GARCÍA DE MOURENTE
ERA ya muy viejo cuando yo lo conocí. En su rostro ennegrecido por muchos años de sol y de mar, arrugado como más no pudiera serlo el de un humano, profundamente hundidos brillaban sus pequeños ojos azules. Esos ojos azules y los labios sensuales y carnosos, eran lo vivo en toda aquella obra muerta. Conservaba una blanca dentadura, y se gozaba en hablar claro y cantarín. Se sentaba a la puerta de su casa, bajo la parra, esperando compañía: otro viejo marinero como él, algún vecino que regresase de laborar en las viñas de albariño, la mujer que a mediodía pasaba repartiendo el pan, algún forastero en el verano o su nuera Matilde, cuyo marido, su hijo mayor, se perdiera con su dorna en la mar, más allá de Sálvora. Si el viejo García se ponía a contar una historia, la seguía contando aunque lo dejasen solo, y se hacía a sí mismo preguntas aclarando alguno de los extremos oscuros, o prorrumpía en exclamaciones de sorpresa o de incredulidad cuando llegaba a un punto que podemos definir como raro o asombroso. Cada año sus historias eran más complejas y extrañas. Contaba, por ejemplo, que iba en un ballenero noruego y había avistado unas ballenas al Noroeste, cuando se les echó la noche encima. Una noche oscura, con niebla, y con una rara calma en aquellas latitudes. Decidieron aguantar en el lugar que se hallaban, porque uno de los marineros, un danés, decía que escuchaba las ballenas pasar y repasar a menos de media milla del barco, o más cerca todavía. El danés, que pasaba toda la noche a la escucha, avisó, de pronto, que las ballenas estaban hablando entre ellas de una gran tempestad que se avecinaba, la mayor en aquellos parajes desde hacía muchos años.
Aquí hacía García un inciso para decir que las ballenas hablan en su lengua, pero que cada uno de sus oyentes la entiende en la suya, como ya es sabido por la ballena que tragó a Jonás y le sirvió de posada. Así, pues, García tumbado a proa con el danés, mientras este escuchaba a las ballenas en la lengua de Dinamarca, él las escuchaba en gallego. Y eso decían, que en cuarenta y ocho horas no habría quien parase en la mar. El capitán del ballenero ante tales avisos, decidió navegar rumbo Nordeste, buscando un socaire en Islandia. Aunque como decía el capitán noruego se perdían la caza ballenera del siglo.
Las ballenas, decía García, que escuchamos aquella noche, tenían un acento en su habla, para mí la gallega, que me era conocido. Yo me preguntaba: ¿A quién me recuerdan? Me daba con los puños golpes en la frente, intentando recordar. Hasta que caí en la cuenta de que hablaban con mi propio deje, con el acento de Mourente. ¡Hablaban con el mismo deje que mis tías las Felisas, que en paz descansen! Ahora pienso que las ballenas nos quisieron salvar, y aquel hablar suyo fue un aviso, y quizás el danés que las escuchó primero, las escuchó hablar con el acento de unas tías Felisas suyas, que vivirían en Dinamarca. También pudo haber ocurrido que no hubiese tempestad, y que las ballenas la hubiesen inventado para alejarnos. Porque en la mar, las más de las cosas que hay son inventadas.