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Palembangy Sumatra, Indonesia

Los neumáticos hicieron crujir la grava cuando Sam salió de la carretera y dejó el coche en punto muerto hasta que se paró bajo las ramas de una ceiba. Un flujo constante de utilitarios y motos pasaba a gran velocidad junto a la puerta de Sam, tocando el claxon y virando bruscamente como si intentaran llegar los primeros a la meta.

—Está bien, tú ganas —le dijo Sam a Remi—. Pero antes de que me juegue la vida y salga a pedir señas en medio del tráfico, déjame ver el mapa otra vez.

Como la mayoría de los hombres, Sam se enorgullecía de estar dotado de una brújula interna sobrenatural, pero también había aprendido a ceder en las raras ocasiones en las que esa brújula parecía temporalmente estropeada. Aquélla era una de esas ocasiones.

Intentando ocultar su sonrisa, Remi le dio el mapa y se quedó sentada en silencio mientras Sam lo examinaba.

—Tiene que estar por aquí.

—Seguro que sí.

Como en muchos de los descubrimientos que Sam y Remi habían realizado desde que habían encontrado la campana del Shenandoah enterrada en las arenas de Zanzíbar, Winston Blaylock se les había adelantado. En ese caso, uno de los puntos de latitud y longitud que habían descifrado en su sistema de cuadrículas de puntos se encontraba casualmente donde Javier Orizaga, de la Compañía de Jesús, había pasado los últimos años de su vida. Sabían que no era ninguna casualidad. Aun así, quedaban muchas preguntas por responder.

Después de haberse pasado años buscando el origen de su «gran pájaro enjoyado verde» y de descubrir por el camino la auténtica historia del Imperio azteca, ¿se había enterado Blaylock de la existencia del Códice de Orizaga y había ido allí en busca de un ejemplar o había encontrado el códice en otra parte y había deducido el emplazamiento de la misma forma que Sam y Remi? Y asimismo, ¿qué había llevado a Orizaga allí: la búsqueda de un tesoro o de la historia de un pueblo cuya destrucción había presenciado?

Una hora después de su reunión por videoconferencia con Dydell, el profesor les había vuelto a llamar para comunicarles el nombre del pueblo en el que Orizaga había residido las dos últimas décadas de su vida: Palembang, en Sumatra.

Si bien Palembang, la «Venecia de Oriente», podía haber sido considerada una aldea durante el siglo XVI, actualmente no sólo era la ciudad más antigua de Indonesia, cuya historia se remontaba al siglo VII, sino también la más grande del sudeste de Sumatra, con una población de un millón y medio de habitantes.

Ni Sam ni Remi se habían hecho ilusiones de encontrar algo de valor, en caso de que encontraran algo, investigando en la patria adoptiva de Orizaga. Sin embargo, todas las penalidades por las que habían pasado desde su estancia en Zanzíbar parecían llevarlos en una dirección. La búsqueda de Blaylock, su diario, los mapas, el códice, el propio Orizaga y ahora el informe del laboratorio: todo apuntaba a un lugar desconocido de Indonesia.

—Si Orizaga hubiera dejado una dirección, nos habría facilitado mucho las cosas —dijo Sam—. Qué falta de consideración.

—Seguro que si hubiera sabido que íbamos a venir, la habría dejado —contestó Remi—. ¿La mujer del último sitio dijo que la casa era roja o verde?

—Verde.

Desde que habían llegado a Palembang el día anterior, habían visitado seis museos y hablaba con historiadores locales supuestamente especializados en el período de la historia de la ciudad anterior a la llegada de los holandeses. Hasta el momento, ninguno de los conservadores había oído hablar de Orizaga, y todos les habían recomendado que fueran al edificio administrativo de la ciudad y buscaran alguna referencia a su amigo en los periódicos en microfichas con siglos de antigüedad que contenía.

Sam recorrió el plano con el dedo, agachando la cabeza de vez en cuando para ver los letreros de las calles a través del parabrisas. Dobló el plano y se lo devolvió a Remi con una sonrisa llena de seguridad.

—Ya sé dónde me he equivocado.

—¿En general o con la dirección?

—Muy graciosa.

Sam metió una marcha, esperó a que hubiera un hueco en el tráfico, giró y aceleró.

Después de veinte minutos recorriendo sinuosas callejuelas llegaron a un polígono industrial lleno de almacenes. Detrás, les sorprendió encontrar una tranquila calle residencial sin salida bordeada de árboles. Las casas eran pequeñas y antiguas, pero estaban cuidadas. Sam paró al final de una rotonda, enfrente de lo que podría haber pasado por una casa de estilo rancho en cualquier pueblo de Estados Unidos: contraventanas de color verde manzana y marrón y una cerca de estacas blancas medio oculta entre enredaderas con flores rojas.

Enfilaron el camino de acceso, subieron los escalones del porche y llamaron a la puerta principal. Oyeron ruido de pisadas sobre madera. Al abrirse, la puerta mostró a un hombre blanco de cincuenta y tantos años, con unos pulcros pantalones caqui y una camisa blanca con cuello de botones.

—Buenas tardes —dijo con acento de Oxford.

—Estamos buscando Sukarasi House —dijo Remi.

—Pues la han encontrado, señora. ¿En qué puedo ayudarles?

—Estamos buscando a alguien, un fraile, que pudo o no haber vivido en esta zona en el siglo XVI.

—Ah, ¿eso es todo? Creía que habían venido a venderme un aspirador o una batería de cocina —dijo el hombre con una sonrisa irónica—. Pasen, por favor. —Retrocedió para dejarles entrar en el recibidor—. Me llamo Robert Marcott.

—Sam y Remi Fargo.

—Síganme. Prepararé té y les contaré todo lo que sé sobre la Indonesia del siglo XV.

—Perdone que se lo diga, pero no parece sorprendido —dijo Remi.

—No lo estoy. Siéntense. Se lo explicaré.

Les hizo pasar a un estudio rodeado de estanterías del suelo al techo. El suelo estaba cubierto con una alfombra persa; encima había unos cuantos muebles de rota en torno a una mesita para servir el café. Sam y Remi se sentaron en el sofá.

—Solo será un momento —dijo Marcott, y desapareció por una puerta lateral.

Oyeron un tintineo de objetos de porcelana y luego el silbido de una tetera. El hombre volvió con un servicio de té, llenó sus tazas y se sentó enfrente de ellos.

—¿Quién les ha indicado dónde vivo? —preguntó Marcott.

—Una mujer llamada Ratsami…

—Una mujer encantadora. No sabe nada de la historia de Sumatra antes del siglo XX.

—Estaba convencida de que esto era un museo.

—Me temo que es un pequeño vacío idiomático: historiador en oposición a museo. El idioma oficial de aquí es el indonesio, pero abundan los dialectos. Yo ya he renunciado a intentar corregir a la gente. Hace diez años escribí un libro sobre el cristianismo en Indonesia. Y, evidentemente, eso me convirtió en un museo.

Marcott se levantó, se dirigió a un estante cercano, cogió un libro y se lo entregó a Remi.

—Dios en Java —leyó ella.

—Podría haber sido peor. Estuvo a punto de serlo. Mi editor quería llamarlo Jesús en Java. Sam soltó una risita. —Escogió sabiamente.

—Me habría visto desbordado por personas que querían saber el significado religioso del café. Habría sido una pesadilla. En cualquier caso, vine aquí a documentarme para el libro, me enamoré de este sitio y me quedé. De eso hace quince años. ¿Ha dicho que están buscando a un fraile?

—Sí, un hombre llamado Javier Orizaga, un jesuita. Probablemente llegó aquí a finales de la década de mil quinientos veinte…

—Ah, Orizaga. Mil quinientos veintiocho —dijo Marcott—. De hecho, vivió a unos tres kilómetros al este de aquí. Por supuesto, la cabaña ya no se conserva. Creo que ahora es una hamburguesería.

—¿Qué puede contarnos de él? —preguntó Remi.

—¿Qué quieren saber?

—¿De cuánto tiempo dispone? —replicó Sam.

—De cantidades ilimitadas.

—Entonces cuéntenoslo todo.

—Se van a llevar una decepción. Era un hombre interesante y trabajó duro para ayudar a la gente de la zona, pero solo fue uno de los miles de misioneros que vinieron aquí durante la última mitad del milenio. Abrió una escuela religiosa, ayudó en los hospitales locales y pasó mucho tiempo en pueblos rurales intentando salvar almas.

—¿Ha oído usted hablar del Códice de Orizaga? —preguntó Sam.

Marcott entornó los ojos.

—No, pero teniendo en cuenta el nombre creo que debería haber oído hablar de él. ¿Tengo que sentirme muy avergonzado?

—No veo por qué —dijo Remi.

Le contó a Marcott la versión breve de la historia del códice, obviando los detalles sobre su contenido o su origen. Marcott sonrió.

—Fascinante. ¿Ese códice lo congració con la Iglesia o sucedió lo contrario?

—Lo contrario.

—Entonces apoyaba a los aztecas. Ojalá hubiera sabido todo eso sobre él. Podría haberle dedicado un capítulo entero. Circulaba una historia interesante, pero como no encajaba en el libro, no la incluí. Murió en mil quinientos cincuenta y seis, veintiocho años después de llegar aquí… o, al menos, es cuando se le vio por última vez.

—No lo entiendo —dijo Remi.

—Se dice que en noviembre de ese año Orizaga anunció a sus seguidores y colegas que creía haber descubierto un lugar sagrado en la selva (no dijo qué exactamente) y que iba a buscar… ¿Qué era? Lo llamó las siete cuevas o el mundo de las siete cuevas. Algo por el estilo. Se adentró en la selva y nunca volvió. Por lo que tengo entendido, la gente consideraba que Orizaga estaba un poco chalado.

—Es algo muy habitual —dijo Sam—. Entonces ¿se adentró en la selva y desapareció sin más?

Marcot asintió con la cabeza.

—No volvieron a verlo. Ya sé que suena muy dramático, pero incluso en la actualidad las desapariciones no son raras. Hace quinientos años probablemente estaba a la orden del día. Las selvas de esta zona son implacables, incluso para alguien tan viajado como Orizaga. —Marcott hizo una pausa y sonrió arrepentido—. Ojalá hubiera dedicado como mínimo unas páginas del libro a su historia. En fin.

—No conservará su material de referencia sobre él, ¿verdad? —preguntó Remi.

—No, me temo que no. Pero puedo hacer algo mejor. Puedo llevarlos hasta mi fuente… siempre que siga vivo, claro.

Siguieron a Marcott en su BMW de hace veinte años a otra zona residencial del distrito de Plaju, en Palembang. Allí las calles eran de tierra, las casas no tenían más de sesenta y cinco metros cuadrados, con tejados de chapa ondulada, exteriores de tablas de madera sin pintar y ventanas con mosquiteras. Al lado de prácticamente todas las construcciones había un pequeño huerto y corrales que albergaban gallinas o cabras.

Marcott paró delante de una de las casas. Sam y Remi hicieron lo mismo y salieron.

—No habla nuestro idioma y tiene noventa y tantos años, así que prepárense —dijo Marcott.

—¿A quién vamos a ver?

—Disculpen. Se llama Dumadi Orizaga. Antes de morir, Javier tuvo diez hijos con una mujer de la zona. Dumadi es un descendiente directo de Orizaga.

—Creía que era jesuita —dijo Remi.

—Lo era, pero en algún momento renunció a sus votos, incluido el celibato, obviamente.

—Tal vez por su mala experiencia con la Iglesia —propuso Sam.

Siguieron a Marcott por el camino de acceso hasta una puerta con mosquitera hecha con una malla raída. Al cuarto golpe con el puño de Marcott en la jamba, apareció un anciano con una camiseta de tirantes blanca arrastrando los pies. Apenas medía más de un metro y medio, y su cara poseía en su mayor parte rasgos indonesios con toques españoles.

Marcott dijo algo a Dumadi en indonesio o en uno de sus dialectos. El anciano sonrió, asintió con la cabeza y abrió la puerta. Los tres entraron. El interior de la casa estaba dividido en tres partes: un salón de seis por seis metros con cuatro sillas de jardín de plástico y una caja de cartón a modo de mesita para el café, y dos habitaciones laterales: un dormitorio/cuarto de baño y una cocina. Dumadi les indicó a todos con la mano que se sentaran.

Marcott le presentó a Sam y a Remi traduciendo sobre la marcha, y luego le explicó que habían ido a Palembang a indagar sobre Orizaga. Dumadi dijo algo.

—Quiere saber por qué están interesados en él —contestó Marcott—. Aquí la gente es muy cauta con su familia, incluso después de quinientos años. La veneración ancestral es un sentimiento profundamente arraigado en los indonesios.

Sam y Remi se miraron. Como no se les había pasado por la cabeza que encontrarían a descendientes de Orizaga, no habían discutido cómo explicar su misión.

—Contémosle la verdad —dijo Sam—. Si el códice le pertenece a alguien, es a él.

Remi asintió con la cabeza, metió la mano en su bolso y sacó un sobre de manila. Repasó las fotografías y los papeles que había dentro y sacó la copia escaneada del códice, que entregó a Dumadi.

—Dígale que creemos que esto perteneció a Orizaga y que también creemos que tiene algo que ver con el motivo por el que vino aquí —dijo Sam.

Marcott tradujo sus palabras. Dumadi asintió con la cabeza mirando los papeles que tenía en las manos, pero Sam y Remi notaron que el anciano apenas había oído a Marcott. El silencio se alargó. Al final, Marcott dijo otra cosa a Dumadi, quien dejó la copia escaneada sobre la caja de cartón, se puso en pie y entró en su dormitorio arrastrando los pies. Salió momentos más tarde con un marco. Se detuvo delante de Remi y se lo dio.

Dibujado con una caligrafía estilizada, con los bordes rematados con filigranas y fiorituras, el original distaba mucho de la foto, pero para Sam y Remi lo que estaban viendo era inconfundible: el pictomapa del Códice de Orizaga.

Dumadi señaló la foto enmarcada y a continuación los papeles escaneados, y le dijo algo a Marcott, quien tradujo:

—No reconoce la parte inferior, pero la superior la han ido heredando en su familia durante siglos.

—¿Por qué? —preguntó Sam.

Marcott preguntó, esperó la respuesta de Dumandi y dijo:

—Es el escudo de la familia Orizaga.

—¿Sabe qué significa?

—No.

—¿Nadie le ha dicho qué puede significar?

—No —respondió Marcott—. Dice que siempre ha formado parte de la familia. Se imagina que era importante para Orizaga, y con eso le basta.

Sam repasó el contenido del sobre y sacó la versión que Wendy había realizado del pájaro de Quetzalcoatl a partir de la ilustración de Chicomoztoc. Se la dio a Dumadi.

—¿Le dice algo esto?

Marcott preguntó y escuchó. A continuación sonrió y respondió:

—¿Qué parte, la serpiente fea o el pájaro?

—El pájaro.

Dumadi se recostó dejando escapar un gemido y acto seguido contestó.

—No le dice nada en especial —dijo Marcott—. Es solo un pájaro. Los ha visto en los zoos.

—¿Aquí? —preguntó Remi.

—No recuerda dónde exactamente. Vio uno de niño. Su padre lo llamaba pájaro yelmo por el bulto que tiene en la parte de atrás de la cabeza.

Sam abrió la boca para hablar, vaciló y a continuación dijo:

—¿Qué es? ¿Cómo se llama?

—Es un maleo. Dumadi dice que los recuerda mucho más bonitos que el de su dibujo. De tamaño medio, muy negro, con el pecho blanco, el pelaje amarillo alrededor de los ojos y un pico anaranjado. Una especie de pollo de colores.

Dumadi le dijo algo a Marcott, quien tradujo:

—Quiere saber si este dibujo tiene algo que ver con Orizaga.

—Sí —afirmó Sam.

—Le recuerda una anécdota de Orizaga. ¿Les gustaría oírla?

—Sí, por favor —contestó Remi.

—Como la mayoría de las anécdotas familiares, puede que los detalles hayan cambiado con el tiempo, pero lo esencial es que cerca del final de su vida Orizaga era conocido por la mayoría de las gentes de Palembang, quienes le tenían cariño. Sin embargo, estaban seguros de que estaba poseído por un espíritu travieso.

—¿Por qué?

Marcott escuchó.

—Es algo parecido a lo que les dije en mi casa. Vagaba mucho por la selva, hablando de cuevas y dioses, y decía que había venido en busca del hogar de los dioses… Ya captan la idea. Nadie tenía miedo a Orizaga; sospechaban que ese espíritu travieso se estaba divirtiendo con un pobre viejo.

»El día que Orizaga desapareció, anunció a todo el mundo que se marchaba otra vez a buscar sus “cuevas divinas” y que reconocería el lugar cuando encontrara un “criadero de grandes pájaros”.