ROSA MARTIÑO
NO recuerdo si esta Rosa Martiño era de Noya o de Betanzos. Yo la conocí en el Centro Gallego de Buenos Aires. Frente a la casa donde nació y vivía con sus padres, había una relojería, y ella le tomó gusto a estar entre relojes, y a ver al relojero, un cojo algo pariente de ella, muy bigotudo, reparar los relojes averiados que le llevaban. Y le dio, cuando llegó a los diez o doce años, por aprender el oficio. Era entonces una mocita rubia, espigada, muy lucida de piernas y de sonrisas. La madre quería que fuese peluquera de señoras, o modista, y el padre pensaba que, tan lista como era, podía llegar a hacerse maestra. Pero Rosa, terque que terque, insistía en ser relojera.
—¡No se sabe que haya relojeras! —le decía la madre.
—¡Pues seré la primera mujer relojera del mundo!
Consultado un amigo cura, dijo que la relojería era un oficio muy decente, y que si la niña se daba maña, y el pariente aquel le enseñaba, y le dejaba en herencia la tienda, —que no tenía hijos—, Rosa tenía el porvenir asegurado. A Rosa ya todos la conocían por la Relojera. Pero la madre no cedía, no quería a la hija relojera, iba a la tienda del pariente a exigirle que expulsase a esta, y que nada de darle la relojería en herencia a la niña. Las cosas se pusieron tan mal para Rosa, que ayudada en secreto por el pariente relojero logró emigrar a Buenos Aires. Ya en la capital argentina no le fue fácil encontrar trabajo en una relojería, lo que al fin logró en la de un suizo viudo. Rosa demostró saber muy bien el oficio y fue muy apreciada. Ya era entonces toda una moza, arrubiada, metidita en carnes, sonriente, muy amiga de tararear mientras trabajaba, canciones gallegas. Todos los que trabajaban a su lado, y el patrón, el suizo viudo, querían casarse con ella. Y ella a todos muy buenas palabras y dejándose invitar al teatro y a comer patatas a la inglesa.
Un día llegó a la tienda un general que se llamaba Borges, y que era hombre con mucho mando, y andaba el más del tiempo a caballo, vigilando las avenidas de la capital. Una sociedad italiana le había regalado un hermoso reloj, pero cuando el general Borges lo quiso poner en hora y darle cuerda, el reloj no andaba. El suizo viudo se lo entregó a Rosa Martiño para que lo reparase. Y tras un par de horas de trabajo con el reloj, Rosa le comunicó al patrón que aquel reloj no estaba hecho para andar, que por las piezas que lo componían no podía andar, ni andaría nunca. El suizo estudió el reloj, y tenía razón Rosa: toda la maquinaria consistía en dos ruedas, un pelo, una espiral y una campanita. Llegó el general Borges a caballo a buscar su reloj, y le dieron la noticia. Se irritó, y salió al galope a buscar a los italianos del regalito. No los encontró, y al día siguiente moría, que se le paró el corazón. Nadie vino a buscar el falso reloj, que tenía unas hermosas tapas de plata con una cierva en relieve. Una tarde, con el reloj en la mano, le olió a quemado. Lo abrió, y estaba ardiendo el pelo, y toda la maquinaria al rojo vivo. Lo tiró sobre la mesa, y el reloj explotó. Un trozo de metal le llevó a Rosa el lóbulo de la oreja izquierda. Era un atentado contra el general Borges, preparado por los italianos. Se produjo con un año de retraso. Rosa salió en periódicos y revistas, le brotaron numerosos pretendientes, y al fin, como siempre estaba pensando en volver a Noya o a Betanzos, se casó con un marino, que no quería navegar, sino trabajar como relojero. Así es la vida.