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Universidad de Dar es Salaam
El campus central de la universidad se hallaba al noroeste del centro de la ciudad, en una colina. Después de llamar previamente, Sam y Remi encontraron a la directora de la biblioteca, Amidah Kilembe, una hermosa mujer negra vestida con traje de chaqueta y pantalón verde helecho, esperándolos en los escalones.
—Buenos días, señor y señora Fargo. Bienvenidos a nuestras instalaciones.
Se intercambiaron los cumplidos de rigor mientras la señora Kilembe los acompañaba por los escalones y las puertas principales, tras lo cual les ofreció una visita por el edificio que acabó en la zona de consulta de la tercera planta. La decoración era una mezcla de elementos coloniales del Viejo Mundo y elementos africanos tradicionales: muebles oscuros y paneles que brillaban tras décadas de pulido, rodeados de obras de arte tanzano y objetos llenos de colorido. A excepción de unos cuantos bibliotecarios, el edificio estaba vacío.
—Hoy es un día de vacaciones académicas —explicó la señora Kilembe.
—Lo sentimos —dijo Sam—. Creíamos…
—Oh, no. Para los empleados es un día laborable normal.
De hecho, casualmente, han elegido el día de visita perfecto. Yo misma les atenderé.
—No queremos molestar —dijo Remi—. Seguro que tiene otras…
La señora Kilembe sonrió abiertamente.
—En absoluto. He leído y disfrutado mucho con varias de sus hazañas. Por supuesto, lo que hablemos hoy no saldrá de aquí. —Se llevó el dedo índice a los labios y guiñó un ojo—. Si son tan amables de seguirme, les tengo reservada una sala tranquila.
La siguieron a una sala acristalada, en el centro de la cual había una larga mesa de nogal y dos sillas mullidas. Enfrente de cada silla había un ordenador Apple iMac de veinte pulgadas.
La señora Kileme vio sus expresiones de sorpresa y se rió entre dientes.
—Hace tres años el mismísimo Steve Jobs visitó el campus. Vio que teníamos muy pocos ordenadores y que todos eran viejos, y nos hizo una generosa donación. Ahora tenemos cuarenta máquinas maravillosas como estas. ¡Y conexión de banda ancha a Internet!
»Bueno, les dejaré trabajar. Pero primero les traeré café. Les he facilitado a los dos acceso a los catálogos. La mayoría de nuestros datos han sido digitalizados desde la actualidad hasta mil novecientos setenta. Los que no lo han sido están en la zona de archivos del sótano. Díganme lo que necesitan, y yo se lo traeré. ¡Que tengan buena caza!
Entonces la señora Kilembe se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
—¿Por dónde empezamos? —se preguntó Sam en voz alta.
—Llamemos a Selma.
Sam hizo doble clic en el icono de iChat que figuraba en la pantalla y tecleó la dirección de Selma. La cámara de iSight se puso verde y, a los pocos segundos, la cara de Selma apareció en pantalla.
—¿Dónde están? —preguntó.
—En la Universidad de Dar es Salaam.
Detrás de Selma, Pete y Wendy estaban sentados ante una mesa de trabajo. Los saludaron con la mano.
—Nos estamos preparando para empezar. ¿Tenéis algo para nosotros?
—Ahora mismo estamos acabando la última averiguación.
En la pantalla, Pete cruzó la estancia hacia un ordenador, pulsó el teclado un par de veces y dijo:
—Te lo mando, Selma.
Sam y Remi observaron cómo Selma estudiaba el documento, desplazando la vista rápidamente a través de la pantalla. Al final dijo:
—Aquí no hay gran cosa. Hemos consultado las principales bases de datos de barcos naufragados y solo hemos encontrado dieciocho lugares en las aguas de alrededor de Zanzíbar. Incluso hemos ampliado el radio ochenta kilómetros en todos los puntos cardinales. De los dieciocho, catorce están identificados, y solo uno se acerca remotamente al supuesto período de tiempo del Ophelia.
—Continúa.
—El Glasgow. Se puso en servicio en mil ochocientos setenta y siete después de que el sultán de Zanzíbar perdiera su «flota» por culpa de la tempestad de mil ochocientos setenta y dos, pero al sultán no le impresionó demasiado, así que se quedó abandonado y anclado en Zanzíbar hasta la guerra entre Inglaterra y Zanzíbar de mil ochocientos noventa y seis, cuando los británicos lo hundieron con su artillería naval.
»En mil novecientos doce, una empresa de salvamento redujo el barco hundido al armazón del casco, y la mayoría de las piezas fueron arrojadas al mar. En los años setenta, el bloque del motor del Glasgow, el eje porta hélice, unas piezas de vajilla y unos cuantos proyectiles de cuatro kilos fueron encontrados en el lugar.
—¿Dónele está ese lugar? —preguntó Remi.
—A unos ciento ochenta metros de la playa de Stone Town. De hecho, la otra noche estuvieron cerca de ese sitio en el restaurante.
—O sea, a casi treinta kilómetros en línea recta de donde encontramos la campana del Ophelia —dijo Sam—. Tacha el Glasgow. ¿Qué más?
—Cuatro de los buques naufragados que aparecen en la base de datos no están identificados. Uno está en el río Pangani, a cincuenta y seis kilómetros al norte; los otros dos están en la bahía de Tanga, a noventa kilómetros al norte; el último está a la altura de la isla de Bongoyo, en la bahía de Msasani en Dar es Salaam. Según los datos de los que dispongo, ninguno de esos pecios está a más de diez metros de profundidad.
—Diez metros de agua transparente —añadió Sam—. Lo consultaremos con las tiendas de submarinismo de la zona. Lo más probable es que alguien los haya identificado, pero no se haya molestado en avisar. Probablemente ahora solo son atracciones para submarinistas.
—Siento no poder ofrecerles nada —dijo Selma.
—Eso no es verdad —contestó Remi—. Descartar es tan importante como aportar.
—Dos cosas más. Señora Fargo, tenía razón con respecto a esos nombres: son náhuatl, nombres aztecas tradicionales. Por si le interesa, ha sido una especie de moda en Ciudad de México durante los últimos años…
—El Partido Mexica Tenochca —concluyó Remi. Vio la expresión confundida de Sam y añadió:
—El actual presidente es un ultranacionalista, un nacionalista partidario de la cultura anterior a la invasión española. Nombres aztecas, cursos de historia en los colegios, prácticas religiosas, arte…
—Aparte de todo lo demás, Rivera y sus amigos son fanáticos de la política —contestó Sam fríamente—. Justo lo que necesitábamos.
—¿Qué más, Selma?
—He estudiado las fotos de la campana que me enviaron. Me imagino que se han fijado en el badajo.
—¿Te refieres a que no está? —preguntó Sam—. Sí, nos hemos fijado.
Sam desconectó y se volvió hacia Remi.
—¿Empezamos por los periódicos?
Ella asintió con la cabeza.
—Periódicos.
Sam y Remi eran partidarios de la teoría piramidal de investigación: empieza por el vértice, lo concreto, y desciende hacia la base, lo general. Las primeras palabras con las que probaron fueron «Ophelia», «barco naufragado» y «descubierto». Como era de esperar, lo único que encontraron fueron artículos que Selma ya había localizado. A continuación probaron con «naufragios», «famosos» y «Zanzíbar», y obtuvieron los resultados esperados: artículos intrascendentes sobre el Glasgow y El Majidi y otro barco del sultán de Zanzíbar que había desaparecido durante la época del huracán de 1872, y el buque de guerra Pegasus, hundido en 1914 después de un ataque sorpresa del crucero alemán Kónigsberg.
La señora Kilembe volvió con una jarra de café y dos tazas, les preguntó si necesitaban algo y volvió a desaparecer.
—Nos hemos olvidado de la isla de Chumbe, Sam —dijo Remi—. Estamos dando por supuesto que la entrevista de la BBC trajo a Rivera hasta aquí…
—Cierto.
Sam combinó las palabras anteriores con «isla de Chumbe» y no obtuvo ningún resultado. Volvió a probar con las palabras «submarinismo», «reliquia» y «descubrimiento». Se desplazó por los artículos y de repente se detuvo.
—Oh.
—¿Qué?
—Probablemente no sea nada, pero es curioso. Hace dos meses una mujer británica llamada Sylvie Radford fue encontrada asesinada en Stone Town. Aparentemente, un atraco que salió mal. Había ido a Chumbe a hacer submarinismo. Escucha esto: «Según los padres de la mujer, la señora Radford había estado pasando unas maravillosas vacaciones practicando submarinismo, durante las que había encontrado varias reliquias, entre las que se encontraba lo que ella creía que podía ser parte de una espada de estilo romano».
—¿«Una espada de estilo romano»? —repitió Remi—. Interesante. ¿Crees que eran sus palabras o las del reportero?
—No lo sé. En cualquier caso, es una descripción bastante precisa. La mayoría de los profanos en la materia simplemente dirían «espada».
Remi se acercó a la pantalla y apuntó el nombre del periodista.
—Podría estar en las notas de ella.
Sam empezó a pulsar otra vez el teclado, esta vez con cierta urgencia. Introdujo las palabras «sur», «Zanzíbar», «submarinismo» y «muerte» en la ventana de búsqueda, y acotó el período de tiempo entre el momento actual y diez años antes. Docenas de artículos aparecieron en la pantalla.
—Vamos a repartírnoslos —dijo Remi, y acto seguido introdujo las mismas palabras en su ventana de búsqueda—. ¿Empiezo por los más antiguos?
Sam asintió con la cabeza.
En los años comprendidos entre el diez y el ocho, cuatro muertes fueron vinculadas a sus palabras de búsqueda. Sin embargo, en cada caso, las versiones de testigos presenciales independientes confirmaban que habían sido fortuitas: un ataque de tiburón, un accidente de submarinismo y dos de tráfico, estos dos últimos relacionados con el alcohol.
—Aquí —dijo Remi—. Hace siete años. Dos personas, turistas ambas que habían venido de vacaciones a hacer submarinismo.
—¿Dónde exactamente?
—Solo dice que fue en la costa sudoeste de Zanzíbar. Una de ellas fue atropellada por un conductor que se dio a la fuga. La otra se cayó por unas escaleras en Stone Town. Ni alcohol de por medio, ni testigos.
—Hace seis años —dijo Sam, leyendo de la pantalla—, dos muertos. Un suicidio y un ahogamiento. Tampoco hubo testigos.
Los datos eran similares del año cinco a la actualidad: turistas que practicaban submarinismo, la mayoría de los cuales habían pasado tiempo cerca de la isla de Chumbe o en los alrededores, morían en extraños accidentes o en atracos que acababan mal.
—He contado cinco —dijo Remi.
—Yo tengo cuatro —respondió Sam.
Permanecieron callados unos instantes.
—Tiene que ser una coincidencia, ¿verdad? —señaló Remi. Sam se limitó a mirar fijamente la pantalla, de modo que ella añadió—: De lo contrario, ¿qué estamos insinuando? ¿Que Rivera y su jefe han estado asesinando a submarinistas que se interesan por la isla de Chumbe?
—No, no puede ser eso. Si fuera así, habría cientos de personas… miles. Tal vez sean quienes hacen públicos sus hallazgos o quienes llevan a las tiendas locales esos objetos para identificarlos. Si estamos en lo cierto, esas personas por fuerza deben tener algo más en común.
—Hablaron con alguien de lo que habían encontrado —propuso Remi.
—Y el objeto era el adecuado, algo relacionado con el Ophelia. O con el barco del nombre tapado.
—En todo caso, si el barco se hubiera hundido a la altura de Chumbe, los objetos habrían aparecido en la playa arrastrados por el mar. Con cada monzón habría restos en el fondo esperando a que alguien se sumergiera con una raqueta de ping-pong.
—Cierto —dijo Sam—. Pero hay muchas personas que encuentran algo y nunca lo dicen. Vuelven a casa y lo colocan sobre la repisa de la chimenea como recuerdo. De hecho, la mayoría de los buscadores de tesoros ocasionales hacen eso: encuentran algo, hacen un pequeño esfuerzo por identificarlo, pero si no es claramente un tesoro, lo consideran un recuerdo… «Nuestra semana en Zanzíbar».
—Estamos hablando de una acusación muy seria, Sam.
—Me acabo de acordar de algo: Rivera dijo que lleva siete años buscando el Ophelia.
—Aproximadamente la misma época en que empezaron las extrañas muertes.
—Exacto. Voy a llamar a Rube. Tenemos que averiguar cómo gestionan la documentación en el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Tanzania.
Sam hizo la llamada y explicó su petición a un incrédulo pero dispuesto Rube Haywood, quien dijo:
—¿Así que vuestra teoría es que Rivera estuvo en Zanzíbar en la época en que se produjeron todas las muertes?
—Merece la pena intentarlo. Aunque los archivos no demuestren que estuvo aquí en cada ocasión, puede que no viajara con su nombre.
—Lo investigaré. Yo esperaría sentado.
Sam le dio las gracias y colgó.
Unos minutos más tarde, la señora Kilembe llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—¿Necesitan algo?
Ellos le dieron las gracias y declinaron la oferta. La mujer se estaba volviendo para marcharse cuando Sam preguntó:
—Señora Kilembe, ¿cuánto tiempo lleva en la biblioteca?
—Treinta años.
—¿Y en esta zona?
—Toda mi vida. Nací en Fumba, en Zanzíbar.
—Estamos buscando información sobre un barco llamado Ophelia. ¿Le dice algo el nombre?
La señora Kilembe frunció el entrecejo. Después de pensar durante unos segundos, dijo:
—Me imagino que ya han estado en el Blaylock.
—¿El Blaylock?
—El Museo Blaylock de Bagamoyo. Hay un dibujo al carboncillo de un barco. Si no me falla la memoria, se llama Ophelia.