17

Isla de Sukuti

—¡Allí! —gritó Remi desde la proa—. ¡Para! Retrocede despacio.

Con la visión tapada por el mástil, Sam puso el motor en punto muerto, dejó que el dhow navegara un poco a la deriva y a continuación dio marcha atrás y retrocedió con cuidado alrededor de la línea de la costa que habían estado siguiendo.

—Muy bien —gritó—. Están aproximadamente un kilómetro y medio por delante de nosotros. Dentro de diez minutos, girarán al norte.

Cuarenta minutos antes, después de varar el dhow en la cueva, se habían puesto en camino sin demora. Sam y Remi esperaban que la lancha siguiera una ruta por la costa meridional de Sukuti hasta los muelles de Okafor, pues ellos tenían planeado navegar por el norte de la isla. Estaban deseando llegar a la relativa seguridad de la ensenada que separaba la Pequeña Sukuti de la Gran Sukuti… siempre que no se encontrara en la ruta de la lancha.

Aunque la ruta más rápida a los muelles habría sido una vía directa por la costa meridional, también los habría dejado expuestos a los ojos y los oídos de cualquier observador. Yendo por la ensenada hacia el norte y siguiendo la costa hasta el lado oeste, serían invisibles para cualquiera que no estuviera en lo alto de la escarpa.

Permanecieron en silencio contemplando el sol en su lento arco descendente hacia el horizonte, hasta que por fin Remi consultó el reloj y dijo:

—Avante lento.

Sam arrancó y dejó que entrara combustible en el motor, y salieron con cuidado de detrás de su refugio. En la proa, Remi estaba tumbada boca abajo enfocando la costa con los prismáticos.

—Se han ido —dijo—. Tenemos vía libre.

Sam aceleró, y el dhow avanzó balanceándose. Pasaron otros diez minutos.

—Allí está —gritó Remi.

Sam se inclinó de lado sobre la barandilla hasta que vio la desembocadura de la ensenada a un par de cientos de metros de distancia. Con tan solo quince metros de anchura, el canal se parecía tanto a un túnel como una ensenada, con sus orillas cubiertas de espesura y sus árboles inclinados sobre el agua formando un manto impenetrable, salvo una porción de cielo de tres metros de ancho en el centro.

Sam giró el timón de la embarcación a estribor. La proa viró.

Remi se dirigió a popa, se agachó por debajo del botalón y bajó a la cubierta junto a Sam.

—El crucero por la selva —dijo.

—¿Cómo?

—La ensenada. ¿Te acuerdas del crucero por la selva de Disney World? Esto me lo recuerda.

Sam rió entre dientes.

—Era mi atracción favorita de niño.

—Sam, sigue siendo tu atracción favorita.

—Es verdad.

Al cabo de unos minutos se habían acercado a cien metros de la desembocadura de la ensenada. Notaron cómo la embarcación vibraba bajo sus pies, y después de avanzar dando sacudidas alcanzó los cinco nudos en otros tantos segundos.

—Bien pensado —dijo Remi a su marido.

Después de haber experimentado la potencia de la corriente en Zanzíbar, Sam temía encontrarse allí con unas condiciones similares. Situada como estaba a lo largo de la costa, con la marea que subía desde el sur, la desembocadura de la ensenada era un aspirador hidráulico que absorbía el mar desde el sur y lo escupía al norte.

Sam apagó el motor para ahorrar combustible y agarró más fuerte el timón.

—La buena noticia es que probablemente no tengamos que preocuparnos por si encallamos. La corriente está excavando una zanja bastante profunda ahí dentro.

El dhow se sacudió a un costado, y la popa se deslizó de lado. Sam enderezó la embarcación primero a estribor y luego a babor, y la proa se volvió a alinear en la desembocadura de la ensenada. Aferrando el timón con las dos manos, Remi estaba inclinada por encima de un costado, con una sonrisa en la cara y su cabello castaño rojizo ondeando tras ella.

—¿A qué velocidad vamos? —gritó.

—A diez o doce nudos —contestó Sam riéndose. Al estar tan cerca de la superficie del agua parecía mucho más rápido—. Más vale que vengas aquí delante, Remi. Voy a necesitar tu vista.

—Sí, capitán. —Ella se dirigió a la proa—. Faltan cincuenta metros —gritó—. Mantén el rumbo.

Sam vio a estribor cómo una ola de un metro veinte chocaba contra un banco de arena descubierto.

—Viene una ola —advirtió a Remi, y giró el timón varios grados para enfrentarse a ella.

La ola les alcanzó en la proa a estribor y empujó la embarcación de lado. La proa empezó a girar y a salirse del curso. Sam giró el timón con fuerza a estribor, compensando el embate hasta que la ola pasó y la proa se alineó de nuevo.

—La cosa pinta bien. Mantén el rumbo —gritó Remi—. Veinte metros.

Sam se inclinó por encima de la barandilla de estribor y miró abajo. El agua añil tenía entre nueve y doce metros de profundidad, pero a casi dos metros a la derecha podía ver el fondo de arena blanca a través del agua turquesa. Se inclinó a babor y vio lo mismo.

—No nos sobra mucho espacio —gritó Sam—. ¿Qué pinta tiene más adelante?

—Es todavía más estrecho. ¿Quieres un poco de lastre?

—Claro.

Remi se movió boca abajo, cogió el ancla Danforth de su soporte, la arrojó por la proa y dejó que la amarra se deslizara entre sus manos hasta que notó que rebotaba en el fondo. Tiró varios centímetros de la cuerda y la sujetó a la barandilla. El dhow empezó a avanzar más despacio hasta que se movieron a sacudidas.

—Diez metros —gritó Remi.

Y entonces, como si de repente el sol se hubiera eclipsado, la embarcación se introdujo en la ensenada. A la izquierda y a la derecha había paredes verdes; en lo alto, una cinta irregular de cielo azul. Sam miró a popa y experimentó una oleada de vértigo cuando la desembocadura de la ensenada pareció cerrarse como la puerta multicolor de una nave espacial.

—Se acerca una curva —gritó Remi—. Cuarenta y cinco grados a estribor.

Sam volvió a mirar hacia delante.

—Cuando tú digas.

—Tres… dos… uno… ¡Gira!

Sam torció el timón un cuarto de giro a babor y lo mantuvo sujeto.

—¡Gira a estribor! —gritó Remi. Sam giró de nuevo el timón.

—Mantenlo ahí —ordenó Remi. Pasaron unos segundos—. Vale, gira otra vez con cuidado a babor. Sigue… más… Bien. Mantén el rumbo.

En el momento preciso, la corriente disminuyó hasta que el dhow avanzó a ritmo normal. La ensenada se ensanchó un poco, dejando unos cuatro metros y medio en los dos lados.

—Leva el ancla —dijo Sam—. Creo que no hay peligro.

Remi recogió el ancla Danforth y volvió a la cabina. En las orillas se oían los sonidos de la selva al anochecer: los chillidos lastimeros de los loros, el croar de las ranas y el zumbido de los insectos.

—Es muy tranquilo —dijo Remi, mirando a su alrededor—. Da un poco de repelús, pero es muy tranquilo.

Sam cogió el mapa de su compartimiento y lo desdobló sobre el techo de la cabina. Remi encendió una linterna. Sam pasó el dedo índice por encima de la isla.

—Necesitamos la circunferencia.

Remi cogió el compás de puntas y lo movió por la línea de la costa, marcando de vez en cuando cabos y lugares de referencia con un lápiz. Una vez que hubo acabado, garabateó unos cálculos en los márgenes y dijo:

—La Gran Sukuti está a catorce kilómetros, más o menos. La pequeña, a unos ocho.

Sam examinó su reloj un momento.

—Llegaremos a la otra desembocadura dentro de veinte minutos. Si la lancha hace otra ronda, pasará por la parte norte de la ensenada unos veinte minutos más tarde. Si no aparece, probablemente no haya más rondas en toda la noche o las hagan cada pocas horas.

—Eso es mucho suponer —repuso Remi—. Si se da el último caso, puede que nos encontremos con ellos en algún lugar de la costa. Esperemos verlos antes de que ellos nos vean a nosotros.

Sam asintió con la cabeza.

—Hazme un favor. Busca hasta el último rincón de la costa. Tendremos que estar preparados para escondernos enseguida.

Remi tardó diez minutos en acabar la tarea.

—Hay mucho donde elegir, pero no aparecen marcas de profundidad —dijo Remi—; solo puedo estar segura de que cinco o seis sitios tienen suficiente profundidad para nuestro calado.

—Tendremos que improvisar.

—Bueno, ¿y tu plan, general…?

—Ojalá tuviera uno —respondió Sam—. Hay demasiadas variables. No nos queda más remedio que suponer que moverán la campana cuanto antes, o enviándola o arrojándola en alguna parte. Para eso, tienen tres opciones: hacerlo con una lancha, con el Njiwa o con el helicóptero de Okafor. Empezaremos por el Njiwa. Hagan lo que hagan, la campana seguirá allí hasta que decidan moverla. Si utilizan una lancha o el Njiwa, propongo que nos pongamos el sombrero pirata y preparemos un secuestro.

—¿Y si utilizan el helicóptero?

—El mismo plan. Solo que entonces nos pondremos las bufandas de aviador.

—Sam, cariño, no tienes muchas horas de vuelo en helicóptero.

—Creo que puedo conseguir volar los siete u ocho kilómetros hasta tierra firme. Estaríamos al otro lado del canal en seis minutos… probablemente antes de que pudieran organizar un grupo de rescate. Buscamos un claro apartado en alguna parte, la dejamos allí y…

Remi sonrió.

—¿Improvisamos? —Sam se encogió de hombros y le devolvió la sonrisa—. Es la mejor opción que tenemos —convino Remi—, pero has omitido muchas posibilidades desastrosas.

—Lo sé…

—Por ejemplo, ¿y si nos ven? Tenemos menos armas y somos menos.

—Lo sé…

—Y, cómo no, la más importante: ¿y si ya han movido la campana?

Sam tardó un instante en contestar.

—Entonces se acabó la partida. Si no la interceptamos aquí, la habremos perdido para siempre. Remi, esto es una democracia. Si la decisión no es unánime, no vamos.

—Cuenta conmigo, Sam, ya lo sabes. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que nos hagamos un seguro.

El sol se estaba poniendo cuando apareció la desembocadura de la ensenada: un óvalo irregular de luz naranja dorada al final del túnel. Cuando estaban a tres metros de distancia, Remi viró hacia la orilla derecha y aceleró hasta que las ramas que colgaban los cubrieron. De pie sobre la cabina, Sam movió las ramas más gruesas alrededor del mástil y el botalón hasta que el dhow quedó arrimado a la orilla. Avanzó a gatas hacia la barandilla de proa y miró entre el follaje.

—Tenemos una visión perfecta —dijo.

El sol había descendido tras la Gran Sukuti, sumiendo la parte occidental de la isla, incluida la ensenada, en el crepúsculo.

—Si están haciendo otra ronda —añadió Sam—, estarán aquí dentro de quince o veinte minutos.

—Voy a coger nuestros bártulos y a buscar unas cosas.

Remi descendió bajo la cubierta. Sam oyó cómo se movía por el camarote. Volvió a la cabina, se sentó y empezó a tararear «Summer Wind», de Frank Sinatra. Cantaron «Hotel California», de los Eagles, «In the Midnight Hour», de Wilson Pickett, y estaban en mitad de «Hey Jude», de los Beatles, cuando Sam levantó la mano para pedir silencio.

Transcurrieron unos segundos.

—¿Qué pasa? —preguntó Remi.

—Nada, supongo. No, allí… ¿Lo oyes? Remi escuchó unos instantes, y allí estaba: el débil rumor de un motor marino.

—El tono parece correcto —dijo.

—Viene del noroeste. Puede que nuestra invitada esté en camino.

De todas las situaciones hipotéticas que habían considerado —una segunda ronda atrasada, un encuentro con la lancha en la costa septentrional o una ronda inmediata que pasara antes de que ellos salieran de la ensenada—, la tercera era ideal. Conociendo la ruta de la lancha y su velocidad media, podían estar bastante seguros de la posición de su enemigo en cualquier momento. Salvo imprevistos, llegarían a los muelles mucho antes que la lancha.

Tumbado boca abajo con los prismáticos levantados, Sam mantenía la vista fija en el cabo a cuatrocientos metros de distancia. El rumor del motor aumentó de intensidad hasta que por fin apareció la proa de la lancha Rinker. Como era de esperar, estaba ocupada por un piloto y un observador; y como era de esperar también, la embarcación viró hacia el sudeste, siguiendo la línea de la costa.

Se encendió un foco.

—Estamos a salvo —dijo Sam, medio para sí, medio para Remi—. No nos verán a menos que se nos echen encima.

—¿Qué probabilidades hay?

—Un noventa y cinco por ciento. Tal vez noventa.

—Sam…

—Estamos a salvo. Agacha la cabeza y cruza los dedos.

La lancha siguió avanzando. En ese momento estaba a cien metros de la ensenada e iba directa hacia ellos, peinando la orilla y los árboles con el foco.

—Cuando queráis, chicos —murmuró Sam—. Aquí no hay nada que ver… Circulad…

La lancha redujo la distancia a cincuenta metros.

Cuarenta metros.

Treinta metros.

Sam apartó una mano de los prismáticos, la llevó hacia atrás lentamente y cogió la Heckler & Koch del bolsillo del muslo de sus pantalones militares. Levantó el arma y la dejó en la cubierta debajo de su hombro. Retiró el seguro.

La lancha estaba a veinte metros de distancia.

—Remi, será mejor que bajes —susurró Sam.

—Sam…

—Por favor, Remi.

Notó que el dhow se balanceaba ligeramente cuando ella descendió por la escalera.

Sam bajó los prismáticos. Se secó la palma de la mano derecha en la pernera del pantalón, cogió la Heckler & Koch, la introdujo a través de las ramas y apuntó a la forma oscurecida situada tras el timón de la lancha. Visualizó la escena: primero el piloto, a continuación el foco y luego el segundo hombre antes de que tuviera ocasión de ponerse a cubierto o de devolver el fuego. Dos disparos por cada uno, luego una pausa y a esperar señales de vida.

La lancha siguió avanzando.

Sam respiró hondo.

De repente, el motor de la lancha aceleró. La proa se elevó y giró a babor, y a los pocos segundos la embarcación desapareció.

Sam espiró. Dio dos golpes en el techo de la cabina. Unos segundos más tarde, Remi susurró:

—¿Despejado?

—Despejado. Mira el mapa. ¿Cuánto falta para que pasen por el extremo norte de la Pequeña Sukuti?

Oyó un sonido de papel arrugado en la oscuridad, seguido del ruido de un lápiz.

—Está a un poco más de un kilómetro y medio. Dentro de veinticinco minutos estaremos fuera de peligro.

Para mayor seguridad, dejaron pasar treinta minutos antes de zarpar y salir de la ensenada. Durante los siguientes cuarenta minutos se deslizaron por la línea de la costa septentrional, sin alejarse de la playa más de quince metros y sin sobrepasar una tranquila pero frustrante velocidad de tres nudos por hora.

Inclinada sobre el mapa en la cubierta, sujetando la linterna entre los dientes, Remi manejaba el compás de puntas. Alzó la vista y se sacó la linterna de la boca.

—La lancha debe de estar llegando al extremo sur de la Pequeña Sukuti. Les llevamos como mínimo veinte minutos de ventaja.

Llegaron al extremo norte de la Gran Sukuti, se detuvieron para escudriñar la línea de la costa con los prismáticos y volvieron a ponerse en marcha.

—Los muelles están a menos de un kilómetro y medio —dijo Remi a Sam.

—¿Qué opinas? ¿Paramos cuando estemos a ochocientos metros?

—Me parece bien.

Recorrieron la distancia en doce minutos. A babor, el paisaje lunar inclinado de la isla se elevó desde la playa para juntarse con la selva tropical. Sam redujo la velocidad mientras Remi escudriñaba la línea de la costa.

—Este sitio tiene buena pinta —dijo, y se dirigió a la proa.

Sam viró hacia babor, apuntó con la proa a la playa y siguió las lacónicas indicaciones de Remi hasta que gritó:

—Para.

Sam redujo la velocidad, cogió sus mochilas de la cubierta y se reunió con Remi junto a la barandilla de proa. Ella bajó por el costado, y Sam la agarró de las muñecas para ayudarla. El agua le llegaba a la cintura. A continuación, Sam le dio las mochilas.

—Ven aquí —dijo Remi.

—¿Qué?

—He dicho que vengas aquí.

Él sonrió e inclinó la cabeza por el costado hasta que ella pudo estirar el cuello y darle un beso en la mejilla.

—Ten cuidado. No te permito ahogarte.

—Tomo nota. Nos vemos dentro de unos minutos.

La siguiente parte del plan resultó un poco decepcionante. Sam puso la marcha atrás, dio la vuelta y alejó el dhow varios cientos de metros de la costa, y a continuación apagó el motor y echó el ancla. Calculaba que había quince metros de agua debajo de la quilla. Bajó y abrió cada una de las cinco válvulas de la escotilla. Cuando el agua le llegó a las pantorrillas, subió a la cubierta, se lanzó al mar por el costado y empezó a nadar. Cinco minutos más tarde salió en los bajíos y fue vadeando a donde lo esperaba Remi.

Contemplaron juntos cómo el dhow se iba hundiendo hasta desaparecer.

Sam dedicó un saludo militar a la embarcación.

—¿Lista? —dijo a Remi.

Ella asintió con la cabeza.

—Tú primero.