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Madagascar, océano Índico

Se levantaron poco después de que amaneciera. Ante la insistencia de Niño, Sam y Remi se dirigieron a una poza que se llenaba con la marea para lavarse mientras él preparaba un almuerzo compuesto de trufas y yuca frita. Regresaron al campamento justo cuando la cafetera estaba empezando a hervir. Remi llenó tres tazas mientras Sam ayudaba a Niño a servir la comida.

—¿Qué saben de la situación de la zona? —dijo Niño entre bocado y bocado.

—¿Quiere decir en el ámbito político? —contestó Remi—. No mucho, aparte de lo que leemos en los periódicos: un golpe de Estado, un nuevo presidente y un ex presidente en el exilio.

—Es un buen resumen. Lo que no saben es que el ex presidente ha vuelto del exilio. Se rumorea que ha regresado y que ha montado un negocio en Maroantsetra, costa arriba. Si consigue reunir suficientes hombres y armas, probablemente habrá una guerra civil; si no, será una masacre. En cualquier caso, no es el mejor momento para ser un blanco en la isla. En las ciudades no hay problema, pero aquí… —Niño se encogió de hombros—. Estén atentos.

—¿A qué?

—Principalmente si ven hombres armados con AK-47 en camionetas.

—Entonces tenemos que confiar en verlos antes de que ellos nos vean a nosotros.

—Ésa es la idea. Y aunque no sea así, si ellos consideran que ustedes les van a causar más problemas de los que merecen, puede que pasen de largo. Cuando el clima político está tan revuelto, a veces los oprimidos se plantean el secuestro como una oportunidad de ganar dinero y hacer presión.

—Con suerte, estaremos de vuelta en Antananarivo antes de que anochezca.

Niño sonrió.

—Después de que hayan encontrado lo que haya escondido.

—O de que hayamos descubierto que no hay nada que encontrar —añadió Remi.

Poco antes de las ocho recogieron sus cosas, ascendieron penosamente por el montículo, tomaron un rumbo de 315 grados y partieron en fila a través de la sabana. Niño iba primero, Remi en medio y Sam cerraba la marcha con su GPS portátil, que había ajustado en el modo de rumbo/cuenta atrás: 1442 tramos de 2,13 metros, la longitud del bastón de Blaylock, que equivalían a 3071 metros.

—Eso confiando en que el bastón no se haya encogido o estirado en los últimos ciento treinta años —dijo Sam.

—O que Blaylock no manejara bien la cinta métrica —añadió Remi.

No habían cruzado ni la mitad de la sabana y sus botas y las perneras de sus pantalones ya estaban empapadas de rocío. Cuando llegaron al linde de la selva tropical, el borde inferior del sol ya había salido por el horizonte hacia el este; notaban su calor en la espalda.

Niño se detuvo ante la pared de vegetación y dijo:

—Un momento. —A continuación, recorrió el límite forestal, primero unos cincuenta metros al norte y luego al sur—. Por aquí —gritó.

Sam y Remi se reunieron con él. Como era de esperar, había encontrado un sendero.

Una vez que se hubieron internado tres metros en la selva, el sol se fue atenuando detrás de ellos, dejando solo débiles franjas y manchas en el follaje que les rodeaba.

—Hemos andado mil seiscientos setenta y seis metros. Nos quedan mil cuatrocientos dos —anunció Sam.

Siguieron avanzando. Pronto la pendiente aumentó cuando el terreno comenzó a elevarse hacia la sierra. El sendero se estrechó, primero a una anchura equivalente a la de los hombros y luego a unos treinta centímetros, obligándolos a andar de lado y a agacharse en determinados sitios. Las hojas cortantes y los tallos llenos de espinas volvieron a causar estragos en sus cuerpos.

Niño dio el alto.

—¿Oyen eso? —preguntó.

Sam asintió con la cabeza.

—Un arroyo. En algún lugar a la izquierda.

—Vuelvo enseguida. —Niño salió del sendero y fue engullido por la selva. Volvió diez minutos más tarde—. Está a unos treinta metros al sur. Creo que más o menos corre paralelo a su ruta. ¿Cuánto falta?

Sam consultó el GPS.

—Novecientos catorce metros.

—Dos mil setecientos en la escala de Madagascar —añadió Remi con una sonrisa animosa.

—Será más fácil avanzar por el arroyo. Tengan cuidado con los cocodrilos.

—¿Está de guasa? —dijo Remi.

—No. ¿Han oído hablar de los cocodrilos de las cuevas de Madagascar?

—No estábamos seguros de si se trataba de una leyenda —contestó Sam.

—No lo es. Madagascar es el único lugar de la tierra donde viven en cuevas. Verán, los caimanes y los cocodrilos son animales ectotérmicos: se valen del entorno para regular su temperatura corporal; el sol para el calor, y el agua y la sombra para el frío. Nuestros cocodrilos no necesitan eso. Hace unos años los del National Geographic vinieron a estudiarlos, pero siguen siendo un misterio. El caso es que a veces utilizan los arroyos subterráneos por la mañana para salir a cazar antes de que el sol caliente demasiado.

—¿Y dónde los veremos exactamente? —preguntó Remi.

—Busquen troncos flotando en el agua. Si los troncos tienen ojos, no son troncos. Hagan mucho ruido, armen jaleo. Desaparecerán.

El riachuelo les llegaba a las pantorrillas y tenía un fondo de arena, de modo que avanzaron rápido, descendiendo lentamente hasta que la pantalla del GPS marcó 120 metros. El riachuelo torcía primero al sur, luego al norte y después otra vez al oeste antes de ensancharse en una laguna bordeada de cantos rodados. En la orilla oeste de la misma, una cascada de doce metros de ancho chocaba contra un saliente rocoso y lanzaba una nube de rocío.

Sam consultó el GPS.

—Sesenta metros.

—¿Rumbo? —preguntó Remi.

Sam señaló la cascada como respuesta.

Tras unos instantes de silencio, Remi dijo:

—¿La ves?

—¿Qué? —contestó Sam.

—La cabeza del león. —Ella señaló el punto por el que el agua caía del saliente—. Los dos afloramientos son los ojos. Debajo, la boca. Y el agua… Si la miras bastante rato, algunos chorros parecen colmillos.

Niño asentía con la cabeza.

—Que me aspen. Tiene razón, Sam.

Éste soltó una risita.

—Suele tenerla.

—A lo mejor el tal Blaylock no estaba loco.

—Ya veremos.

Sam se quitó la mochila, la sujetó contra la cintura y se colocó una linterna sumergible para la cabeza. La encendió, enfocó la palma de su mano con el haz y la apagó.

—Solo es una exploración de tanteo, ¿verdad, Sam? —dijo Remi.

—Eso es. Cinco minutos, no más.

—Un momento —dijo Niño. Metió la mano en su mochila y sacó una bengala marina—. Los cocodrilos las odian. —También sacó otro revólver parecido a su Webley—. Los cocodrilos los odian todavía más.

Sam sopesó el arma y la analizó.

—No lo reconozco. ¿Otro Webley?

—El revólver automático Webley-Fosbery. Uno de los primeros y únicos revólveres semiautomáticos. Apertura superior basculante, calibre cuatrocientos cincuenta y cinco, cargador de seis balas. No sirve de mucho a más de treinta metros, pero cuando acierta a algo lo mata.

—Gracias —dijo Sam—. ¿Cuántas Webley tiene exactamente?

—La última vez que hice recuento, dieciocho. Es una especie de hobby.

—Revólveres antiguos y trufas exóticas —contestó Remi—. Es usted un hombre interesante.

Sam se metió la bengala en uno de los bolsillos del pantalón, el revólver en otro, y comenzó a abrirse camino cuidadosamente en la orilla de la laguna, saltando de un canto rodado a otro y procurando evitar las zonas húmedas, lo que resultó prácticamente imposible conforme se acercaba a la cascada. Cuando tuvo la catarata al alcance de la mano, se volvió, hizo un breve gesto a Remi y a Niño con la mano, y acto seguido se sumergió en el raudal y desapareció.

Cuatro minutos más tarde reapareció, saltó a un canto rodado cercano, se sacudió el agua del pelo y se dirigió otra vez a la playa.

—Hay una gruta poco profunda detrás de la catarata —anunció—. Tiene unos seis metros de profundidad y unos cuatro de anchura. Está llena de aguas residuales (ramas, troncos podridos, montones de hierba que han formado un dique), pero detrás he encontrado una abertura. En realidad es una brecha horizontal, como una puerta de garaje de piedra que no se ha cerrado del todo.

—Se acabó la racha —contestó Remi sonriendo.

—¿Cómo? —preguntó Niño.

—Hasta ahora, en esta aventura no hemos tenido que descender bajo tierra —dijo Sam—, lo cual es raro, considerando a lo que nos dedicamos. Antes de que hubiera puertas con cerrojo y cajas fuertes, si querías mantener algo a salvo o en secreto solo tenías dos opciones seguras: enterrarlo o esconderlo en una cueva.

—Todavía se suele hacer en la actualidad —añadió Remi—. Debe de estar relacionado con la memoria genética: ante la duda, haz una madriguera.

—Entonces ¿nunca han vivido una aventura entera sobre tierra?

Sam negó con la cabeza.

—Por ese motivo nunca dejamos de practicar la escalada y la espeleología.

—Pues las cuevas no son precisamente uno de mis sitios favoritos —dijo Niño—. Así que si no les importa, les dejaré que se diviertan solos. Yo vigilaré el fuerte.

Diez minutos más tarde, equipados con el material adecuado, Sam y Remi volvieron a la cascada, se sumergieron bajo ella y se adentraron en la gruta. La luz del sol se atenuó detrás de la cortina de agua. Encendieron sus linternas para la cabeza.

Sam se acercó a Remi y dijo por encima del torrente:

—Apártate. Voy a ver si tenemos compañía. Ten una bengala preparada.

Remi se dirigió al otro lado de la gruta mientras Sam elegía una larga rama del montón del dique y la desprendía. Empezó a examinar sistemáticamente los restos, introduciendo la punta de la rama en agujeros y huecos y meneándola de un lado a otro. No hubo ninguna reacción; nada se movió. Se pasó otros dos minutos golpeando con el tacón los troncos más grandes, tratando de provocar alguna reacción, pero el resultado fue el mismo.

—Creo que no corremos peligro —gritó Sam.

Se pusieron manos a la obra, despejando poco a poco el montón hasta que abrieron un camino a la pared de atrás. Se arrodillaron ante la brecha de un metro veinte de altura. Un arroyo poco profundo corría por delante de sus botas y atravesaba la gruta antes de juntarse con la cascada.

Sam introdujo la rama en la abertura y la agitó de un lado a otro. Una vez más, nada se movió. Sacó el revólver del bolsillo, se inclinó hacia delante, pegó la cara a la roca y movió la linterna de su cabeza de derecha a izquierda. Se enderezó y le hizo a Remi un gesto de aprobación con la mano.

—Otra vez en la brecha —gritó ella.

—Nosotros dos, nosotros felizmente dos —contestó Sam.

—Nada como un poco de Shakespeare corrompido para crear ambiente.