apareció la primera Zodiac, a casi doscientos metros a su derecha. La segunda apareció a la misma distancia, pero a la izquierda. Instantes más tarde, apareció la tercera por el centro de la laguna. Ninguna llevaba iluminación, pero a la grisácea luz de la luna, Sam y Remi vieron una figura perfilada sentada en la popa de cada embarcación.
Tres Zodiac, desplazándose en línea de frente, cuyos pilotos no cruzaban entre ellos una sola palabra ni usaban linternas… Desde luego no eran turistas en un safari acuático nocturno.
—¿Ves algún arma? —susurró Sam. Remi negó con la cabeza.
Durante los siguientes minutos, observaron cómo el trío de Zodiac se abría paso entre las islas flotantes y las rodeaban hasta situarse a unos cincuenta metros del barco Andreyale. La figura de la Zodiac del medio levantó la mano, hizo un extraño gesto, y las otras dos embarcaciones respondieron virando y dirigiéndose hacia el Andreyale.
Sam dio un golpecito a Remi en el hombro para llamar su atención y agitó el pulgar hacia abajo. Se sumergieron juntos hasta que solo quedaron sobre la superficie del agua sus narices y sus ojos.
La Zodiac del medio —la embarcación principal, al parecer— llegó al barco primero, se acercó al bauprés, y el jefe se agarró a la barandilla con una mano. Situado ahora de perfil, el rostro del hombre resultaba visible. La cara demacrada y la nariz aguileña eran inconfundibles. Se trataba del hombre misterioso de la lancha Yulin.
Como volando en formación, las otras dos Zodiac se deslizaron por babor y por estribor del barco y se juntaron en la popa. Al cabo de unos segundos, los dos hombres habían saltado la barandilla y estaban en la cubierta de popa. El más próximo al escondite de Sam y Remi se llevó la mano al hombro, cogió algo y bajó la mano. La luz de la luna lanzó destellos sobre un trozo de acero. Un cuchillo.
La mano de Remi encontró la de Sam bajo el agua y la apretó. Él apretó a su vez la de ella.
—Estamos a salvo —le susurró al oído.
Los dos hombres desaparecieron en la cabina y volvieron a aparecer un minuto más tarde. Uno de ellos se inclinó por encima de la borda e hizo señas a Nariz Aguileña, quien a su vez hizo gestos, se alejó, viró y se dirigió a la playa. Una vez allí también sacó un cuchillo. Moviéndose a un ritmo lento pero constante, avanzó por la playa sin hacer ruido hacia la tienda de Sam y Remi, iluminada por una linterna. Miró dentro, se enderezó y a continuación escudriñó la playa y los cocoteros durante medio minuto antes de regresar a la Zodiac. Dos minutos más tarde estaba a bordo del barco Andreyale con los otros dos.
Por primera vez, uno de los miembros del grupo habló. Nariz Aguileña murmuró algo en español, y los otros dos se metieron en la cabina. El barco empezó a mecerse. Se abrieron y se cerraron de golpe puertas de armarios. Se rompieron cristales. A través de las portillas se veía la luz de las linternas moviéndose. Después de cinco minutos, los dos hombres aparecieron de nuevo en la cubierta de popa. Uno de ellos entregó un pequeño objeto a Nariz Aguileña, quien lo examinó brevemente antes de arrojarlo por la escalera de la cabina. El artículo emitió un sonido metálico en los peldaños. El segundo hombre entregó a Nariz Aguileña un cuaderno amarillo. Nariz Aguileña lo estudió y se lo devolvió. El otro hombre sacó una cámara digital e hizo una foto de la página en cuestión. El cuaderno fue arrojado de nuevo a la cabina.
—Se han tragado el anzuelo —susurró Sam a Remi al oído.
Nariz Aguileña y sus compañeros montaron otra vez en sus Zodiac y se alejaron. Para sorpresa de Sam y Remi, el grupo no se dirigió a la ensenada, sino que se disponían a registrar la laguna, empezando por las riberas. Las linternas se deslizaban por las orillas y entre los árboles. Cuando una de las Zodiac se acercó al escondite de la campana, Sam y Remi contuvieron la respiración, pero la embarcación no redujo la marcha ni la linterna vaciló.
Finalmente, el trío llegó a la desembocadura de la laguna y concluyó su examen de las orillas, pero en lugar de dirigirse a la ensenada se volvieron otra vez, formaron una línea de frente y empezaron a registrar las islas flotantes, escudriñando con las linternas cada islote de mangles antes de pasar al siguiente.
—Esto podría acabar mal —murmuró Sam.
—Muy mal —convino Remi.
Los cuchillos desenfundados habían relevado a Sam y a Remi todo lo que necesitaban saber: quienesquiera que fueran aquellos hombres, no tenían escrúpulos para usar la violencia. Si alguno de los dos hubiera estado a bordo del barco o en la tienda, ahora estarían muertos.
—¿Volvemos al barco? —propuso Remi.
—Si deciden abordarlo otra vez, estaremos atrapados.
—Estoy abierta a propuestas.
Sam pensó un instante y acto seguido dijo:
—¿Qué tal si matamos dos pájaros de un tiro?
Explicó su plan.
—Arriesgado —dijo Remi.
—Haré que funcione.
—Está bien, pero solo si no queda más remedio.
—De acuerdo.
Observaron el progreso de las Zodiac. Si mantenían su rumbo actual, la de la derecha llegaría a su escondite en menos de dos minutos. Las otras dos le llevaban una ventaja de medio minuto. Con suerte, acabarían el registro, se volverían y regresarían a la desembocadura.
—Cruza los dedos —le dijo Sam a Remi.
—Ya los tengo cruzados —contestó ella, y le dio un beso en la mejilla—. Para que nos dé un poco más de suerte.
Sam se sumergió bajo el agua y volvió a atravesar la red de raíces hasta mar abierto. Haciendo todo lo posible por mantener las tres Zodiac a la vista, se situó en la parte de atrás de las raíces. Treinta segundos más tarde, a su izquierda, aparecieron Nariz Aguileña y su compañero. Cada hombre registró su última isla flotante, y a continuación se volvieron y regresaron a la ensenada. La última Zodiac mantenía el rumbo, a poco más de diez metros de distancia.
—¡Apúrate! —gritó Nariz Aguileña.
El objetivo de Sam levantó la mano para indicar que acusaba recibo de la orden.
Diez metros de distancia… Cinco.
Sam siguió avanzando, moviéndose en el sentido de las agujas del reloj entre las raíces. Se detuvo, mirando alrededor del borde. La Zodiac estaba a tres metros de distancia. Sam observó, esperó hasta que el morro de la Zodiac desapareció por el lado opuesto y se volvió hacia atrás para echar un vistazo a la laguna. Las otras dos Zodiac estaban a cien metros de distancia y seguían moviéndose.
Respiró hondo, se zambulló con el arpón, dio dos patadas, se arrastró entré las raíces y asomó los ojos por encima de la superficie. La parte trasera de la Zodiac estaba a un metro y medio de distancia, moviéndose lentamente; el piloto iba sentado con una mano en el acelerador, inclinado hacia un lado mientras registraba los mangles con la linterna. Sam dio media patada con el pie y se situó a treinta centímetros de la Zodiac. Se estiró, colocó suavemente la mano izquierda en el costado de goma, sacó el arpón del agua, lo inclinó hacia atrás y lo movió rápidamente hacia delante como si estuviera lanzando un cebo. La punta de acero del arpón golpeó al hombre en un lado de la cabeza, justo por encima de la oreja. Dejó escapar un grito ahogado, se desplomó por el costado y hundió la cabeza en el agua. Antes de que Sam pudiera hacer otro movimiento, Remi ya estaba allí para levantar la cabeza del hombre y tumbar el cuerpo en la Zodiac. Sam lanzó una mirada por encima del hombro. Nariz Aguileña y su compañero estaban a casi doscientos metros de distancia.
—¡Yaotl!
La voz de Nariz Aguileña resonó por encima del agua.
—Deprisa —le dijo Sam a Remi, antes de subir a bordo de la Zodiac y sentarse junto al motor—. Quédate en el lado de babor. Te arrastraré hasta el barco.
Remi rodeó la embarcación nadando y cogió el gancho del remo con dos dedos. Sam aceleró, y la Zodiac salió de detrás del mangle. Sam encontró la linterna del hombre —Yaotl— donde había caído, la recogió y enfocó con ella a las otras dos Zodiac, que se pararon. Hizo dos señales con el haz y levantó la mano despreocupadamente, rezando para que fuera suficiente. Contuvo la respiración.
No hubo respuesta de las Zodiac. Pasaron unos segundos. Y entonces, el doble parpadeo de una linterna seguido de una mano alzada.
—Yaotl… ¡Apúrate!
Sam dirigió la Zodiac a la popa del Andreyale, aprovechando la longitud del barco para ocultar sus movimientos. Remi subió a bordo, y juntos hicieron rodar a Yaotl por la borda. El hombre cayó en la cubierta de popa dando un golpetazo.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Remi.
—Átale las manos y los pies a las abrazaderas y regístralo. Tengo que alcanzar a mis nuevos amigos.
Remi abrió la boca para protestar, pero Sam la interrumpió:
—Necesito las gafas de buceo y los prismáticos. —Ella entró en la cabina con los dos artículos y se los cambió a Sam por el arpón—. No te preocupes, Remi, mantendré la distancia.
—¿Y cuando ya no puedas mantenerla más?
—Tendré un terrible accidente.
Le guiñó el ojo, aceleró y se marchó.
Nariz Aguileña y el otro hombre siguieron adelante. Cuando Sam llegó al centro de la laguna, estaban girando al oeste y entrando en la ensenada. Sam recordó mentalmente las curvas y recodos de la ensenada, hizo unos cálculos rápidos y siguió avanzando. A quince metros de la entrada, redujo la velocidad a la marcha en vacío y se quedó escuchando. No se oía ningún sonido de los otros motores. Aceleró, continuó al frente y giró en el recodo. Cien metros más adelante, los otros dos avanzaban en fila a través de la ensenada. Más allá de ellos, a unos ochocientos metros de distancia, Sam vio que la ensenada se ensanchaba y daba paso a los bajíos de la isla de Chumbe. Enfocó con los prismáticos y escudriñó el canal. No se movía nada, y no había ninguna luz visible en un radio de dieciséis kilómetros… excepto una. A un kilómetro y medio al sudoeste, había una solitaria luz blanca suspendida a unos cien metros del agua: la señal internacional de un barco anclado. El barco tenía la proa mirando hacia delante, la roda inclinada y una reluciente superestructura blanca; estaba claro que era un yate de lujo. ¿El buque nodriza, quizá?
Nariz Aguileña y su compañero viraron a la izquierda y desaparecieron por un instante. Era el momento de prepararse para el accidente: Sam moderó la marcha, viró a la izquierda y dejó que la Zodiac se encallara en la arena. Echó un vistazo rápido y encontró lo que necesitaba: una roca con forma de daga. La cogió, introdujo de nuevo la Zodiac en la ensenada y partió otra vez.
Hasta el momento estaba teniendo suerte. Aparte de unas cuantas miradas hacia atrás para asegurarse de que Yaotl los seguía, ni Nariz Aguileña ni su compañero redujeron la marcha para dejar que los alcanzara. El resto de la travesía duró diez minutos, y pronto Sam pudo ver cómo las otras dos Zodiac entraban a empellones en los bajíos.
—Vamos, chicos, enseñadme adonde vais —murmuró Sam.
Después de dejar atrás los bajíos, Nariz Aguileña y su compañero viraron a la izquierda y se dirigieron al yate. Dos minutos más tarde, Sam también estaba en los bajíos, pero giró unos cuantos grados más a la izquierda y situó la Zodiac casi paralela al banco de arena donde habían encontrado la campana. Tierra adentro, las marcas empezaban a parecerle familiares. Estaba a veinte metros del precipicio. Era el momento.
Cogió la roca de entre los pies, se inclinó por encima del costado, clavó la punta en el lateral de goma y se echó hacia atrás. Repitió el proceso dos veces más hasta que hizo un tajo dentado de veinte centímetros. Lanzó la roca por el costado y comprobó el progreso de las otras dos Zodiac: estaban a varios cientos de metros de distancia, en el canal principal, y seguían rumbo al yate.
El sabotaje de Sam solo tardó unos pocos segundos en surtir efecto. La Zodiac empezó a avanzar más despacio, dando sacudidas y bamboleándose a medida que el agua entraba a borbotones en el lateral. Aceleró por última vez, lanzó un chillido esperando que sonara como un grito de pánico y se arrojó rodando por el costado.
Se sumergió bajo el agua, se puso las gafas de buceo, las vació de agua soplando por la nariz y se colocó la boquilla del tubo entre los dientes. Permaneció inmóvil, flotando, con los ojos y la punta del snorkel asomando por la superficie.
Su grito había dado resultado. Nariz Aguileña y su compañero habían dado marcha atrás y se dirigían a toda velocidad a la Zodiac, que se estaba desinflando rápidamente y navegaba a la deriva a unos veinte metros a la izquierda de Sam… hasta que se despeñó por el precipicio. Cuando los rescatadores estaban a cincuenta metros, las linternas se encendieron y empezaron a escudriñar la superficie del agua.
—¡Yaotl! —gritó Nariz Aguileña—. ¡Yaotl!
El otro hombre también empezó a llamarlo.
Sam había estado hiperventilando durante el último minuto. Entonces tomó una última bocanada de aire, se zambulló bajo la superficie y buceó hacia el banco de arena. Llegó allí con diez aleteos. Giró de forma que Nariz Aguileña y el otro hombre quedaran a su derecha, y a continuación empezó a bucear hacia el norte a lo largo del banco, lanzando de vez en cuando una mirada atrás para comprobar la situación de los haces de las linternas. Las dos Zodiac se habían dirigido a los restos de la tercera.
—¡Yaotl! —oyó Sam a través del agua. Y luego otra vez, en un tono más estridente:
—¡Yaotl!
Sam siguió buceando. Detrás de él, la barca desinflada estaba siendo arrastrada a una de las Zodiac. Sam se detuvo y se quedó inmóvil. Notaba dolor en los pulmones debido a la falta de oxígeno y un hormigueo fruto del pánico en el cuello. Lo contuvo y permaneció inmóvil.
Después de lo que le parecieron minutos pero no fueron más que treinta segundos, las Zodiac aceleraron, viraron y regresaron al canal.
Sam salió a la superficie.